Almirante. Jaime González Crispín

Almirante

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Así se le vino el año al almirante Merejo: en febrero sepultó a su esposa; en mayo las cataratas de sus ojos se desbordaron; en julio lo despidieron del trabajo y, recién en agosto, ladrones entraron a su casa.

Merejo se hizo marinero por azar. Cuando tomó la responsabilidad de guiar el yate que llevaba en breve recorrido de Playa Fiesta, frente a Nuevo Vallarta, a pocos les causó extrañeza. La ruta marcada era: Seguirse hasta Punta de Mita y darle vuelta a Las Islas Marieta para ver las ballenas, las cuevas y socavones donde ayer se metieron piratas y hoy se esconden contrabandistas y narcos.

El trabajo de Merejo era llevar de uno a otro lado de la bahía a comerciantes fuereños, turistas y toda laya de aventureros venidos de aquí y de allá. Desde que aceptó el encargo, Merejo supo que su vida sería esa y no otra. Desde joven había aprendido de los viejos toda ciencia marina. No había ido a otra escuela naviera que la de los Neptunos antiguos del rumbo, viejos marinos de bar, de los que aprendió el abecé de la navegación. Merejo recibió, pues, la responsabilidad de llevar y traer el yate de poca monta, a faltas de alguien con Cartas firmadas y selladas.

El tipo era reconocido por sus capacidades e intuiciones a la hora de navegar o a la de imponerse con los de la cocina, los del bar, y uno que otro borracho pasado de lanza. Todo mundo lo reconocía en la calle por la imagen de almirante que portaba, vestido con pantalón y chaqueta blancos y gorra azul, iba por ahí haciendo evidente su gusto por las pipas.

Vivía un matrimonio como casi todo mundo. Ana, la esposa, lo aguardaba en casa cada tarde para tenderse en el balcón y mirar los altos edificios de los hoteles de extranjeros, de aquí hasta allá y, si abrían grandes los ojos, podían verse lienzos azules y grises del mar.

Desde joven, los ojos de Merejo fueron su talón de llanto. Se le irritaban más seguido de lo ordinario, haciendo inútil el empleo de pañuelos, los más tejidos y bordados por la esposa, para limpiar su lagrimeo. Porque ni manzanillas, ni colirios de maravilla lograban calmar la tormenta ocular del tipo. Así, el almirante de artificio sentía que las lámparas de su vida no eran de larga duración, y sufría.

Los estudios oftalmológicos le anticiparon una jubilación temprana. Cuando esta vino, recién había sepultado a la mujer con la que había procreado dos hijos, a cuál más ingrato. Uno de ellos se hizo marinero y se fue a Noruega en un carguero que estuvo de paso; la otra, estudió y se hizo enfermera en Cayena, en donde le ordenaron atender negros enfermos en nombre de la ONU. Pero desde el día de la partida de los hijos, ni Ana ni Merejo supieron nada de los muchachos que, por otro lado, tampoco se hicieron presentes con una carta, una llamada telefónica, nada.

Fueron turistas japoneses quienes sembraron la semilla de la colección de pipas en la mente de Merejo. Una tarde, agradecidos y agachando su cabeza por no se sabía qué favor, los orientales le regalaron un par de pipas, pero prometieron más. Merejo no creyó en la promesa del envío, sin embargo, luego de algunos meses, varios paquetes llegaron con más adminículos dentro. Ana y el Almirante de charco los recibieron y los guardaron con celo de viejos prematuros.

Los jueves, día de descanso de Merejo, junto con Ana los dedicaban al cuidado y limpieza de las pipas. La actividad de terapia ocupacional les llenaba la tarde y aun les alcanzaba para más días. La colección de pipas, sin embargo, creció hasta llegar casi a las doscientas, unas regaladas, otras compradas. La acción vespertina del día de asueto que involucraba a la pareja y las pipas incluía: agua enjabonada, carbonato, aceite para muebles, trapitos de franela y pequeñas brochas hechas con cerda de camello. Escuchando a Gardel y tarareando milongas, pasaban la vida limpiando, lustrando las pipas y secando los ojos llorosos del hombre.

Su afición al cuidado y adquisición de pipas era solo de ellos. La caja de cristal de cincuenta por cincuenta centímetros donde les dio por guardar las primeras pipas, al cabo fue insuficiente. Pronto una mesa de dos metros por uno de ancho, doble fondo, con lienzos de paño rojo en la base y cristal encima, la sustituyó. Cada tarde, ego de por medio, Merejo posaba y Ana lo retrataba con la vieja cámara Canon que el alcalde le había regalado “Por servicios a la comunidad”. Las fotografías, blanco y negro o color, enmarcadas y de diversos tamaños, fueron poblando muros y muros y muros. En los retratos el almirante autodidacta se veía a veces solo, otras con Ana, pero siempre con una pipa entre sus dedos, ora apretada entre sus labios, ora mordida entre sus dientes.

—Hasta pareces Popeye —le decía la mujer.

—Gracias, Olivia —contestaba el viejo, siguiendo el juego de la vieja caricatura.

La colección crecía gracias a los Catálogos de tiendas europeas ‒Savinelli, Stanwell o UPS Hall, entre otras‒. Igual le llegaban paquetitos conteniendo pipas cuyas marcas, Tinder Box, Falstaff, Royal o Hyde Park, se hacían espacio en aquella mesa de exhibición privada. El entretenimiento continuado de su limpieza, a veces sin requerirlo, dieron al Almirante, antes y luego de su retiro, la oportunidad de pasar el tiempo entre estornudos por la brocha con cerda de camélido, y suspiros por su amada recién muerta.

Así, hasta el día en que, luego de visitar la Oficina de Correo, Merejo llegó a su casa. Encontró que todo era desorden en la vivienda. La vitrina de las pipas lucía solitaria, se habían llevado todas las pipas, incluso la Lovat que en un nicho guardaba, regalo especial de su esposa.

Ladrones habían entrado.

Merejo lloró más de lo que sus cataratas le proveían.

—Dios ¿Qué les da robar a un viejo? –preguntaba al aire.

Así estuvo.

No fue a la Policía.

No hizo más que llorar.

Abatido pasaba las tardes escuchando a Gardel, secando sus ojos de sal y su alma de dolor.

Una tarde le dio por descolgar los cuadros de las fotografías. Uno a uno los fue quitando, por secciones, por muros. Peló de fotos la casa, en donde se lo veía sonriendo con su pipa en los dedos, como si brindara; cuadros en los que, ufano, portaba el uniforme con chapas de hoja de lata con las que había ganado respeto entre cientos de turistas y lugareños sin hacer daño.

Con cuidado de párvulo, a veces sobre una mesa, otras en el piso, tirado de panza, se dio a la tarea de borrar las pipas impresas de las fotografías. Untado de pintura blanca, pasaba el pincel sobre el papel fotográfico, tratando de sepultar todo vestigio, todo recuerdo gráfico. Borraba las cazoletas; mordiendo sus labios se seguía con el hornillo; a veces sin tino ni control motor borraba cánulas, conductos y boquillas retratadas.

Decidió que las Billiard, las Prince, Pot, Lovat, Apple, Pear, Dublín y Buldog robadas, ahora desaparecieran también de los estudios fotográficos.

Así pasaba los días.

Una tarde, un oficial de policía tocó a su puerta para notificarle, “Almirante, de la detención de una persona, almirante, a quien sorprendimos con una pipa, con muchas, como las que usted usa, almirante,” le dijo. Por la tarde, sin más interés que salir a caminar, acudió a los separos de la Comandancia donde el ladrón estaba recluido. El viejo limpió de agua sus ojos y los dirigió al detenido.

—Él es quien robó su pipa, almirante –le informaron a la vez que le mostraban una caja con más y más pipas que él reconoció de inmediato.

Merejo limpió de nuevo las lagunas de sus ojos, sin decir nada.  Fue el detenido el que habló:

—Hola, Papá.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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