Los años perdidos. Luis Nava Moreno

Los años perdidos

 

 

Por Luis Nava Moreno

 

 

—No me lo van a creer, pero yo traje perdidos unos años.

Era la voz del Borrado, se expresó como hablándole al vacío. Para nada los miró a los ojos, ni siquiera volteó. Luego de su declaración, se quedó observando la calle vacía, llena de sol, árboles, sombras, silencio. Mario y yo nos miramos con una complicidad entre el asombro y la burla.

—No sé si te acuerdes, Mario, pero de muy chamaco me fui al otro lado, y no regresé sino cuando unas personas de por acá, que me encontré de pura casualidad, me informaron que habían muerto mi papá y mi mamá: eran toda mi familia.

Se dirigía a Mario porque Mario y su familia eran oriundos de este pueblo, familia de panaderos. El papá y uno de los hijos conservaban la tradición con La Espiga de Oro. Mario también trabajó con ellos y aprendió el oficio, pero le gustó más la fotografía. En cuanto pudo, improvisó un estudio fotográfico en unos cuartos de adobe que rentó: dos pequeñas habitaciones que ha ido vistiendo poco a poco; en una, con puerta a la calle y con ventanas, acondicionó la recepción donde estamos ahora; en la otra, sin ventanas, están el tripié, la cámara, dos reflectores, una sombrilla y, en un rincón, el cuarto oscuro.

—Cuando llegué, dos años y siete meses después del fallecimiento, según me dijeron, en cuanto me bajé del camión me puse a caminar rumbo a la casa de mis papás, como si alguien me fuera a estar esperando allí. Lo que encontré fue una casa abandonada: puertas y ventanas cruzadas con tablas, los vidrios rotos, la hierba crecida. La soledad de aquella casa que legalmente no tenía dueño, como después me enteré, me hizo sentir ganas de vomitar, y eso que andaba en ayunas.

 

*

 

Yo no conocía al Borrado, era la primera vez que lo veía. Un hombre cuya edad me resultaba difícil de calcular, porque si bien su cuerpo era delgado, de fibra, con miembros proporcionados y fuertes, su rostro tenía la piel pálida, casi translúcida, labios estrechos, sin bigote, la nariz fina, las orejas transparentes y el cabello abundante, opaco y de color castaño claro. Un rostro delicado, etéreo, como el de algunos óleos religiosos del virreinato; sin embargo, tenía unas arrugas profundas en la frente, a los lados de los ojos y en la nariz hacia debajo de las comisuras. Unos ojos redondos cuya mirada parecía no ser capaz de fijarse en los objetos ni en las personas. Pese a su complexión vigorosa, caminaba con torpeza y daba la impresión de estar cansado. Por no dejar, aventuré un cálculo: debe andar entre los cuarenta y los cuarenta y cinco.

—Rumbo a la presidencia municipal me encontré al Perico. Él me reconoció, no sé ni cómo, aunque ya ves que, según cuenta, tomó un curso de detective privado por correspondencia, ha de haber sido por eso (se ríe). Se ofreció a acompañarme, pues conocía al güero Maldonado, que en aquel tiempo era presidente. Lo malo fue que el güero, como tenía apenas tres meses de haber entrado, no sabía nada; le dijo al Perico que le diera un tiempecito para conocer bien del asunto, pero que por lo pronto fuera a platicar con don Terencio Zubiate, quien, como era de su conocimiento, aparte de haber sido juez por 35 años, aún se encargaba de litigios y sabía más de movidas y trucos que los nuevos leguleyos. Por lo pronto, y en calidad de mientras, el Perico me invitó a quedarme en su casa, ya ves que vive solo, nunca le dio por el matrimonio.

Don Terencio vivía frente a la placita principal del pueblo, fue una de las primeras personas que conocí cuando comencé a trabajar en la monografía de este municipio. Mario me puso en contacto con él; me advirtió que a pesar de su fama de mañoso en asuntos legaloides, era un gran conocedor de la región, de la pequeña historia de las comunidades y de sus familias. Una mañana, luego de varios fallidos intentos, nos recibió: un hombre de setenta años, más bien bajo, pantalón de casimir azul oscuro, holgado, lustroso; un sudadera negra, un suéter gris de lana, muy amplio, con más ojales que botones y, rodeándole, el cuello, una bufanda café claro; sobre el cráneo brillante, una boina negra de abarrotero español; en su nariz, pequeña y recortada, sostenía unos anteojos del más limpio y trasparente cristal. La mirada azul, deslavada pero discreta y desafiante, se asomaba por arriba de los redondos cristales tratando de adivinarme intenciones ocultas. El hombre era desconfiado y parecía muy preocupado por evitar que me fijara en los muebles, retratos, libros y demás objetos que saturaban aquella habitación que, sin duda, utilizaba como oficina. Súbitamente se escuchó un ruido en la puerta que comunicaba con el interior de la casa, todos volteamos instintivamente y vimos que la puerta se entreabría, dejando ver parte del cuerpo de una mujer –vestido largo de tafeta verde– que nos observó fugazmente antes de volver a cerrar.

Rumbo a la casa del Perico queda el panteón viejo y, al pasar por allí, me di cuenta de que ni siquiera sabía dónde estaban enterrados mis papás. Perico se fijó en mi distracción y en mi mirada que se perdía entre las cruces del camposanto. Tú sabes que a él le gusta eso de la filosofía, sí, ¿verdad?, pues entonces me dijo: “Un cerco de alambre de púas es lo que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos”. Al menos de estos muertos que ya no tienen quién se ocupe de ellos, ni de conservar en buen estado sus lápidas, ni quién deshierbe su pedazo de tierra. Pero tú no te preocupes, mañana iremos a buscar a Tere, la de la medalla milagrosa, que lleva cuenta exacta de los bautizos, bodas y exequias ocurridas en el pueblo de cincuenta años a la fecha. Ella nos dirá dónde sepultaron a tus padres”. Lo que sea de cada quién, digo, sea sin intención de ofender a los presentes, Perico se portó como un verdadero hermano: recuerdo que esa noche cenamos sardinas con galletas saladas, chiles jalapeños de lata y refrescos de sabor; para mí, fue la gloria, en todo el día no había comido nada.

El Chato Zubiate apenas rezongó, molesto, algo indescifrable y desapareció por la susodicha puerta. Mario aprovechó para informarme: es la segunda esposa, es mucho menor que él, todavía está de muy buen ver, pero nunca la saca. Dicen que la cela tanto que ni a la iglesia la deja ir sola, y eso que está a media cuadra; siempre la acompaña aunque él no es creyente. Dicen que es mazón.

En esas estábamos cuando regresó el señor Zubiate, quien nos urgió de mal talante acerca de cuál o qué era nuestro asunto, porque estaba muy ocupado. Mario le dijo, medio atropelladamente, que yo estaba haciendo una investigación para elaborar una monografía del municipio, y me había recomendado que hablara con él porque era una persona muy conocedora y muy interesada en los asuntos de su terruño. Un poco a regañadientes, pero satisfecha su vanidad, aceptó cooperar, pero sin la grabadora, a él nadie lo había grabado, ni tenía la menor gana de que lo hicieran; una grabación equivalía a un documento y los documentos son muy delicados, dijo. Tuve que insistir de mil maneras para medio convencerlo de la necesidad del registro, pero finalmente accedió.

 

*

 

Antes de comenzar a grabar las historias del señor Zubiate, le pedí que me hablara un poco de él, con el fin de acompañar con una pequeña introducción sus relatos. Como buen funcionario y burócrata, acostumbrado a moverse a base de machotes, declaró: Mi nombre completo es Terencio Aurelio Zubiate Espejel, tengo 70 años cumplidos, soy originario del Placer de Nuestra Señora de los Remedios de este municipio, población hoy abandonada por agotamiento del mineral. Fueron mis padres el señor Marco Aurelio Zubiate Castro y doña Antonia Espejel Sánchez, ambos originarios de Zacatecas. Estoy casado en segundas nupcias con Etelvina Saucedo, y viudo de Soledad Carranza. No hubo prole en ninguno de los dos matrimonios. Aunque no tengo estudios, de profesión me desempeñé por 35 años como juez mixto y titular del registro público de la propiedad. Actualmente estoy jubilado y ejerzo libremente el derecho en todas sus ramas: civil, penal, agrario, mercantil, fiscal, etcétera. Mi interés por la historia se remonta a mi niñez, me atraían toda clase de documentos; así como unos coleccionan estampillas, o monedas, yo coleccionaba y colecciono documentos de todo tipo. Además, quiso la fortuna que la gente me confiara sus historias y yo me deleitara y sacara provecho de ellas.

 

*

 

Al día siguiente, Perico me llevó con don Terencio y, como congenian en sus ideas políticas, me atendió pronto y de buena gana. De entrada, me preguntó si traía dólares, porque los asuntos no se arreglan así nomás con buenas razones. Le dije que sí, que unos poquitos. Pero el insistió:

—¿Cuántos?

Le dije que mil, aunque tenía ahorrados más, ya ves que no fumo ni tomo. Mil no era mucho ni poco, me dijo, por un intestado. Luego me preguntó:

—¿Tienes con qué acreditar tu parentesco? —Yo me quedé en babia—, ¿no tienes un acta de nacimiento?

No, no la tenía. Me preguntó mi edad y no supe, me preguntó cuánto tiempo había estado de bracero. Tampoco supe. Aquellos años fueron andar y andar rodando de un lado para otro, huyendo, escondiéndome y trabajando, pero sin cumpleaños, años nuevos, navidades, vacaciones. Solo días y noches que se me fueron juntando, como un cielo de muchas estrellas.

En ese momento intervino Mario, un tanto desesperado, pues consideraba que el Borrado estaba abusando de mi paciencia y de mi buena fe con una historia irrelevante y fantasiosa. Le dijo que Perico, a quién él había invitado y convencido de compartir a medias el costo del curso por correspondencia de detective privado, tenía datos que el Chato Zubiate se había apropiado indebidamente, aprovechando su puesto y la ignorancia e indigencia de la gente, de escrituras, testamentos, cartas poder y cuantos documentos pudiesen proporcionarle beneficios en el corto, mediano o largo plazo. Era absurdo suponer que Perico lo hubiese llevado a la boca del lobo.

—Le pido disculpas al señor licenciado, no era mi propósito incomodarlo con mis confidencias, y a ti, Mario, te pido que no me juzgues mal, de veras que todo lo que he dicho es cierto.

Por mí, puede seguir con su historia, la encuentro estimulante, me provoca la sensación de un juego de espejos que distorsiona, y al mismo tiempo articula, mis conocimientos fragmentarios de la galería de personajes de este pueblo que no es mi pueblo, que no son mis raíces. Además, la voz que sale de esa cara de porcelana me produce la impresión de no ser completamente humana, parece haber estado guardada siempre en este cuarto como si saliera de entre las vigas oscuras del techo, de las manchas de tierra escurrida en la pared encalada, del piso de tierra apisonada, o de la vieja puerta de madera maciza. Esto quise decirle a Mario, que lo dejara continuar, que me dejara salir adelante con mi fantasía, con mi visión desbordada. Sin embargo, lo que dije fue mucho más convencional, totalmente ajustado a las normas de convivencia civil, de tal manera que tanto el Borrado como Mario siguieran tan amigos como siempre y olvidaran el intrascendente detalle.

Quedamos de vernos, allí mismo, en una semana, con el fin de continuar la historia.

 

*

 

Dos días antes de la cita, muy de mañana, me encontré a Perico, quién se dirigía a abrir su pequeño negocio de dulces al menudeo, ubicado también frente a la placita principal, pero en el frente opuesto a la casa de don Terencio. Luego de saludarlo, le comenté que había conocido al Borrado, ciertas circunstancias del encuentro, y mi interés por enterarme de otros detalles de su historia. Perico, aparte de ser parlanchín, es un individuo de principios, librepensador, autodidacta, buen samaritano, detective privado, historiador y cronista del pueblo, aunque no reconocido oficialmente en virtud a su terca oposición al sistema. Él hubiera preferido que le preguntara de la terrible matanza de chinos que hubo en el pueblo a principios de siglo; del origen pecaminoso de las fortunas de esas familias que hoy tienen el respeto hasta del gobernador; del saqueo del panteón viejo, de donde saquearon las canteras para europeizar la fachada de la casa de un ex presidente municipal; de las excavaciones profanas de un grupito de influyentes que metieron máquinas en el piso de la antigua misión con el pretexto de la restauración pero buscando tesoros del indio Colorado, último apache de la región, que vivió en una inexpugnable y hermosa sierra llamada Las Catedrales y que todavía a principios de siglo bajaba al pueblo a comprar provisiones con pepitas de oro tan voluminosas como canicas; de Zósimo Hurtado, nativo de este mero pueblo del desierto, que fue un general muy estimado por Francisco Villa porque era el mejor artillero de toda la división.

De estos y otros muchos sucesos y personajes podía platicarme, porque los tiene muy estudiados y algunos hasta documentados. Le aseguré mi interés por consignar en la monografía cada una de sus historias, con su debido crédito, pero ya habría tiempo para ello; de momento solo quería aprovechar sus conocimientos para satisfacer una curiosidad personal. Asintiendo de buena gana, y aprovechando que no había mucho movimiento en su comercio, comenzó el relato:

Yo conocí a los papás del Borrado más bien por referencias, por pláticas de las gentes mayores y de algunos viejos que fueron autoridades municipales. Vivían en una de las colonias nuevas del pueblo, en Las Animas. Ahora ya no se llama Las Animas, ni está en las orillas del pueblo, ahora se llama Solidaridad Tres, y casi se podría decir que es céntrica, pues aunque no dejamos de ser un pobre pueblo en una región árida, hemos crecido mucho. El señor se llamaba Asunción Castorena y era maestro albañil de cuchara completa; la señora no estoy muy seguro si era Elidia o Eladia, pero se apellidaba Terrones, muy trabajadora: lavaba y planchaba ajeno. Parece que no eran de por aquí. Se decía, aunque eso no me consta, que el Borrado no era hijo de ellos, sino que lo habían adoptado, o recibido de algún pariente, o tal vez se lo habían robado. Ellos eran chaparritos, prietos, y el chamaco no era chaparro, pero sí blanco y casi rubio. El chisme se corrió también porque parecía que lo escondían, casi no lo dejaban salir y ni a la escuela fue. Él me contó después que el padre Oviedo fue quien se hizo cargo de su educación: todas las tardes, durante algunos años, asistió puntualmente a la iglesia y allí se formó.

Los papás murieron en circunstancias extrañas, muy extrañas… Los asesinaron, disque para robarlos. El caso fue muy comentado, y según lo que he podido recabar, el asunto estuvo más o menos así: una tarde, ya metido el sol, pero todavía clarito, regresaba un chamaco de un llano aquí cerquita con un atado de chivas y, como se las espantaron unos perros, fue a dar hasta el barrio de las ánimas, donde al fin pudo juntarlas. Sucede que el muchacho como había corrido tanto se sentó a descansar frente a la casa de los prietitos. Al poco rato le dio un olor desagradable, como de animal muerto. Contaba justo Arzate, en aquel tiempo policía municipal y quién interrogó al chivero, que el chamaco le dijo que luego luego se dio cuenta de que el olor salía de la casa, y luego también se fijó que la puerta de la calle estaba entreabierta y no se oía ningún ruido. Todo esto le dio mala espina y lo puso nervioso, por eso, en cuanto dejó las chivas en el corral, salió corriendo a la presidencia y allí fue donde encontró a Arzate.

Ya tenían varios días de muertos, estaban en la recámara, tendidos en la misma cama, con ropa de dormir, cubiertos con sábana y cobertor. De no ser por el balazo que cada uno tenía en la frente y el fuerte olor a carne descompuesta, parecería que estaban dormidos, comentaba Arzate, y agregaba que en las habitaciones no había ningún desorden y todas las cosas estaban en su lugar, el único detalle era la puerta entreabierta.

La policía de los pueblos, como usted sabe, no es científica, y por supuesto que no tomaron fotografías de la escena del crimen, no buscaron huellas dactilares, no hicieron autopsias, no hicieron interrogatorios para reconstruir los últimos días de actividades de la pareja, no revisaron los papeles que guardaban en la petaquilla, no cerraron la casa ni prohibieron la entrada de la gente; las tablas que después clavaron para clausurar puertas y ventanas, fue cuando la casa ya estaba vacía… Bueno, solo quedó la cama, y allí está todavía.

Sí, por lo que contaba Arzate, al día siguiente del suceso, dentro y fuera de la casa, aquello era un romerío: desde el primer día la gente, luego de espantarse y santiguarse, comenzó a cargar con recuerditos, al cabo que los pobres finados ni parientes tenían y, así, cambiaron de dueño las gallinas, los marranos, las sillas, el tocador, la estufa, los trastes de la cocina. Lo único que respetaron, por temor divino o maligno, vaya usted a saber, fue la cama También anduvo por allí don Terencio, todavía era juez, y aseguraba Arzate que él lo vio cargando una petaquilla, nadie le dijo nada, o porque no les importaba, o porque ya Tere la de la Medalla Milagrosa, condolida con aquellos desamparados muertitos, tenía a todos los curiosos y a las mismas autoridades de rodillas rezando por el eterno descanso de aquellos desventurados.

 

*

 

Las ocupaciones del Perico no le permitieron continuar el relato, pero me recomendó que platicara con Tere; allí vivía a espaldas de la dulcería, por el callejón, en una casa que no tenía pierde por su gran portón de madera pintado de rosa. No la visité ese día, preferí dejarlo para después de la reunión con el Borrado en el Estudio Fotográfico de Mario. Todo ese día lo dediqué a transcribir unas grabaciones del Pato Ruvalcaba, un hombre del ejido de las lagartijas, a quien me habían señalado como veterano de la revolución. El Pato era un hombre muy franco y huidizo, tuve que rastrearlo casi tres días de ranchería en ranchería para poder hablar con él. En cuanto lo tuve a tiro, de inmediato negó que él fuera veterano, o ex revolucionario: Yo era un chamaco diatiro, me jalaron y me dieron un arma larga, casi de mi tamaño. En mi vida había disparado y todo lo que recuerdo es que tenía un miedo espantoso. Sí, claro que estuve en algunas balaceras, pero yo lo que hacía era esconderme y quedarme lo más quieto posible, aunque las corvas no dejaban de temblarme.

Creo que fue en aquella ocasión cuando por primera vez advertí que las notas transcritas no correspondían fielmente a la grabación, de alguna manera habían venido intercalando voces y visiones salidas de otra parte.

En la fecha acordada nos reunimos con Mario en su local.

Como les decía, don Terencio fue el primero que me hizo darme cuenta de que traía perdidos los años y la casa. Sin embargo, él mismo se ofreció a ayudarme, siempre y cuando le agregara al costo del asunto la mitad del valor de la casa. Esta historia no se la he contado a nadie, ni siquiera a Perico. Me dijo con mucha seguridad:

Si no hay papeles, hay que conseguirlos. Yo te los voy a conseguir, por lo pronto dame quinientos dólares y vuelve en quince días.

Cuando regresé, ya tenía solucionado el problema, de la manera más fantástica imaginable. Considerando que mis papás no eran de aquí, sino de quién sabe dónde, iba a dotarme de un acta de nacimiento que, de acuerdo a su buen criterio, coincidiera con los generales de mis papás, con una fecha estimada de mi nacimiento y con un lugar fuera del estado. Aquello se iba a llevar tiempo, porque las estimaciones deberían ser más o menos bien hechas, aparte de los detalles técnicos tales como sellos, firmas, papel oficial y un tratamiento del documento para que diera la impresión de ser viejo. Para seguir adelante con el proceso, me dio a firmar un escrito en el cual yo cedía el cincuenta por ciento del valor de la propiedad al señor Terencio Zubiate.

Lo firmé.

Me dijo que volviera en unos dos meses con los quinientos dólares restantes. Luego de que le entregué el dinero, me entregó un acta de nacimiento que no le pedía nada a una auténtica. Allí estaba todo: el lugar, fecha y hora de nacimiento, nombres y edades de mis padres, ocupaciones, testigos, firma del juez y hasta el nombre que me habían dado.

Lo que sigue no sé si me lo van a creer, pero es tan cierto como que estamos aquí platicando. Me sentí verdaderamente como un hombre nuevo, ya con nombre, con edad y todo. Para todos seguí siendo el Borrado, porque no quise andar contando lo que nomás yo sabía.

Mario lo interrumpió para preguntarle si conservaba el acta de nacimiento y, solo por curiosidad, le pidió también que le dijera el lugar, fecha de nacimiento y el nombre que le había puesto don Terencio. El Borrado fue muy rotundo al negar totalmente la información, alegó que había prometido a don Terencio no confiar en nadie lo que era un secreto entre dos. Aceptó, sin embargo, que no tenía el acta de nacimiento: el Chato Zubiate lo había convencido de que era mejor, luego de resuelto el intestado, guardar el documento en un lugar seguro, no vaya a ser que alguien se dé cuenta del arreglo y nos metamos en problemas que no queremos ni tú ni yo, al cabo si lo necesitas para algún trámite, vienes y te la facilito. Mario no insistió y con un tono casi paternal le preguntó si había vuelto a ver a Zubiate posteriormente.

—Lo veía en la calle, lo saludaba de lejos, pero ya nunca volví a su casa. Así era mejor, según me dijo.

El Borrado estaba sentado  con la cabeza baja, hablaba muy quedo. En momentos intentaba mirarme a los ojos, era una mirada etérea, aunque suplicante. Parecía darse cuenta de qué Mario lo juzgaba más que inocente y buscaba mi apoyo, estaba pidiendo que le ayudara a creer lo que creía. Sin mucho entusiasmo, le pregunté si había resuelto también la cronología correspondiente a su salida del pueblo hacia los Estados Unidos y su indefinida estancia como bracero.

—Todo lo resolvimos con el buen criterio del señor Zubiate: en una libretita hacía anotaciones luego de preguntarme y repreguntarme, relacionando mis respuestas con otros tantos detalles que él conocía. Era tal la habilidad para preguntar que poco a poco yo mismo fui armando el rompecabezas: salí del pueblo entre los 15 y los 16 años, porque el padre Oviedo dejó la parroquia un año después de que yo me fui; él me conoció muy bien y le contó a Zubiate que por seis años ininterrumpidamente había tomado por su cuenta la educación de aquel muchachito de Las Ánimas a quien sus padres no mandaban a la escuela y ni bautizado estaba. Le dijo que el chamaco, cuando recién lo adoptaron, tenía como nueve o diez años. El padre Oviedo trató muchas veces de hablar con los papás con el fin de conocer un poco de la situación del muchacho y, de ser posible, convencerlos de bautizarlo en su parroquia. Sin embargo, los señores no mostraron el menor interés en conversar con el sacerdote. El cura, me comentaba Zubiate, le tenía cierta estimación, a pesar de que sabía que no era creyente, y platicaban con frecuencia. A través de esas conversaciones pudo enterarse de que el padre Oviedo le tomó un cariño especial a aquella criatura tan desamparada.

De nueva cuenta lo interrumpió Mario, invitándolo a que no fuera tan detallista y procurara responder un poco más directamente a lo que yo había preguntado. El Borrado ya ni siquiera hizo el intento por buscar mi mirada. Se llevó una mano a la garganta y luego de tragar saliva continuó:

—Cuando me fui del pueblo, como dije, andaba por los quince o dieciséis. En aquel tiempo había llegado un circo, y cuando estaban apenas instalándolo me tocó pasar por allí. Me puse a curiosear, de lejecitos, hasta que oí una voz que dijo: “¿Te gustan los circos?” Era Hércules, uno de los cuatro enanos de la compañía. Un hombrecito muy pechugón sin rasurar y de pelo rubio ondulado. Era la primera vez que veía a un enano y me simpatizó. Hicimos migas, a pesar de que él ya era un hombre adulto, y durante las dos semanas que duró el circo en el pueblo platicamos mucho; en una de esas me dijo que quería irse a los Estados Unidos porque allá había muchas oportunidades y los salarios eran mejores. A cada rato me preguntaba acerca de mí y de mi familia. Un día, de repente, me dijo: “Oye, y si te vas conmigo al otro lado, al cabo aquí ni quién de fume”. Yo me quedé pensando…

De nueva cuenta interrumpió Mario, desesperado:

—¡Ya móchale!, así nunca vas a terminar.

El Borrado se llevó otra vez la mano a la garganta, parecía como si le faltara el aire. Comenzó a incorporarse lentamente de la silla y luego sin mirarnos, con una voz apenas audible dijo:

—Ya me voy.

Salió caminando con su andar lento y cansado. Ni Mario ni yo hicimos algo para detenerlo, el hombre desapareció por la puerta llevándose su historia inconclusa.

 

*

 

Tere es una mujer llena de vida y de alegría, amable y buena anfitriona. La beatería no afectó para nada sus facultades, el hecho de que se haya quedado a vestir santos fue una decisión personal que nada tuvo que ver con ingratitudes, desengaños, desamores, fealdad, o compromisos familiares. De hecho, la joven Tere, aquella que me mostró Mario en varias fotografías, fue una mujer bastante agraciada por la naturaleza: un fino rostro con grandes ojos y labios carnosos de la más pura voluptuosidad, delgada cintura, el busto enhiesto y generoso, piernas largas y las caderas firmes con toda la fortaleza de los veinte años.

—El Borrado… Sí, es como una historia secreta, una especie de enigma que tal vez así debiera quedarse, porque cuando el misterio se agota resulta ser del todo común e intrascendente. En fin, es cierto, yo conozco buena parte de esa historia, otra persona y yo la conocemos. Comenzaré diciéndole que los papás del Borrado no eran sus papás, el Borrado fue un hijo no deseado que el diablo, ¡Ave María purísima!, que no descansa, puso en manos de una pareja de indigentes que aceptaron un trato pecaminoso a cambio de una buena cantidad de dinero.

Ahora le cuento como me enteré: Resulta que a don Chon Castorena, supuesto progenitor del Borrado, a pesar de todas sus precauciones para pasar desapercibido en el pueblo, de repente le entraban unas ganas incontrolables de ir a la cantina a embriagarse, se acomodaba en un rincón con una botella de aguardiente y luego de bajarle la mitad, totalmente ebrio se quedaba dormido. El Chino Duarte, que en aquel tiempo tenía el único carro de sitio del pueblo, estaba arreglado con él para que cuando estuviera en estado de bulto lo llevara, sin olvidar la media botella, a su casa.

El Chino, que viene siendo mi primo, me contaba que en el trayecto el maestro se ponía a hable y hable, pero que no le ponía atención. Sin embargo, luego de algunos viajes, se fijó que siempre hablaba de lo mismo. Luego que me contó el Chino, haciendo honor a mi calidad de mujer curiosa, le pedí que me dejara acompañarlo en algunas de sus dejadas, porque los hombres, con todo el respeto que los hombres me merecen, son poco dados a poner suficiente atención, y fijarse en los detalles. Aunque no estoy acostumbrada a descifrar el lenguaje de los borrachos que hablan dormidos o medio despiertos. Debido a mi condición de soltera, pronto le tomé la medida y, pese a que hay lagunas, pude armar algo que, si bien en momentos parece increíble, al menos es coherente: mire, los indigentes que mencioné al principio, en cuanto recibieron el dinero dejaron abandonada a la criatura en una finca en construcción donde trabajaba don Chon, y probablemente el mismo Meme, a quién con frecuencia se dirigía: “Meme, no tienes corazón, devuelve el dinero, es apenas un angelito… O si no, habla con la Rana, a lo mejor dejan de estar arrejuntados y se casan, ya con niño y todo”.

Resulta que el tal Meme no tuvo corazón y abandonó el bultito en la construcción. El maestro Castorena lo recogió y se lo llevó a su esposa: “Qué querías, que lo dejara morirse, que se lo comieran las ratas, o los gatos, o los perros. Qué querías, yo sabía que el Meme se iba a pelar… yo sabía que el Meme lo iba a tirar. Qué querías…”

Total, que la señora de don Chon aceptó al bebé, o porque ellos no podían tener familia, o porque le dio lástima, o porque la convenció don Chon, o vaya usted a saber por qué. Pero el cuento traía cola, una cola muy larga y espinosa, como todas las cosas que ofenden a Dios. El trato con don Meme era que se deshiciera del niño, que lo desapareciera. Usted sabe cómo actúa cierta gente: ojos que no ven, corazón que no siente. No sé cómo puede haber personas con tan poco temor de Dios. No me enteré de quiénes fueron los verdaderos padres, ni por qué acordaron sacrificarlo. Lo que sí me quedó claro fue que al Meme y a la Rana, su concubina, los encontraron muertos a los pocos días; no se pelaron a tiempo, prefirieron ponerse unas papalinas en su jacal antes de irse: allí los encontraron con un tiro en la frente. Al maestro Chon le entró el miedo por esto y porque le dijeron unos albañiles que unos hombres de muy mal ver andaban preguntando por él. Se fueron a otro pueblo y allí registraron al niño como propio.

Decía don Chon que el encargado del registro les hizo muchas preguntas porque no le parecía que un niño tan güerito y tan blanco fuera hijo de ellos tan prietos: “Pos ahi donde la ve, en mi familia también hay güeros y blancos… nomás que a mí me tocó ser de los prietos”. A mí se me hace que venían del sur, querían irse lo más lejos posible donde nadie los encontrara: “Vamos agarrando pal norte, vieja, allá nos refundimos en un pueblo perdido donde nadie nos encuentre. ¿Qué perdemos? Al fin y al cabo, aquí tampoco tenemos nada”.

De lo que no pudieron escapar fue del miedo, a cada rato se acordaban del trágico fin del Meme y de la Rana: “Ya, vieja, deje de preocuparse, aquí nadie nos encuentra… mire que navegamos y navegamos hasta llegar al mero desierto, aquí nomás viven los que no se han podido ir y los que llegan perdidos, como nosotros”. La señora del maestro algo le reclamaba del niño, algo que tal vez se refería a qué no podía quererlo como propio, aunque quisiera: “Y usté de qué se preocupa, el niño es nuestro, por qué no lo registramos nosotros, por qué no tenemos en el baúl su acta de nacimiento que dice que es nuestro, pos que no está firmado por el juez del registro…”

Un fuerte dolor de cabeza me obligó a despedirme de Tere, no me fue posible continuar fingiendo atención, ya no escuchaba sus palabras, ya no eran palabras, era solo una presión insoportable en mis sienes. Seguramente perdí una buena parte de la historia, mis recuerdos no son del todo claros. Recuerdo, vagamente, que no me dejó irme sin que antes me tomara una bebida milagrosa contra los dolores de cabeza, esta imponderable circunstancia que me alejó del relato me afectó demasiado y no tuve el ánimo suficiente para volver y decirle que me contara todo de nuevo.

 

*

 

Aquí hubiera terminado todo mi interés en el Borrado, en parte por ese terrible enflaquecimiento de mi memoria, en parte por la sensación de escuchar voces imaginadas en mis interlocutores, de no haber ocurrido un extrañísimo suceso: un providencial encuentro con la mujer del vestido de tafeta verde.

Una tarde, muy cerca del ocaso, me encontraba en el panteón viejo revisando los nombres y fechas apenas legibles en las deterioradas lozas de cantera, cuando sentí que alguien me observaba: era la mujer del Chato Zubía, allí estaba de pie entre el crucerío y las hierbas, esbelta y quieta como una estatua cubierta con un vestido verde. Soplaba un vientecillo rumoroso, las sombras eran largas y se echaban unas sobre otras; su voz me llegó como deslizándose por la tierra, buscando un sendero entre los matorrales y las canteras fragmentadas. Era una voz que parecía venir de muy lejos, más bien que de un espacio remoto, de un tiempo arcaico: “aquí bajo esta tierra hay miles de historias silenciosas, bajo esta tierra se han desvanecido los cuerpos y los rostros, solo queda el silencio enmascarado en el territorio del camposanto. La historia que buscas está encerrada en cualquier puño de tierra que levantes, tierra fermentada con los sueños inconclusos de los muertos. Yo soy el Borrado, tu galería de personajes ajenos, soy tus ilusiones y la mujer lejana. Cierra los ojos, espera a que el sol se oculte completamente y mientras, en la completa oscuridad, toma mi mano, toma mi cuerpo y hazme tuya”.

Nunca terminé la monografía, nunca volví a aquel pueblo perdido en el desierto, nunca recuperé del todo la memoria. Nunca he podido volver a verme en un espejo sin el temor de que alguna parte de mi desaparezca.

 

 

 

 

Luis Nava Moreno estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua e hizo una maestría en novela en la Universidad Veracruzana. En los años setentas fundó junto con Silvano Flores la revista literaria Metamorfosis, que aún se publica en la Facultad de Filosofía y Letras. En 1980 fundó y dirigió Tragaluz, aventuras y resonancias dominicales. Ha ejercido los oficios de profesor, escritor, periodista, productor de videos; fue director de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor del libro de poemas Tensión de lo finito. En 2017 la Editorial UACH publicó una magnífica segunda edición de este libro, bilingüe, corregida y aumentada.

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