Bajo el disfraz
Por Karly S. Aguirre
Voy a extrañar a Aldebarán y a Oriana ¿Quiénes son ellos? Mis hijos no nacidos que algún día tendría con Adolfo, quién fue mi novio por más de cuatro años. De esos cuatro años y fracción me atrevo a decir que solamente fui feliz doce meses divididos en los cuatro inviernos que pasamos juntos. Desde que entraba el primer frente frío a la ciudad, como por arte de magia, nuestra relación se tornaba cálida. Pasábamos tiempo en mi habitación “viendo Netflix” y después de verdad veíamos Netflix acurrucados y arropados.
Adolfo siempre dejaba impregnado su aroma en mis sabanas y en mi cuerpo, me complacía saberme suya y tener una seguridad casi absoluta de que él era completamente mío. En una de esas visitas íntimas, mientras platicábamos entrelazando nuestros cuerpos con las piernas, Adolfo me dijo mirándome a los ojos:
—Si un día llegamos a tener una hija, hay que llamarla Oriana, que significa mujer de oro. Pensé que podría gustarte ese nombre por tu conexión tan especial con la canción Gold lion de los Yeah Yeah Yeahs. Y si es niño, Aldebarán, porque es la estrella más brillante en la constelación de Tauro… y uno de mis personajes favoritos de los caballeros del zodiaco.
—¿También podemos tener perritos?
—Claro. Lo que tú quieras, mi amor.
Aunque eran planes para un futuro lejano me hacía ilusión pensar en el día en que durmiéramos todas las noches sin tener que despedirnos, y juntos criar a nuestros hijos y adoptar un par de perritos sin hogar. Pero ahora solamente me queda extrañarlos y guardarles luto porque jamás existirán, ni Oriana, ni Aldebarán, ni los perritos, ni el futuro con Adolfo.
El resto del tiempo nuestra relación era un infierno. Adolfo tenía la sádica tradición de negarse a hacer cosas conmigo que yo le pedía, cosas tan simples como salir a bailar, ir a un café, a un restaurante y luego restregarme en la cara que las había hecho con alguien más. Las pocas veces que salíamos tenía que lidiar con la chaperona de su hermana, quien nos acompañaba a dónde fuéramos. Ella siempre iba en el asiento delantero y ponía su horrible música; también elegía el lugar donde comeríamos y platicaban entre ellos mientras yo era olvidada en el asiento trasero.
Luego se quedó desempleado, se le fue como arena entre las manos una muy buena oportunidad con buena paga solamente por no saber escribir correctamente. Nuestra relación fue llenándose de microfracturas que no se podían ver a simple vista, como las que van cubriendo a los edificios y al más mínimo temblor se derrumban.
Después de que puse fin a nuestra relación, me di cuenta de que lo extrañaba, quería esa parte de nuestra relación en invierno. Después de todo era la mejor pareja sexual que había tenido en mi vida. Y así, acordamos ser amigos sexuales.
Las cosas no cambiaron mucho entre nosotros.
Seguimos con nuestra rutina y con los encuentros en mi habitación. Hasta que un lunes por la mañana desperté con náuseas y mareos, me di cuenta de que había sentido fatiga desde días anteriores y que mi periodo había sido mucho más corto y escaso de lo normal, había escuchado sobre el sangrado de implantación y sumando eso con los otros síntomas pasó por mi cabeza la irrefutable idea de la posibilidad de estar embarazada.
Adolfo perdió la cabeza, lo primero que dijo del otro lado del teléfono fue:
—Voy a apoyarte, pero no quiero nada contigo…— seguido de berreos infantiles dignos del niño que era.
Mientras llegaba para ir a la farmacia a comprar una prueba de embarazo casera, pasó por mi mente lo horrible que sería tener a un hijo yo sola, sin ayuda más que unos cuantos pesos como apoyo. Luego pensé en mi madre y en tantas otras mujeres que he conocido que las han abandonado a su suerte. Y me partió el alma. Por más que siempre las había escuchado y ofrecido mi apoyo, fue hasta ese momento en que realmente me pude poner sus zapatos, unos zapatos enormes que se transformaban en agujeros negros y me succionaban a una tristeza que parecía infinita. Entonces mi visión se vio interrumpida por un mensaje de Adolfo diciéndome que estaba afuera.
Vino por mí. Se estacionó enfrente, al otro lado de la calle. Se quedó en el auto como de costumbre. Intenté abrir la puerta para subirme y tenía el seguro. Sobre el asiento del copiloto había objetos que tuve que mover a la parte de atrás para poder subirme. Adolfo no movió un dedo y su expresión facial me daba miedo. Durante el camino a la farmacia no dejaba de repetirme que ojalá no fuera cierto y que si salíamos de esta no quería tener ya ninguna clase de relación conmigo. Como si él fuera la persona más digna y yo una piedra en el zapato de la que le urgía deshacerse.
Manejó como loco y rechinaba los dientes una y otra vez, cada vez más fuerte para asegurarse de que yo escuchaba. Decidí ignorarlo, era otro más de sus berrinches. Cuando llegamos a mi casa bebí grandes cantidades de agua y esperamos en mi habitación hasta que me dieran ganas de orinar. Durante ese tiempo Adolfo actuó como un verdadero imbécil.
—¿Pero cómo pudo pasar? Siempre nos cuidamos ¿Estás segura de que no te acostaste con nadie más? ¿Estás segura de que no me fuiste infiel?
Para mí se volvió un tormento tener que soportarlo en mi propia casa llamándome infiel. Luego empezó a repetir la misma pregunta estúpida:
—Yo quería comprarme un celular nuevo ¿Crees que vaya a poder comprármelo?
Me estaba colmando los nervios. Al niñote se le ocurría preocuparse por su estúpido juguete nuevo en un momento tan decisivo. Fue el momento más incómodo de mi vida, desde el momento en que me dijo que no contara con él y el resto del tiempo que había tenido que pasar a su lado hasta descubrir la verdad. Ahora era yo la que le rogaba a Dios no tener un hijo de ese imbécil, no quería volver a verlo nunca más.
Finalmente me hice la prueba y salió negativa, Adolfo seguía con sus dudas como un maniaco. Logré calmarlo y finalmente se largó. Yo me sentía dolida de que el hombre que había planeado con anticipación el nombre de nuestros futuros hijos resultara ser el típico machito de telenovela de televisión abierta. También me dio asco como persona y descubrí que parte de la incomodidad que sentía no era por el presunto embarazo, era por tener a Adolfo sin disfraz en mi habitación, una persona que jamás había visto, un completo desconocido. Y finalmente sentí en mi pecho una sensación de alivio y gratitud, pues esta situación hipotética había sacado a flote lo que había bajo el disfraz. Gracias al cielo no tendría que volver a verlo nunca más.