Los dioses del Crucero Sur. Jaime González Crispín

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julio de Jaime

Los dioses del Crucero Sur

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Amelia siempre ha dijo que la rutina tenía cara de perro. Este día le parecía tan igual a otros, tanto que, siendo martes, ella lo encontraba como si fuera jueves. Pero los dioses ordenaban que su rutina se rompiera.

Eligió entre el pantalón azul y la blusa blanca; la mascada gris y la de bordados oaxaqueños; zapatos negros de piso, saco de paño y cuello alto.

Vivía con su madre artrítica, a la que cuidaba con pastillas de ilusión, masajes y brebajes para paliar los males. Amelia soltera, cuarentona, empleada federal en una biblioteca para niños; lo ordinario de sus formas físicas lo compensaba con su fino trato, por más que arrastraba desde joven el trauma de haber visto morir a su padre.

Con Amelia viajaban cada día sus anhelos juveniles de grandeza; sueños sin placer, besos no dados, sábados húmedos y domingos de tedio. En el retrovisor, colgados, iban las humillaciones que traen pegadas las prótesis; en el tablero arrinconaba las voces de pobrecita o de pinche chueca que a su espalda le endilgaban algunos.

Aplicó en el rostro un poco de maquillaje, delineador en los ojos, un suspiro de perfume y salió a su trabajo en su Jetta blanco. Manejando pasó como cada mañana los tres semáforos por la avenida, hasta los bordos reductores de velocidad que estaban frente a la unidad deportiva, a unos metros del Crucero sur. Conocía bien el camino de su casa al trabajo; cada mañana lo recorría en veintiocho.

Pero esta mañana en el Crucero sur estaba un auto obstruyendo el paso: un hombre estaba dentro. Amelia buscó eludir el coche y continuar, pero el hombre movió el miniauto evitando que el Jetta avanzara.

Detrás de Amelia llegaron más coches con el mismo rumbo y la misma prisa. Nadie protestó, o no en voz alta; todos saben que es peligroso sonar el claxon: circulan historias de baleados en la calle por apurar a otros con la bocina. Algunos conductores de la fila se echaron en reversa, buscando salidas alternas. Amelia también.

Del auto bajó el conductor, pistola en mano. Caminó hacia los que intentaban irse, amenazándolos alternadamente. Todos quietos.

El tipo se encaminó hasta el auto de Amelia, el más próximo, y ordenó con señas que saliera. La mujer acomodó las varillas de su prótesis y procedió a bajar del compacto.

─Que salgas, puta madre ─gritó, iracundo, el tipo. Ella obedeció, rengueando

A empujones fue conducida hasta el espacio entre el Jetta y el auto atravesado. De un empeñón obligó a la minusválida a hincarse, siempre encañonada.

─Reza ─le gritó─ reza, porque te vas a morir.

El tipo caminaba de un lado a otro, nervioso, y volviendo al grito, para que todos escucharan, diciendo:

─Me tienes hasta la madre ─refiriéndose a Amelia─ hasta la chingada; en la oficina ella se ha encargado de que yo no pueda hablar con el jefe, y tiene bloqueado mi expediente, y mi ascenso no llega ─vociferaba.

Se movía agitado mientras movía la pistola en su mano derecha.

─¿Qué les importa mi divorcio?… ¿qué tiene qué ver mi vicio?; pero hoy se va a morir ─advertía. Luego a voz de cuello anunció:

─¡Porque yo soy dios!

Abriendo la vocal o y apuntando al cielo, gritó su arenga:

─Dioooos, óiganme bien, dios en la tierra.

La mujer balbuceó que ella no era, que ni siquiera lo conocía.

Otro fuerte empujón la hizo rodar por el pavimento. El desquiciado apuntaba a todos con el arma, en abanico.

Amelia sintió el dolor; lloraba más por su destino escrito en avatares de la violencia, de autos, calles y viciosos; trató en vano de rezar alguna oración, pero irónicamente solo recordaba títulos de libros infantiles.

Sin saber cómo ni de dónde, una fuerza le llegó repentina. Ya no pensó con claridad y le dio por ponerse de pie, decidida, como elefante herido; sus ojos anegados fueron del tipo que la amenazaba, a su auto que la esperaba con el motor en marcha y la puerta abierta. Avanzó, lenta, pero decidida. Al verla, el empistolado gritó, otra vez, pero Amelia no hizo caso. Arrastrando su miedo, su luto no resuelto, un paso, dos, tres, continuó hasta que sonó el disparo.

La mujer se aferró a su prótesis; respiró profundo. Al no sentir ningún nuevo dolor, al no ver sangre, intuyó que seguía viva, que el tiro había sido al aire; y prosiguió hasta su coche que la aguardaba. Él fue hasta la mujer y antes de que entrara al compacto le metió el cañón del arma en el cuello. Silencio. Solo la respiración de ella y el aliento de él. Ella lo encaró con los dientes apretados y la mirada iracunda, llena de me vale madre, de haz lo que te dé tu gana; pensando: dispara, cabroncito, atrévete. El tipo vio a la mujer, su rostro, sus ojos y midió su agitada respiración. No sabiendo qué hacer, se alejó de ella, se arrancó la corbata, encogió los hombros, repetidamente, dando vueltas en círculos, con aires de falsa magnanimidad.

─Está bien, está bien, te perdono; ¡vete, vete… y ustedes también! ─señalando, y gritando a los varados en la fila de autos.

Dio la espalda y enfiló hacia su carro, despacio, dueño del planeta, amo del crucero sur.

 Amelia entró a su auto, se sentó al volante; vio al extraño, entre el rímel corrido y lágrimas color impotencia; lo miró caminar amplio, orondo, suficiente.

 ─Ahora verás quién es dios ─pensó la chica en voz alta.

Cerró la portezuela, acomodó las varillas de su prótesis y tomó aliento; con su mano derecha ubicó la palanca del automático en la “D”, retiró el pie del pedal de freno y aceleró, aceleró, aceleró.

El dios del Crucero Sur cayó abatido entre su propia miseria; sin Marías ni Magdalenas que le llorasen; sin Barrabás ni Gestas a sus flancos, y sin la promesa de resucitar en tres días, en tres meses, ni en tres siglos.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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