La experiencia literaria: reporte autobiográfico en cuatro puntos. Erbey Mendoza

La experiencia literaria: reporte autobiográfico en cuatro puntos

 

 

Por Erbey Mendoza

 

 

I

No es fácil ser un lector menor, uno holgazán: un lectorcillo. En el aparatoso mundo de las letras, los grandes lectores, los lectores serios, nos señalan. Leen a diestra y siniestra obras monumentales y nos juzgan por no seguirles el paso. En el mejor de los casos, los más piadosos nos miran desde las alturas llenos de compasión por nuestra triste falta de lecturas.

En algún momento de mi vida quise ser un gran lector. En lo que correspondería a una especie de adolescencia media o tardía, entre los 20 y 25 años, me impuse la tarea de leer muchos libros. Durante los periodos vacacionales universitarios, apilaba un montón de libros que leía de mañana, tarde y noche, acompañado de una petulante libretita donde anotaba los términos que desconocía, para luego consultar su definición (en un Larousse de letra ilegiblemente pequeña) y copiarla en la libreta. Muchos de los vocablos que copié no los he vuelto a encontrar en ninguna parte. Y hay otros, como “baladí”, que no he podido utilizar en una conversación seria con la confianza de que seré comprendido y no seré tildado de pretencioso o mamón.

Mientras duraban los semestres de la universidad, faltaba a clases el número suficiente de veces para no reprobar por faltas mientras me refugiaba en la biblioteca a seguir leyendo. Leí libro tras libro, de principio a fin, sin importar lo aburridos que fueran o si sus prefacios y estudios preliminares fueran insufribles.

La etapa terminó felizmente sin dejarme otra secuela que una leve aversión (o al menos una firme displicencia) hacia ciertas manifestaciones y corrientes literarias que, por respeto a sus ilustres autores, finados o no, no mencionaré. La paz sea con ellos.

Hoy leo menos, mucho menos, pero con calma. También releo más. Soy, por decirlo de alguna forma, más bien un relector. Y no espero más de mis lecturas y relecturas que ser un digno destinatario del mensaje en la botella.

 

II

Como ocurre tan a menudo, la lectura me llevó a la escritura y en esa etapa escribí a lo bestia. Es decir que escribía mucho y muy mal. Al paso de los años descubrí que para escribir bien se debe escribir mal muchas veces. Muchísimas. Entre más, mejor. En algunas ocasiones, a pesar de la práctica, no se llega nunca a escribir bien; sin embargo, al menos se aprende a no escribir mal, que ya es mucho y se lo agradecemos todos muy sinceramente a los autores.

Comencé a escribir poesía que, misteriosamente, puede ser la más fácil y la más difícil. Cualquiera puede escribir un poema decente, pero solo pocos pueden escribir verdadera poesía cada vez que escriben un poema. Con el debido adiestramiento se logra extirpar la tentación de utilizar clichés y lugar comunes. Si bien eso no garantiza la producción de un poema que arranque suspiros en quien lo lea, al menos evitará el empalago. No hay fórmulas para la buena poesía: solo trucos para evitar poemas que sean malos, o pésimos.

Intenté luego escribir cuentos. La lección que me dejó fue la firme creencia en la inteligencia narrativa, de la cual carezco. Es como contar chistes. No intento demeritar el talento literario de los narradores. Al contrario: siempre admiré a quienes saben contar bien un chiste. Hay quienes tomamos uno y nuestra forma de contarlo lo destruye, y hay quienes de un mal chiste hacen una fiesta. Hay en ambos, chiste y cuento, una naturaleza narrativa que los acerca y que nos aleja a quienes no pensamos la vida narrativamente.

Con el ensayo he mantenido una relación parecida a la de la amistad con una persona que respeto y admiro. A pesar del gran cariño, le hablo de usted. Mi queja con respecto al centauro de los géneros es para con el sistema educativo mexicano: no se enseña a los niños y a los jóvenes a leer y, menos aún, a escribir ensayos. A lo mucho se los expone al ensayo académico, primo estirado del literario. Octavio Paz ha dicho que Alfonso Reyes, nuestro gran ensayista, “al enseñarnos a escribir, nos enseñó a pensar”. De ser cierto, inculcar la lectura y la escritura de ensayos en nuestra juventud no podría tener sino resultados positivos.

Del teatro y la dramaturgia no tengo mucho que decir. Una vez hice teatro propiamente dicho. Es decir que actué. Y fue en un teatro, con bastantes minutos en escena. Agradezco a los organizadores del proyecto por la invitación. Lo disfruté mucho, pero no lo vuelvo a hacer. Mi lugar es el del espectador: el que aplaude emocionado desde su butaca.

 

III

En los últimos años, mis interacciones con la palabra literaria han servido a un fin más concreto e inmediato. Soy maestro de literatura o algo parecido. Y, por si fuera poco, percibo honorarios por ello. A mi parecer, es una forma menor de la promoción cultural. Una de las más gratificantes.

En mi labor docente, coincido con Philp Lopate cuando dice que enseñar a escribir siempre va más allá de simplemente enseñar a escribir: no hay nada más emocionante que seguirle la pista a una mente viva y genuina en su camino sobre la página en blanco, explorando territorios inexplorados.

 

IV

Hay una ruta lateral de acceso a las belles lettres que conduce directo a sus más recónditos misterios. Una aproximación en la que uno es, en palabras de Rosario Castellanos, “un súbdito ambicioso que aspira, fundamentalmente, a usurpar”: uno se disfraza del autor, lo encarna, y duplica sus gestos y sus entonaciones desde la distancia que impone la admiración.

Pocas formas de entrar a la literatura dejan tan claro que la literatura no se escribe con el lápiz, sino con el borrador. Que la literatura, como propuso Arreola, no es otra cosa que unas tijeras. En 1932, Borges nos lo dijo: “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”.

Traducir literatura, y enseñar a jóvenes a hacerlo, es constatar felizmente que un poema es muchos poemas. Que la experiencia literaria está en la apropiación de las palabras que alguien más escribió. Traducir es sacar las tijeras y el borrador para intentar descubrir de qué está hecho el monumento. Es destapar el reloj y retirar uno a uno sus diminutos engranes y, una vez rearmado el reloj, construir uno parecido con materiales distintos y verlo, en silencio, dar la hora como si nada.

 

 

 

Erbey Mendoza es doctor en filosofía por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH. Entre sus publicaciones están La expedición punitiva: reporte del General Mayor John J. Pershing (traducción, UACH, 2014), dos poemarios: Entorno de los días, con Víctor Córdoba (ICHICULT, 2016), y El destino en un sombrero, con Norma Luz González (UACH, 2019), además de algunos artículos de investigación en revistas nacionales e internacionales. Actualmente es miembro del Cuerpo Académico Estudios Humanísticos de la Cultura, del Sistema Nacional de Investigadores, y de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios.

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