La sinfonía de los despertares, episodio 6: Ecos en la oscuridad. Almudena Cosgaya

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Dintel de Almudena

La sinfonía de los despertares, episodio 6: Ecos en la oscuridad

 

 

Por Almudena Cosgaya

 

 

El sol brillaba débilmente sobre la tierra, pero su luz no traía calor. Elisa, Gerardo y Nubia estaban de pie, contemplando la vasta extensión de la ciudad vacía. Aunque el portal se había cerrado, aunque el sacrificio se había consumado, algo en el aire seguía sintiéndose roto. El silencio no daba alivio; era más como una sombra pesada que envolvía cuerpos y mentes.

Algo había cambiado, y no solo dentro de ellos. Lo sentían como una vibración, una grieta invisible en la realidad que ahora conectaba sus conciencias. Mientras caminaban por las calles desiertas, sus pensamientos se entrelazaban sin que ninguno hablara. Era como si las paredes de sus mentes hubieran sido desgarradas, dejándolos expuestos, vulnerables.

―¿Lo sienten?

La voz de Nubia temblaba al romper el silencio, sus ojos brillaban con un miedo contenido. Ella había sido la más racional de los tres, siempre buscando respuestas, pero ahora no estaba segura de nada. Había algo flotando en el aire, una presencia intangible.

Elisa asintió lentamente, su mirada perdida en las ruinas que se alzaban a su alrededor. La ciudad, que alguna vez fue su hogar, ahora era un reflejo de su interior: derruida, despojada de significado. Cada paso se sentía como una marcha hacia el vacío, como si el mundo que hubiera sido suplantado por algo irreal. La conciencia es nuestra última esperanza, se repetía, pero las palabras sonaban huecas en su mente.

Gera, normalmente imperturbable, no podía ignorar la sensación en su pecho. Algo oscuro se retorcía dentro de él, un remanente del portal que había absorbido parte de su alma. En su mente, escenas del pasado volvían, distorsionadas, cargadas de culpa. ¿Qué habíamos despertado en el sacrificio?, pensaba, mientras su mano inconscientemente buscaba el cuchillo en su cinturón, como si pudiera cortar el aire a su alrededor para despejar las sombras.

De repente, el suelo bajo sus pies tembló levemente. Fue un movimiento apenas perceptible, pero lo suficiente para detenerlos en seco. Los tres intercambiaron miradas, el terror comenzando a apoderarse de sus corazones.

—No fue suficiente… —susurró Elisa, comprendiendo finalmente lo que sentían—. El portal no se ha cerrado del todo.

Antes de que pudieran procesar lo que Elisa había dicho, una figura emergió de entre las sombras de los edificios derruidos. Era alto, de proporciones humanas, pero con una presencia que parecía descomponer la luz a su alrededor. Sus ojos no eran más que dos pozos oscuros, insondables. Nubia reconoció a la entidad que había visto antes, la que les había advertido sobre el sacrificio.

—No fueron los únicos en hacer un sacrificio —dijo la figura con una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna. —La oscuridad tiene hambre… y nunca se sacia por completo.

La presencia de la figura se hizo más opresiva, como si el aire mismo estuviera conspirando contra ellos. Elisa retrocedió un paso, el miedo la atravesaba como un cuchillo. La conciencia es la última esperanza, se repetía, pero ahora entendía lo que aquello realmente significaba.

—No lo hicimos bien, ¿verdad? —Nubia habló con una mezcla de rabia y terror—. Pensamos que lo habíamos detenido, pero no hicimos más que alimentarlo.

Lágrimas bañaron su rostro.

—Perdimos algo y no fue para nada.

La figura asintió, lenta y ominosamente. —El portal no se cierra con un sacrificio físico. Es la rendición de lo que más valoran, de lo que los mantiene cuerdos. Sus almas están marcadas; ahora son parte del ciclo. No todo lo que pasa es al azar; por una razón, sus caminos están unidos.

Elisa cayó de rodillas, su respiración entrecortada. Los ecos de la batalla interior se intensificaban en su mente. No solo había perdido algo de sí misma, sino que había abierto una puerta que nunca debió tocar. ¿Cómo puede la conciencia ser la última esperanza cuando está siendo devorada?

Gera, que había permanecido en silencio, aún sostenía su cuchillo. Se acercó a la figura con paso lento, su cuerpo rígido, pero sus ojos reflejaban una determinación nacida del miedo.

—¿Qué quieres de nosotros? Nos quitaste todo… ¿Qué más podemos darte? Deja de jugar y sé claro, o voy a clavarte este metal en lo más profundo.

La figura se inclinó hacia él, su rostro sin rasgos reflejando el vacío que ellos sentían.

—Admiro la valentía humana; el calor de sus almas no se compara con nada. Los del abismo la admiran. Muy bien —dijo, mirando a los tres—. Ya me dieron lo necesario. Ahora les queda una elección: seguir adelante, marcados por el hambre de la oscuridad, o entregarse por completo… y desaparecer.

La palabra «desaparecer» resonó en el aire como un golpe de martillo, y por un momento, todos sintieron el peso abrumador de la elección que debían hacer. No era solo la oscuridad externa la que debían enfrentar; eran sus propias sombras internas, esas que habían comenzado a consumirlos.

Nubia, quien siempre había estado en busca de la verdad, sintió cómo la comprensión se abría paso en su mente, un doloroso despertar.

—No hay salvación, ¿verdad? No de la forma en la que creíamos.

La figura no respondió, pero su silencio fue suficiente. La verdad era aún más aterradora que la oscuridad: no había un final claro, solo un ciclo de sacrificios y elecciones que los llevarían cada vez más profundo en el abismo.

Elisa se puso de pie lentamente, su mirada ahora firme, aunque vacía.

—Si hemos sido marcados, entonces tenemos que seguir adelante.

Sus palabras eran un eco de su antiguo mantra, pero ahora cargadas de una aceptación resignada.

Gera y Nubia la miraron, y en ese momento entendieron lo mismo. No había vuelta atrás. Lo que habían desatado dentro de sí mismos no podía ser contenido ni erradicado. No eran los salvadores del mundo; eran las últimas notas de una sinfonía incompleta, condenados a vagar por las ruinas, buscando respuestas en la oscuridad que ellos mismos habían alimentado.

El precio de la supervivencia no era la vida… era el alma.

La figura se desvaneció en el aire, dejando a los tres sumidos en un silencio mortal. Las sombras se alargaban a su alrededor, y mientras avanzaban, cada paso resonaba en el vacío, como una sentencia que caía sobre ellos.

Ahora sabían que la verdadera lucha no era contra el portal, ni contra el cataclismo que había destruido el mundo. Era una batalla interminable dentro de ellos mismos, una danza con la oscuridad que nunca dejaría de perseguirlos.

La sinfonía de los despertares había comenzado, y no había fin a la vista.

 

 

 

Almudena Cosgaya descubrió su gusto por las historias desde niña; hacía fanfics de relatos ajenos, lo cual fue para ella un excelente entrenamiento para escribir luego sus propios cuentos, al darse cuenta de que en algunos de sus relatos de fanfic había creado un personaje que merecía su propia historia. Es autora de poemas y de prosa narrativa. En 2017 publicó su novela La maldición del séptimo invierno.

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