Julio de Jaime
Laúd
Por Jaime González Crispín
Para el agente Carpizo no había almohada suave ni ladrillo duro en donde posar su cabeza para poder dormir, dormir, dormir, sobre todo desde participó en la muerte de estudiantes del Centro Universitario de Laudería.
Desde entonces Carpizo, de sonrisa dura y mecha corta, recorría la geografía de su cama en busca de un mejor puerto, el del sueño, acompañado solo por una vieja conocida: la droga.
El llamado de aquella tarde- noche en el que les alertaban a su pareja y a él que hombres armados rondaban la calle Alamedas, cerca del domicilio de un juez víctima de amenazas, los hizo a Quevedo y a él acudir de inmediato. Llegaron sin encontrar a nadie; revisaron la zona, comprobaron que no había peligro, y reportaron el hecho, vía teléfono celular.
Entonces los vieron.
Eran tres chicos de mezclilla y playeras con mensajes en inglés. Caminaban despacio como si el futuro no fuera su problema, cada uno llevando el estuche de su instrumento de estudio –violín, laúd, guitarra–, reían en bajo volumen tarareando tonadillas, empleando para ello el do re mi fa sol.
─¡Alto! –gritó Carpizo.
─Son estudiantes de Laudería –previno Quevedo.
─¡Alto! –repitió el otro.
Los muchachos no atendieron la orden, jamás pensaron que el asunto fuera con ellos. Carpizo pistola en mano los alcanzó, exigió que abrieran los estuches, empujado por los residuos de su vicio y por lo que él consideraba una burla a la autoridad. Quevedo intervino pero el otro, irascible, fuera de control, disparó sin más, una y otra vez.
Lo demás es historia. Marchas universitarias de protesta, paros, plantones, exigencias de Justicia.
Carpizo fue detenido.
Cada noche, y aun en pleno día, el agente ha estado escuchando ruidos en el closet de su departamento de encierro. Lo peor ha sido que cree escuchar música. El asesino con placa estaba a centímetros de perder el juicio, solo lo salvaban las rayas de polvo que inhalaba del cristal de un taburete.
Hoy, sin embargo, los ruidos y el rasgueo habían sido más claros; el policía determinó enfrentarlo. Pistola en mano fue hasta el armario. Abrió la puerta y entonces vio al muchacho con playera y jeans azules, sentado y despreocupado, entre sacos y camisas que pendían. El chico pulsaba su laúd, el mismo que Carpizo había tomado de entre las pertenencias del muerto pensando en que lo extraño de sus formas y contornos serían un buen toque de decoración.
El chico abrazaba su laúd, ajustando las clavijas cónicas, con su oído muy del diapasón de ébano, el pecho pegado a la media pera de resonancia, buscando un mejor sonido, procurando su afinación. Los dedos izquierdos, plomizos ya, recorrían los trastos oprimiendo las cuerdas con las yemas casi óseas, la mano derecha sin púa ni plectro rasgaban con habilidad los grupos de seis cuerdas dobles, como maestro joven, emitiendo un suave sonido.
Carpizo turbado culpaba de la visión al insomnio, las drogas, todo.
─ ¡Chinguen su madre, putos! –gritó, largo y grave.
El muchacho del laúd seguía ahí, como ausente, leve fantasma, tocando pautas de los maestros Ragossnig y Lislevand.
─¿Quién eres? ─preguntó el vicioso. Nadie respondió.
─¡Que quién eres, chingado, dime o te mato!
El joven lo ignoró, mientras el jenízaro bramaba trémulo. Suspendió breve y dijo, levantando sus cuencas vacías, aterradoras:
─No puedes matarme otra vez –y continuó con su concierto, extasiado.
Carpizo levantó los brazos. Caminó en círculos gritando como poseído, con los ojos sin rumbo y sin ápice de juicio. Fue e inhaló, de cualquier modo más del polvo que tenía exprofeso. Luego de inhalar, decidió resolver sus problemas:
Un tiro en la sien.
Ahora Carpizo al fin duerme, pero dudo mucho que descanse.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.