El Señor Escalera navega hacia la noche. Héctor Contreras López

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El Señor Escalera navega hacia la noche

 

 

Por Héctor Contreras López

 

 

I

En algún río de alguna jungla lejana, la noche ha descendido sobre el mundo, ocultando los árboles detrás de una cortina oscura y pegajosa. La lancha avanza suavemente y casi en silencio sobre el agua turbia, abriéndose camino por entre las ramas de los árboles, inclinadas como para beber de la corriente. En el bote va un hombre sentado, con un remo de madera en las manos. Tiene la mirada de su único ojo fija hacia adelante, sobre el sendero de luz que divide la noche formando un túnel luminoso que avanza por las hojas y sobre la superficie del río hasta diluirse en la distancia. La fuente de esa luz es una lámpara que el hombre lleva sujeta a la cabeza con una cinta negra. El agua, al chocar con las paredes de la lancha, produce un sonido que recuerda más bien una caricia; es como si el río hiciera todo lo posible por rehuir el contacto con la embarcación y, al no lograrlo, la palpara con cariño, impulsándola casi contra su voluntad corriente abajo.

 

II

Es una tarde de algún día de un verano infernal y mi mamá y yo vamos caminando por una de las banquetas de la Avenida Pacheco, que es una calle ancha, recién pavimentada, pero sorpresivamente corta, bloqueada al sur por las piedras del Cerro Coronel y al norte por varias construcciones que destacan por sus paredes de ladrillo rojo. Vamos buscando algo de sombra, pero no la encontramos por más que nos repegamos a las paredes. En este clima, el calor ahuyenta hasta los perros. Cuando mi mamá me pidió que la acompañara, la observé desde la sala mientras hervía la jeringa en su estuche de metal y preparaba su pequeño maletín de enfermera amateur. Los vecinos saben que ella inyecta y la solicitan con frecuencia; es más fácil para ellos recibir el servicio a domicilio que tener que ir a la clínica o a alguna farmacia, sobre todo si se trata de ancianos o niños, y solo tienen que pagar 50 centavos. A veces me lleva y yo la acompaño contento y a la expectativa, pues me gusta entrar en las casas y descubrir lo que hay adentro, detrás de las puertas y las ventanas siempre cerradas. Para distraernos un poco del calor le pregunto que cómo aprendió a inyectar. No le veo la cara, pero siento que una nube le ensombrece la frente cuando me dice que fue de recién casada, cuando llegó con mi papá a vivir a la casa del abuelo. Quizá fue por medio de alguna de sus amigas que se enteró de un curso en la Cruz Roja, y ella y mi tía Ceci fueron juntas a tomarlo en varias sesiones de fin de semana. Al principio practicaban con naranjas, después entre las mismas participantes. Le gana la risa, una risa con un aire de tristeza, cuando me confiesa que una vez, al inyectar a mi tía Ceci, la aguja entró por un lado del brazo y salió por el otro. Vamos llegando a la casa del señor Escalera. Es una propiedad grande con un terreno y unas como jaulas vacías que a mí se me figuran celdas de alguna prisión muy antigua. Estamos ante la puerta principal y mi mamá toca el timbre. La forma en que la puerta fue construida me llama la atención, pues se encuentra exactamente en una esquina, en ángulo con respecto a la fachada principal, con un par de escalones redondeados, tallados de una piedra blanca que parece mármol. Una mujer a quien no alcanzo a ver bien por la penumbra interior abre la puerta y nos da el pase.

 

III

El hombre lleva un chaleco color marfil con muchas bolsas que parecen estar repletas de utensilios propios de los cazadores. Los ruidos de la noche empiezan a abrirse a lo largo de la selva como flores enormes que al reventar liberaran algo semejante a gruñidos o chillidos que nacen y se disipan para volver a surgir desde otras direcciones. Pero él no se deja distraer por esos ruidos y sigue concentrado en la vía que dibuja la luz hacia adelante. El campamento ha quedado muy atrás; el hombre voltea de vez en cuando como para tratar de grabar en su mente algún recoveco del río o algún árbol torcido que más tarde le puedan servir de guía en el regreso. No es la primera vez que se interna solo en un paisaje desconocido; podría enumerar las muchas historias que ha vivido en otras partes de Sudamérica, Asia o África. Habían llegado hacía dos días y habían instalado el campamento principal cerca de una isla donde el río se divide formando una horqueta. Contra la opinión de sus compañeros, decidió hacer solo una primera entrada para reconocer el terreno. Tenía que ser de noche porque el animal que buscan, una especie que se creía extinta, solo sale de su guarida para cazar y alimentarse en la oscuridad. El ojo de vidrio brilla con el reflejo de la luz sobre el agua como una piedra preciosa que el explorador llevara incrustada en la cara.

 

IV

Mi hermano y yo vamos caminando desesperados por las calles del barrio tratando de vender las navajas de rasurar que mi mamá nos entregó: no regresen hasta que las vendan todas, nos había dicho. Pero en primer lugar casi no se veía ningún adulto caminando por las calles, solo niños o perros, y los pocos hombres que habíamos detectado no habían mostrado ningún interés por nuestras navajas. No sabemos qué hacer y seguimos caminando como en círculos tratando de encontrar a alguien que se apiade de nosotros y nos compre algunas navajas. Así llegamos a la casa del señor Escalera. Vemos que en las jaulas hay unos animales y nos acercamos a verlos, son dos chimpancés que no se ven muy contentos de estar en la cárcel; se sienten desesperados como nosotros y se desplazan sin descanso de un lado a otro. Al voltear hacia el terreno, vemos un pedazo de tierra sembrado y al señor Escalera hincado, escarbando entre las matas verdes. De inmediato nos acercamos con la esperanza de que nos compre algunas navajas. Le decimos, sin mucha convicción, que andamos vendiendo navajas de rasurar. Tampoco muestra ningún interés por las navajas, parece que a ninguno de estos hombres les gusta rasurarse. El señor Escalera continúa trabajando con la tierra sin hacernos caso. Pero luego hace una pausa y todavía de rodillas se dirige a nosotros y nosotros no podemos hacer otra cosa sino mirar fijamente su ojo de vidrio. He estado sembrando zanahorias y parece que ya están listas, nos dice, ¿quieren probarlas? Le decimos que sí moviendo la cabeza. Arranca dos zanahorias de la tierra, las sacude con una mano y nos las ofrece. Él se queda mirándonos, esperando nuestra reacción, así que empezamos a morder las zanahorias. ¿Qué tal, están buenas? Al empezar a masticar, siento cómo un sabor vivo, nuevo para mí, se me extiende en la boca, como si un universo desconocido hubiera nacido dentro de mí con galaxias y soles y planetas moviéndose y expandiéndose. Mi hermano y yo nos quedamos ahí, masticando y viendo cómo el señor Escalera va arrancando del suelo una zanahoria tras otra. No queremos regresar a casa porque vamos a tener que explicarle a mi mamá por qué no hemos vendido ni siquiera una navaja de rasurar en toda la tarde.

 

V

Lo primero que veo es un pez espada enorme en la parte superior de la entrada del vestíbulo a la sala. Me siento en uno de los sillones mientras mi mamá es conducida hacia el cuarto del señor Escalera por la señora que nos abrió la puerta; ahora puedo verla y lleva un vestido de color oscuro muy largo y el pelo gris acomodado en un molote. Me levanto de inmediato para observar de cerca los objetos que conforman como un museo de exploración. De un lado hay varias cañas de pescar y anzuelos de diversos tamaños; en otra de las paredes hay rifles, pistolas y cuchillos. Además del pez espada, hay otros animales disecados; puedo ver las cabezas de un oso y un venado, este con una cornamenta enorme. Empiezo a imaginar que en un río de alguna jungla lejana, en un paraje montañoso cubierto de nieve o en medio de un mar agitado por una tormenta terrible, esos animales, quizá sin intuirlo siquiera, se encontraron frente a frente con un ojo de vidrio para no volver a ver jamás la luz del día. En eso veo que mi mamá regresa y ambos nos despedimos de la señora, quien nos acompaña hasta la puerta. Pasan días, semanas quizás, y no escucho nada sobre el señor Escalera, tampoco mi mamá vuelve a ir a su casa para inyectarlo. Le pregunto finalmente por el explorador y me dice que alguien le contó que cuando iba navegando por algún río de Sudamérica se cayó de la lancha y que, aunque lo rescataron y lo trajeron a Chihuahua, ya no se recuperó y murió a los pocos días en el hospital. Me da gusto por los animales que ya no va a matar o a secuestrar, pero también pienso en el sabor a fresco y el dulzor de las zanahorias que nos regaló y en la sonrisa de satisfacción que se le dibujó en la cara cuando nos vio disfrutando del producto de su trabajo. Quiero pensar en él como un buen explorador, aunque se haya caído de la lancha y aunque no nos haya comprado las navajas de rasurar.

 

VI

En el campamento todos están preocupados. Es ya de día y el explorador no ha regresado. Se decide que un grupo de tres hombres va a seguir la ruta río abajo para tratar de encontrarlo. Después de varias horas regresan al campamento con el cuerpo inconsciente. Uno de los del grupo de búsqueda cuenta que lo encontraron boca arriba a la orilla del río y que no había rastros de la lancha. Deciden regresar de inmediato a la ciudad más cercana para proporcionarle auxilio médico. El viaje de vuelta se hace cada vez más lento y difícil, pues tienen una embarcación menos y además empieza a llover; los dos hombres que cuidan al enfermo luchan para bajarle una fiebre que lo hace sudar copiosamente y temblar a ratos. A medida que avanzan, el cauce se hace más ancho y el agua más revuelta; el ruido de los motores se confunde con la lluvia mientras se desplazan hacia la noche sobre un río, en alguna jungla lejana…

 

 

 

 

Héctor Contreras López es un escritor, traductor e investigador independiente originario de Chihuahua. Ha publicado los libros de poemas Memoria de la piedra (Ichicult, 2006) y El árbol de la aurora (Ichicult, 2011). Desde 2015 es coordinador del Taller de Traducción Literaria Ricardo Aguilar, en Albuquerque, Nuevo México, y en la ciudad de Chihuahua. “Címbalos” forma parte del poemario inédito Pochitoque.

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