Doña Espuelas. Por Lilvia Soto

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Doña Espuelas

 

 

Por Lilvia Soto

 

 

Sus espuelas son tan grandes, pero tan grandes, que se puede colgar una hamaca de ellas.

Dicho tradicional de Puerto Rico

 

 

Para Jorge Santiago-Avilés

 

 

Doña Beatriz frunció el entrecejo con preocupación mientras observaba a su nieta insistir por tercera vez esa tarde que su hermano tenía que cumplirle su último capricho. Carlos quería entrar a estudiar, pero Carmen le gritó con voz de sargento, “Empújame, te dije que me empujaras. Le diré a Mami si no lo haces”. Carlos, que ya lo había estado haciendo durante horas, continuó empujando el columpio y trató de ocultar su rabia, pues sabía que de nada le serviría apelar a su madre. El sentía que Elena prefería a su hermana. En realidad, Elena, como todo el mundo, no sentía ninguna simpatía por los caprichos de su hija, pero se sentía derrotada ante sus berrinches.

Después de la cena, doña Beatriz se sentó al lado de su nieta en el columpio de la veranda y dijo, “Mijita, déjame contarte la historia de una niña que conocí cuando yo tenía tu edad”. Carmen se acomodó en el columpio, pues sabía que el cuento de Abuela sería largo y muy divertido.

En el pueblo donde crecí en la isla, empezó doña Beatriz, vivía una pareja que había construido, cuando se casó, la casa más grande del pueblo y que, además, tenía bastante dinero para comprar todo lo que cualquier pareja joven pudiera necesitar para ser feliz. Tenían dos coches, muebles hermosos, ropa elegante, joyas finas, cocinera, jardinero y ama de llaves. Además, cada año hacían un maravilloso viaje al extranjero. Se querían mucho y todos en el pueblo pensaban que tenían una vida perfecta. Dolores amaba a su marido Alberto y él la adoraba a ella y le daba todo lo que deseaba, pero al pasar los años la gente empezó a darse cuenta de que ella no era feliz. Lo tenía todo menos lo que más anhelaba en el mundo ‒un bebé. Consultaron a todos los especialistas de la isla e incluso fueron a Nueva York, pero nadie pudo ayudarlos. Sin embargo, un buen día, después de muchos años de esperar y rezar, Dolores descubrió que iba a ser madre. Cuando nació su hija, saludable y hermosa, Dolores y Alberto se consideraron los padres más dichosos de la tierra y le pusieron por nombre Voluntad, en honor a la fuerza de voluntad que Dolores había demostrado en su deseo de ser madre. Los padres pensaban que su hija parecía un ángel, y en verdad que era la niña más hermosa que nadie había visto nunca en la isla, y la mimaban como la bendición del cielo que creían que era. Decoraron su habitación con muebles y decorados que eran el último grito de la moda en Francia e Italia, pidieron su canastilla hecha a mano a España y le compraron todos los juguetes que existían en la mejor juguetería de Nueva York.

Una noche, cuando Voluntad tenía alrededor de seis meses, Dolores y Alberto despertaron sobresaltados al oír un chillido sobrecogedor a las tres de la mañana. Corrieron al cuarto de la niña temiendo que estuviera en peligro o que sufriera algún dolor, pero tan pronto como Voluntad la vio, sonrió y se volvió a quedar dormida. La siguiente noche sucedió lo mismo, así como la subsiguiente. Después de una semana, Dolores y Alberto estaban exhaustos y muy preocupados. Consultaron especialistas, pero nadie pudo darles ninguna respuesta satisfactoria.

Mientras Dolores la bañaba el día de su primer cumpleaños, notó que Voluntad tenía algo como un tumor que le crecía en los dos talones. Los doctores de la isla no habían visto nunca nada parecido. Los especialistas de Nueva York tampoco pudieron ayudar a los apesadumbrados padres. Cada año, conforme Voluntad se mostraba más voluntariosa, la protuberancia de sus talones crecía y se hacía más densa.

Cuando Dolores se dio cuenta de que su hija no sabía jugar con otros niños, organizó un jardín de niños en su casa. Invitó a doce de sus amigas con sus pequeños hijos para que los niños jugaran mientras las madres conversaban. Incluso le pidió a su cocinera Flora que preparara todos los días un rico almuerzo para madres e hijos. Pero a pesar de los cientos de juguetes que había en el salón que la madre había preparado para los niños, Voluntad siempre quería el que otro niño tenía en las manos y se lo arrebataba. Chillaba como desaforada cuando uno de los niños no hacía inmediatamente lo que ella le ordenaba, e incluso llegó a empujarlos y a morderlos.

Para esta época, Dolores ya le hacía a su hija vestidos de falda larga para que no se le vieran las protuberancias de los talones, que habían adquirido un color rosa subido, estaban cubiertos de venas moradas y parecían ratones enroscados alrededor de los tobillos. También le había pedido al viejo señor Buffini, quien había aprendido su oficio allá en la tierra de sus padres en Nápoles, que le hiciera a su hija unos zapatos especiales de piel fina y con una tela elástica muy delicada en los talones para que tuvieran espacio para las protuberancias. Cuando Dolores no podía oírlas, las otras madres se referían a Voluntad como “Espuelitas”. Después de un tiempo, los otros niños se negaron a ir a jugar a casa de Voluntad y una por una sus madres se excusaron y abandonaron el jardín de niños que Dolores había organizado.

Cuando Voluntad cumplió quince años, sus padres le hicieron una gran fiesta. Invitaron a todas las personas importantes del pueblo, contrataron a un florista para que decorara la casa, a un fotógrafo para que retratara todo y una orquesta para que tocara toda la noche. También emplearon a seis mujeres para que prepararan y sirvieran la cena de arroz con gandules, tostones, bacalao, lechón asado, flan y pastel de tres leches y a dos cantineros para que sirvieran el champán del brindis. Dolores le hizo a su hija un vestido de encaje rosa con una cola de raso para que le cubriera las espuelas que un simple vestido largo no podía ya esconder, pues habían alcanzado el tamaño de una vieja rata gorda y se sentían como piel de lagarto.

Todos los jóvenes que fueron invitados a la fiesta pensaban que Voluntad era tan bella como una salida de sol, pero no se atrevían a acercársele porque habían oído hablar de su egoísmo y de sus berrinches. Por fin, Jorge se animó y la invitó a bailar. Ante la sorpresa de todos, Voluntad aceptó. Después Fernando, luego Gonzalo y por fin todos los muchachos bailaron con Voluntad, y ella se comportó como un ángel.

A la siguiente semana, Jorge invitó a Voluntad al cine. Se divirtieron mucho y salieron varias veces más. Pero un día, cuando Jorge le declaró su amor, a Voluntad se le heló la mirada, alzó las cejas y dijo, “Pero ¿qué te has creído, infeliz? Eres un tapón. Necesitarías crecer un buen rato para que yo pudiera empezar a interesarme en ti. Vete y no te atrevas a volver a dirigirme la palabra nunca”. Jorge quedó anonadado. Era la primera vez en su vida que se enamoraba y después de experimentar durante varias semanas la dulzura de Voluntad, se le habían olvidado las advertencias que sus padres le habían hecho acerca de su amarga disposición. Sintió su humillación hasta lo más profundo y no le dijo nunca a nadie lo que ella le había dicho.

Después de algunas semanas, Fernando invitó a Voluntad a la feria del pueblo. Ella aceptó y pasaron un día maravilloso. Continuaron saliendo y después de varios meses él también le declaró su amor. Con llamaradas en la mirada y navajas en la voz, ella le contestó, “Ah, no te puedo tolerar, eres un insecto. Eres tímido como una niña y blancuzco como un gusano. ¿Cómo se te ocurre que yo podría amarte jamás? ¡Déjame en paz! ¡Me enfermas!”

Durante los siguientes años se le presentaron a Voluntad muchos pretendientes. Después de coquetear con ellos y de animarlos para que se le declararan, una vez que lo hacían, los rechazaba con desprecio. Humilló y despreció a casi todos los solteros del pueblo. A uno le dijo que parecía jirafa, a otro, que era un enano, a otro, que parecía esqueleto, al siguiente, que su voz era un rebuzno, al último, que era un pobretón. Después de un tiempo, algunos de ellos se casaron con otras y otros abandonaron el pueblo. La gente empezó a llamarla “Señorita Espuelas”.

Después de la muerte de su padre, Voluntad se solazaba tratando mal a su madre. Doña Dolores envejecía, pero seguía tratando de complacer a su hija en todo lo que podía, incluso seguía haciéndole con sus manos artríticas vestidos de falda larga con aros de alambre en el dobladillo para que le cubrieran las espuelas que continuaban creciendo. Se habían vuelto moradas, con gruesas venas negras y tenían chichones peludos. Voluntad no estaba satisfecha nunca. Le exigía más y más a la madre y criticaba todo lo que la pobre mujer hacía.

Cuando tenía como 30 años, llegó al pueblo un hombre joven, apuesto y rico. Tan pronto como Alejandro y Voluntad se conocieron, se enamoraron con locura. Él oyó los rumores acerca de todos los hombres que Voluntad había despreciado, pero ya era tarde. Estaba perdidamente enamorado de ella. Incluso cuando supo de sus espuelas, no le importó. Después de varias semanas de noviazgo, fijaron la fecha de la boda. Doña Dolores hizo todos los preparativos para una gran boda en la iglesia y para una recepción elegante en la casa. Invitó al alcalde, a los dos médicos, al abogado, al jefe de la policía, a los maestros, al padre Ricardo, a sus antiguas amistades y a todos los parientes lejanos de ambas familias. No podía invitar a gente joven porque Voluntad no tenía amigos.   

Después de meses de comportarse como una mujer enamorada, la noche antes de su boda Voluntad decidió que tenía que estar segura de que Alejandro comprendía que sus deseos tendrían siempre prioridad sobre los de él. Le dijo que se negaba a tener un hijo, que su madre no sería nunca bienvenida en su casa y que solo ella podría dar órdenes a la servidumbre. Añadió que él tendría que pedirle dinero para sus gastos personales una vez por semana y que cuando ella le ordenara que se tomara un día libre, él tendría que hacerlo sin protestar. Esa misma noche Alejandro hizo sus maletas y se marchó del pueblo. Nadie volvió a saber de él nunca.

Poco tiempo después, cansada y desilusionada, murió Doña Dolores. El pueblo entero la acompañó al cementerio pues la consideraban una mujer bondadosa que había sufrido mucho.

Voluntad continuó viviendo sola en la casona de la colina. No volvió a bajar al pueblo. De vez en cuando alguien la veía caminar por su jardín o mirar hacia el pueblo desde el balcón de su recámara en el segundo piso. Vestía siempre el mismo traje de novia que con tanto amor le había hecho su madre. Empezaron a llamarla “Doña Espuelas”.

Muchos años después, cuando todos los contemporáneos de su madre habían ya fallecido, y los de su edad se habían olvidado de ella, una tarde de mucho viento Voluntad bajó al pueblo vestida con el andrajoso traje de novia amarillento, cubierto de manchas multicolores, deshilachado en las costuras y en el dobladillo y con la cola larga en jirones que ya no podían ocultar las espuelas nudosas, oscuras como un lodazal, duras como un cuerno de rinoceronte.

Los niños del pueblo habían oído a sus madres amenazarlos con que iban a convertirse en una Doña Espuelas si eran voluntariosos. Cuando vieron a la vieja mujer caminar hacia ellos apoyándose en un bastón para balancear el peso de las espuelas, se le quedaron mirando. Al ver que los niños que no la conocían la miraban con temor, la vieja levantó el bastón para amenazarlos mientras les gritaba, “¿Qué miran chamacos asquerosos? ¿No les enseñaron sus padres buenos modales? ¡Lárguense, sabandijas!” En ese momento, un tremendo vendaval se le arremolinó en la falda y usando la cola larga como vela la levantó hasta la copa de una vieja ceiba que crecía en medio de la plaza y la dejó caer con la pierna izquierda sobre una rama y el pie derecho sobre otra. En seguida, un ventarrón más fuerte aún recogió una hamaca que Fulgencio López tenía en exhibición frente a su tienda y la levantó hasta colgarla de las espuelas de la vieja. Los hombres del pueblo intentaron bajar a Doña Espuelas de la ceiba sin lograrlo.

Lo último que supe fue que Voluntad está todavía a horcajadas en el árbol, quemándose bajo el sol del mediodía, mojándose con los aguaceros de la tarde y ensuciándose cuando los grajos vuelan sobre ella. Los vecinos la alimentan por compasión. Y en noches de luna llena el borrachín del pueblo le lleva serenata y los perros sarnosos de la calle le aúllan.

Cuando doña Beatriz terminó su historia, Carmen permaneció silenciosa durante un buen rato. Por fin levantó el rostro y, mirando a su abuela con timidez, susurró, “Creo que he sido mala y voluntariosa como Doña Espuelas. Abuela, si soy buena ahora ¿me crecerán espuelas en los talones?” Doña Beatriz abrazó a su nieta con ternura y acariciando su cabellera dijo, “¿Por qué preguntas eso, mi amor? ¿Es que acaso te duelen los talones? Déjame ver. Pon tu pierna sobre mi regazo.” Entonces doña Beatriz le sobó los talones en círculos mientras decía, «Ay, Corazón, siento algo aquí. Parece un pequeño chichón y tiene la piel áspera. ¿Has estado atormentando a tu hermano?»

 

 

 

 

Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

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