Foto Pedro Chacón
Cantos y alabanzas
Por Jaime Chavira Ornelas
Sonidos extraños se escuchan lejos, no puedo identificar de dónde, son como cantos y alabanzas. Estoy en la parte baja del arenal, es parecido a una trinchera, pero con techo y puerta; los ruidos siguen como si fueran gritos de auxilio, veo por la ventana y solo se ve el campo seco. En el cielo flota el polvo diurno, me siento en el banco que me dejo Lito, agarro un pan y lo mojo en el café para que se le quite lo duro. Siguen los cánticos y siento cómo bajan el pan y el café por la garganta, ávida de alimento. Veo pasar dos cucarachas peleando una migaja de pan duro. El ruido cesa y solo escucho el aire.
Salgo y subo la barricada, me espera un día muy atareado, camino rumbo al galerón donde están los peones, cuatro muchachos callados y curtidos por el frío y el calor. El Líder (es su sobrenombre) es el jefe del grupo, llego y les digo lo que hagan: como hormigas arrieras salen con palas y talachos cavan hoyos para los cimientos de un disque observatorio, o laboratorio; por mi parte agarro el cántaro, los frijoles, café, tortillas y sal, pongo todo en una viaja carrucha, la coloco bajo el tejabán, enciendo una lumbrada para poner el comal. La poca leña que hay se consume rápido y le grito al Líder que traiga más, en pocos minutos me trae suficiente.
Ellos siguen jalando, veo pasar unos cuervos graznando, señal de que pronto volverán por las migajas de lo que se caiga al suelo. El sol ya cala y solo se escucha el ruido de las palas y los talachos. Veo que están cavando fuera del perímetro que les indiqué y me subo a la piedra bola, les grito que deben darle más a la derecha porque se están saliendo del perímetro, solo voltea el Líder y les indica que corrijan la línea.
Ya los frijoles están hirviendo, el café también, las tortillas listas. Les grito que vengan a desayunar. Llegan en fila y en silencio se sirven; nos comemos hasta la última tortilla y el ultimo caldito. Luego siguen cavando y veo en sus rostros la esclavitud que cargan desde sus ancestros, la maldición de la bendición de ser nativos con sangre noble y primitiva y vivir con el estigma de la historia; son hombres que aman, odian, respiran y sangran por la humildad de su casta. Viven el día sin reclamar nada, sin pedir clemencia ni renegarle a la miseria.
Termina la jornada y de nuevo estoy en esta trinchera viendo por la ventanilla el cielo estrellado y su indiferencia, el viento caluroso que agranda mi soledad, un viento burlón y vivo me presume su libertad, viene y va a su antojo, entra y sale por cualquier rendija y se aleja plácidamente y yo solo me quedo atónito viendo su majestuosidad.
Enciendo el quinqué, la estufa de leña me recuerda cuando quise prenderle fuego a la biblioteca donde trabajé por años, leí tanto y a tantos locos de la letra que llegué a pensar en juntar dinero para viajar y prenderles fuego a todas las bibliotecas de mundo para exterminar la literatura, pero cuando estaba por iniciar el fuego pensé en todas la imprentas que conciben libros, todos los libros infantiles y educativos, en los comics, en la poesía, en las ilustraciones de los grandes maestros y tanto libro que nos agranda el alma y nos libra de nuestros malos días, la literatura como un gigante de buenas nuevas, de mejores tiempos. Aquel día apagué el fósforo y arrepentido me alejé y viene a esta trinchera en medio del desierto para sentirme libre del pensamiento filosófico, del por qué o para que. La duda.
De nuevo se escucha el ruido que viene de no sé dónde, pero ahora es más fuerte salgo al arenal, la luna es brillante y puedo ver a lo lejos siluetas humanas que caminan hacia la cañada del coyote. Trato de alcanzarlos, el sonido me estimula y ahora puedo adivinar donde se origina.
Ya en el camino de la Cañada del Coyote pierdo de vista al grupo, pero después de caminar otro trecho los veo de nuevo. El sonido ensordecedor me quita concentración y los pierdo de nuevo.
Llego al extenso terreno donde se construirá el observatorio y las siluetas desaparecen en el Oasis del Castor, es de donde viene el sonido de cantos y alabanzas.
Me acerco sigiloso por no saber quiénes son ni que hacen aquí, de pronto el sonido cesa y las siluetas hincadas, con los brazos extendidos al cielo y yo asombrado por la situación me quedo paralizado: siento una fuerza que me detiene y hace que me eche rostro a tierra. Puedo sentir la tierra en mi boca y la saboreo, algo me obliga a no levantar el rostro. No es doloroso o incomodo, todo lo contrario, por alguna razón siento una profunda tranquilidad.
Despierto y ya está amaneciendo, estoy acostado en medio del camino que lleva al pueblo, hay una quietud por el amanecer rojizo y me siento contento, no sé por qué. Me levanto y me siento energético, fuerte, no veo a nadie a mi alrededor y estoy confundido pues no puedo discernir entre la realidad y esto que me está pasando.
Todo parece muy distinto desde que caí en tierra, las siluetas y los cantos ahora se oyen tan distantes e irreales, camino rumbo a la cañada y veo a lo lejos al Líder, que me hace señas.
Corro hacia él y le pregunto que dónde andan los demás. Se encoje de hombros y me dice que no encuentra a ninguno y que por qué ando tan temprano por este lado. Le digo que hay que terminar de cavar y que debemos de encontrar a los muchachos.
Me siento ansioso, veo las cavidades como hocicos abiertos esperando su alimento, la imagen es apocalíptica pues parece más una destrucción que una construcción. El Líder limpia, recoge, llena carretillas de tierra y las lleva al arenal, yo por mi parte trato de cavar, pero la tierra es dura y mis fuerzas son mínimas, ahora comprendo a los obreros y me pregunto ¿de dónde sacan fuerzas para durar tantas horas cavando y cavando?
Se siente un viento ligero del sur, unas grullas pasan volando y el viento es más fuerte y terroso, sigo cavando, pero sin logar gran avance, tiro el talacho a un lado y todo me parece no tener sentido
¿Dónde quedo la vida? ¿Qué hago aquí cavando agujeros en el desierto? ¿Por qué no soy agradecido y humilde de corazón? ¿Por qué abandoné lo poco que tenía?
El viento es ahora más fuerte y densa la tolvanera, no veo ya al Líder. Le grito, pero ni yo mismo me escucho, camino hacia la trinchera, pero no sé dónde estoy. El viento me arroja al suelo y solo puedo arrastrarme, llego hasta el arenal y entro en la trinchera, esto ya es un huracán. Se oye que el viento gime afuera tratando de destruir todo a su paso; la trinchera cruje y el tejaban sale volando, la ráfaga enfurecida entra y arrasa todo.
Me tiro en un rincón y siento cómo los miles de tentáculos del viento tocan mi cuerpo. Escucho cantos y alabanzas y veo las siluetas hincadas con los brazos al cielo, son mis muertos, los muertos que se fueron hace muchos años, mi padre, mi madre, mi hermano, mis abuelos son esos muertos que rezaban piadosos el rosario y que cantaban alabanzas pidiendo misericordia y perdón.
El Líder me levanta y me dice que ya paso el huracán, subimos al arenal, caminamos rumbo al pueblo y asombrados vemos que no hay un solo hoyo, todo cambio, ahora es un panorama devastado. El líder me coje del brazo y me dice que por favor ya no coma bisnagas.
Me avisaron que la obra se cancelaba, nos pagaron y, como si nada hubiera pasado, empaco lo poco que tengo, me despido del Líder y de los muchachos.
Ahora sentado aquí en el cruce de caminos no sé a dónde ir. Es un día soleado y un sueve viento sopla del sur, huele a bracero combinado con hierba, en el alambre de la cerca se para un pájaro azul con el pico rojo, abre y cierra las alas y silva un sonido agradable, emprende el vuelo y pasa muy cerca de mi cabeza, lo sigo con la mirada y poco a poco desaparece. Veo a lo lejos caminos que se pierden también y me recuerdan las malas decisiones que he tomado en mi vida y que así se perdieron. Fueron tantas, pero ahora aquí sentado en el cruce de caminos me perdono, me perdono por no haberme perdonado antes, por haber vivido lleno de remordimientos, me perdono por haber huido de mí mismo, por haber actuado sin prudencia, por haber abandonado el amor y la libertad, me perdono por no ser un hombre justo, me perdono por ser lo que nunca quise ser y este perdón me da la libertad de perdonar todo lo que me ha hecho daño, perdono para ser perdonado.
Ahora voy a enfrentar el futuro que está detrás del horizonte, volveré al punto de partida para empezar renovado, juntaré los pedazos que dejé en el camino y los arrojaré a una hoguera llamada vanidad.
El autobús entra en la ciudad y no la reconozco, después de tantos años ha cambiado mucho, la modernidad llegó. Después de una hora llego a casa y aquí la modernidad ni siquiera se asomó, todo está más viejo, el barrio luce triste y abandonado, la puerta está como la dejé hace doce años, las dos cadenas y sus candados, los tres cerrojos siguen cerrados.
Abro la puerta y la avalancha de recuerdos me ahogan, se escuchan risas y gritos, el sonar de los cubiertos contra los platos, la música del tocadiscos y las noticias del radio, mis hijos pequeños jalándome el pantalón para que les compre dulces y ya grandes diciendo que se quieren ir de la casa, mi esposa saliendo por la puerta sin despedirse.
Todo está igual, pero con una gruesa capa de polvo y telarañas, camino al patio trasero y los tres arboles están a medio morir, la hierba lo cubre todo, huele a tristeza.
La quietud me indica que sigo aquí en el polvo y la hierba, en los muebles viejos y en los árboles, en cada pared, en cada rincón. Nunca me fui, creí haberme ido, pero solo se fue mi cuerpo. El alma y el espíritu permanecieron, por eso puse cadenas, candados y cerrojos.
Entro a la recamara y aún queda olor de esposa, ese olor a carne alegre y limpia. Me siento en el sillón y me duermo, escucho de nuevo los cantos y alabanzas que me arrullan y me calman.
Despierto y ya es de noche. Me incorporo y abro las ventanas, entra el aire y se lleva los olores viejos que no querían irse, la luz de la luna llena penetra y puedo ver mejor por donde camino.
Salgo a la calle y el barrio ya no me parece tan abandonado, la luz mercurial le da una perspectiva; en la esquina está la tienda de abarrotes y algunos niños aun juegan en la calle. Veo el reloj y son las nueve veinte pm, camino a la tienda y compro tres piezas de pan blanco, dos conchas y un litro de leche, no reconozco al tendero y le pregunto por don Poncho; el joven dice no saber de quién hablo y me da mi cambio. Me ceno el pan, sacudo la cama, me acuesto y de nuevo me quedo dormido.
El sol me despierta temprano, salgo para arreglar lo de la luz y el agua. Regreso con la promesa de que me instalaran todo a más tardar mañana. Saco bolsas para la basura y me pongo a limpiar y a cortar la hierba. Son las seis y media pm y he juntado doce bolsas de basura y aun no puedo terminar, pero no me siento cansado.
Saco una silla a la calle y me siento a descansar en el fresco de la tarde, unos niños juegan futbol y su algarabía es contagiosa, la infancia es la edad ideal para conocer la felicidad. Varios pajarillos están esperando el atardecer, parados en los cables. Me pregunto qué sentirán o qué su instinto les aconseja, se nota que están atentos al horizonte y saben que pronto vendrá la noche.
Cayó la noche y los pajarillos volaron rumbo al sur. Un vecino llega a su casa y lo saludo, se acerca, recuerdo su nombre y él recuerda el mío. Saco otra silla y nos ponemos a platicar como si no hubieran pasado doce años sin vernos.
Me despierta el sol temprano y mi objetivo para hoy es encontrar trabajo, a mi edad nadie querrá contratarme, pero no me importa, visitaré conocidos a ver qué pasa.
La ciudad ha crecido y con ello el ruido; no encontré a ninguno de mis conocidos y en el periódico salen empleos, pero solo contratan hasta cincuenta y cinco años. Un señor me aconsejó que fuera a los supermercados porque ahí contratan adultos mayores como empacadores. Fui a uno cerca de mi casa y me quedé a trabajar.
Regreso, son las siete pm, traigo doscientos ochenta y tres pesos en la bolsa, no lo puedo creer: conocí gente amable y alegre a sus más de setenta años, fue algo extraño: más que un trabajo es una enseñanza.
Llegue cargado de energía, ceno frijoles con tortillas y el café me sabe riquísimo, me acuerdo del Líder y los muchachos, pero se me hace como algo irreal, un sueño triste: la pobreza extrema, los rostros curtidos, manos agrietadas. Muy jóvenes pero viejos en la mirada.
La trinchera y el arenal se quedan en mis recuerdos: los pobres siempre estarán entre nosotros, son corazones fuertes y sinceros, niños, hombres y mujeres destinados a esperar la justicia divina.
Pasan días, semanas. Me estoy adaptando a mi nuevo yo, mi cuerpo ya traqueteado me duele aquí y allá pero cada día tengo más fuerza espiritual. En los atardeceres escucho cantos y las alabanzas.
Sé bien que solo están en mi cabeza, pero me agradan. En la noche veo las figuras con sus brazos hacia el cielo dando gracias.
Jaime Chavira Ornelas es un sobreviviente de la desintegración familiar; estudió comunicación y manejo de negocios en el Colegio Comunitario de Maricopa en Phx. Az USA; tiene diplomados en exportación, importación y manejo de aranceles por Bancomext, también varios cursos de inteligencia emocional y lingüística. Trabajo para empresas a nivel gerencial. Actualmente es pensionado por el IMSS. Escribe cuentos cortos y poemas ácidos.
Wow!! Buena historia, un poco larga pero interesante!