Orizaba. Andrés Espinosa Becerra

los martes

Orizaba

 

 

Por Andrés Espinosa Becerra

 

 

En mis años de infancia mis padres me llevaron a Orizaba en el Plateado, el camión de pasajeros que llegaba a esa ciudad, mi padre me platicaba escuetamente que iba a conocer un deporte diferente, la Lucha libre. Me emocioné.

El único contacto que había tenido con la Lucha libre fue con Marcos, un tipo muy fuerte que trabajaba en un molino de nixtamal. Nos platicaba que se dedicaba a eso y viajaba a las rancherías para presentarse en funciones domingueras. Marcos era muy amigo del Matarife, un tipo extrañísimo, alto, flaco, fuerte, con lentes que parecían dos lupas, siempre calzando guaraches. Trabajaba en el rastro municipal, le gustaba contar que todas las mañanas, al matar a un toro, juntaba en un vaso un poco de la sangre y se lo bebía. Lo recomendaba mucho.

―Cuando quieras, muchacho, búscame en el rastro temprano y te invito un vaso.

El Matarife, por cierto, siempre cargaba un gran cuchillo como el de los piratas.

―Es que yo trabajo por las tardes ―decía―, si me buscan para matar a un cerdo, ahí estoy.

El Matarife y Marcos se reunían a practicar la lucha, nunca los vi, pero me quedaba esa impresión que me parecía fabulosa. Esa fue mi inicial relación con la Lucha libre.

También había un detalle en ellos interesante, todas las Semana Santas era cuando aparecían en la Iglesia de San José, se prestaban para vestirse de apóstoles y así participar en esas celebraciones, sobre todo en el día del lavado de pies, así durante años.

De manera que esa mañana en el camión iba emocionado, expectante. En Orizaba lo primero que hicimos fue ir al mercado. Mis padres eran amantes de los mercados. Compró mi padre un poco de barbacoa de borrego y también yuca, un tubérculo cocido con panela y servido en hoja de plátano. Me apropié de la yuca, me la comí, casi toda, en las gradas del rústico local en donde estaba al encordado.

Llegaron unos jóvenes flacos para subirse a la lona. El cuadrilátero en verdad era un entablado cubierto con una lona como las de los camiones. Ahí comenzaron a caer los gladiadores estruendosamente cuando hacían sus lances. Debían ser dolorosas esas caídas, aunque los luchadores no lo mostraban.

Así conocí la Lucha libre. De ahí me dediqué a ver revistas de Lucha en la peluquería de mi padrino Néstor, me colaba ahí para eso, él lo sabía. Conocí a Enrique Yáñez, que hablaba muy bien de la Lucha libre. Había sido luchador profesional y el primero que logró derrotar al Cavernario Galindo. Llega el momento de ver transmisiones en la televisión de blanco y negro en otros lugares, no en mi casa, aún no teníamos televisión.

Claro que estaba el furor por tener una máscara, alguna vez me puse una prestada por un momento. Fue una fantasía.

El epílogo de este recuerdo puede enclavarse en los días actuales. Conducía un programa radiofónico musical, en el que también entrevistaba a cuanto personaje podía. Increíblemente un amigo muy cercano tenía una cuñada cuyo esposo era Canek, el príncipe Maya. Le pedí que me consiguiera con el gladiador una entrevista. El luchador accedió. No podía creerlo, por fin hablaría con un luchador profesional, conocido por mí años atrás.

La vida no es un pastel de cumpleaños, no. El día señalado se anuló esa entrevista.

Me queda el recuerdo de Orizaba cuando en las gradas estaba con mis padres gozando de mi primera función de Lucha libre. Esa tarde el Plateado andaba muy lento y a mí no me gustaba cruzar la barranca de Fortín con sus curvas peligrosas.

Con mucha entrega me dedique a dormir durante todo el viaje de regreso.

 

 

 

 

Andrés Espinosa Becerra, Córdoba, Veracruz. Sus libros son: Quinteto para un pretérito, en coautoría con otros autores, Los días que no duermen, Una casa con silencio y patio, El silencio del gato. Actualmente escribe en la revista electrónica Estilo Mápula, donde además tiene una columna llamada Los Martes, donde saca textos suyos y de otros autores.

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