Izta. Patricia Ramírez García

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Izta

 

 

Por Patricia Ramírez García

 

 

Primer día

3, 940 metros de altitud

Mi cuerpo se clava como estaca en la tierra, el peso marca mi espalda y el ritmo en que avanzo.

Tres pasos y hay que recomponer el aliento.

Mi vientre se hincha de gas sin salida, síntomas de andar a la altura de las nubes.

 

Camino y solo existe el ritmo de la respiración, el día y la noche y la ruta a seguir.

Me acompañan extraños con un mismo sueño y diferentes motivos.

Tres pasos y mi corazón se acelera.

Flores con apariencia prehistórica en rosa mexicano aparecen de vez en vez.

El precipicio se acerca y la neblina desvela en tonos grises la montaña, violetas oscuros y gris profundo.

Ya no hay flores solo una precaria vereda y un viento helado. Voy última tan solo con el guía.

 

Tres pasos y paro, el paisaje es sublime, reconozco mi paso y lo asimilo, no es el de una veinteañera, sin embargo, es constante y mi mente no duda ni desespera.

 

El mal de montaña aparece y no tarda en hacer de mi cuerpo lo que quiere, aun así, lo mantengo en movimiento.

Tres pasos más y encuentro una roca en la cual descansar. El sonido de una voz a lo lejos me motiva a seguir.

 

4, 750 metros de altitud

Los cuervos vigilantes en un pico frente al camino me han dado la bienvenida al campamento cerca a el refugio del tercer portillo

Ya libre de carga es necesario desahogar el cuerpo, aun así no encuentro alivio a mi malestar, la cabeza me aturde y la náusea no me permite mover ni tener claridad en mis pensamientos.

 

La noche llegó rápido, no recuerdo si vi estrellas.

Pero sí recuerdo el vómito que llegó de golpe tan solo poner la cabeza en el sleeping y el alivio que mi cuerpo y mi ánimo sienten.

Mi descanso es perfecto a pesar del cansancio, el frío y el olor nauseabundo que se acumuló en la tienda.

 

Segundo día

Dos de la mañana, es la única hora que tengo presente

La madrugada nos regala un despertar nevado, Javier, el guía, dice que es raro que la nieve caiga hasta el campamento, es el regalo que me ofrecen los dioses de la montaña.

Asomo los pies fuera de la tienda para colocar los crampones.

Pan con Nutela y un shot de cafeína para comenzar el ascenso.

Hoy voy ligera, solo con una mochila de ataque. Me siento veloz en comparación del día anterior.

 

Apenas alcanzo a ver lo que la linterna en mi cabeza puede alumbrar.

 

Los crampones en mis pies a un paso se hunden en la nieve y al otro rechinan el metal contra la roca.

No hay fondo ni base, mucho menos cima a la vista.

 

He dejado atrás la cruz de Guadalajara y avanzó lento por la primera Rodilla. Llevo en una mano el piolet y en la otra el bastón, un segundo de descuido y mis pies resbalan. Apenas alcancé a clavar el piolet en la nieve y encajar los picos del crampón. El miedo se apodera de mí, sentí que caería flotando en el infinito para después ser estrepitosamente succionada.

 

 Mi cuerpo se resiste a avanzar.

 

El tiempo se detiene, aliento y pensamiento también, permanecen anudados en la boca de mi estómago, paralizados, sostenidos, vulnerables y precarios

Nada existe, solo la necesidad de escuchar nuevamente mi respiración, uno dos tres inhalo, uno dos tres exhalo.

Me obligo a dar los siguientes tres pasos por la pendiente. A kilómetros de ahí tintinean las luces de la ciudad

 

Le Bretón habla del ser adormecido, si el mío lo estaba, acaba de despertar.

 

La neblina se disipó solo por unos minutos en el Glaciar, al fondo a mi espalda está el Popocatépetl con su blanca fumarola. Estoy rodeada de un paisaje exquisito, profundamente blanco con ligeras sombras violetas y suaves formas que recortan la silueta de la montaña. En mi mente no tengo duda de que llegaré, solo necesito seguir caminando, no hago ningún descanso largo, trato de mantener el ritmo y no parar, tomar largos descansos me corta el ritmo y me es difícil volver a encontrarlo.

 

La mente toma nuevamente el control paralizando mi cuerpo en la Arista del Sol, mi crampón derecho se desata, no puedo caminar, tengo pavor a agacharme y caer por la ladera. Estoy asustada y el grupo que viene bajando comienza a presionar para que despeje el paso. Javier, el guía que viene liderando el grupo de avanzada, que ya va bajando llega al rescate, me ata nuevamente los crampones usando un tono de voz suave y pausado diciendo que lo estoy haciendo muy bien y que falta muy poco para la cima, mis lentes se empañaron por unos momentos, los retiro de mi rostro, el reflejo de la luz es cegador aun con el sol cubierto de nubes. Sentí ajustados los pies, recobré el control. Estoy lista para recorrer el último tramo a la cumbre de la madre de las montañas en México, aquella que duerme serena y plácida, la eterna enamorada de Popocatépetl, la bella Iztacíhuatl, la tercera montaña más alta en el país.

 

5, 230 metros de altitud

 

Ocho y media de la mañana, 25 de septiembre. Nada vi en la cumbre. La niebla cubre todo alrededor, 15 grados bajo cero, un compañero tiene pequeñas bolitas de nieve en la punta de las pestañas, yo apenas siento mis dedos y mis cachetes están a punto de reventarse en minúsculas partículas para flotar en otra dimensión. Estoy viva, más viva que al inicio. Siento las pulsaciones bajo la piel, la sangre irrigando mi cuerpo, la respiración tranquila y fuerte, mi corazón en el pecho, no quiero moverme, existo sin más. Mi cuerpo poco a poco sale del trance en el que se sumergió por el ritmo y el esfuerzo para llegar hasta aquí. Aunque no quiero.

Según los requerimientos de evidencia social, si no hay foto no estuviste ahí, por lo que he de integrarme a la algarabía de las fotos, los abrazos, las porras a quien apenas va llegando, aceptar los halagos de mujer chingona, brindar, dar más abrazos y más besos. Estoy en la cumbre.

 

Todo montañista sabe que llegar a la cumbre solo es la mitad del trayecto. El regreso hasta el campamento sigue siendo lento, la altura aún causa estragos, el cuerpo, aunque sienta cierto placer en el agotamiento, ya no reacciona igual y lo mejor es tomarlo con calma, mantener la concentración, lo recorrido en dos días de regreso se realiza en uno solo.

Ya es de día y puedo ver el paisaje, las rocas, la altura y mi mente fatídica puede relajarse, es como una meditación, pero en movimiento, no hay pensamientos, todo es simple, sin complicación, solo contemplo la belleza del lugar y del momento. Es perfecto.

 

Uno, dos, tres sigue siendo mi ritmo para caminar.

 

 

 

Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México y publica relatos en redes sociales.

1 comentario en «Izta. Patricia Ramírez García»

  1. Ah un gusto leer otra historia de esfuerzo arduo que vale la pena. Gracias por compartir la verdadera experiencia, la realidad real cómo se diría de una montañista. Es refrescante leer el paso a paso de lo qué pasa en cuerpo y mente aunado a la descripción del hermoso paisaje que está ahí para admirar. Felicitaciones por un logro más y a seguir caminando!

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