Collage de Aracely Sánchez Ruiz
Yo opino/ la columna de Aracely
Carlos Montemayor, in memoriam
Por Aracely Sánchez Ruiz
Al cumplirse mañana catorce años de su partida, recordamos a Carlos Montemayor, destacado escritor, analista, cuentista, ensayista, investigador, poeta, traductor e intelectual en toda la extensión de la palabra.
Nació el viernes 13 de junio de 1947, en Hidalgo del Parral, donde hizo sus primeros estudios y la preparatoria en la Universidad de Chihuahua. Obtuvo la licenciatura en derecho (2002) y una maestría en letras iberoamericanas (1965-1971) en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, de la Real Academia Española y de la Asociación de Escritores en Lenguas Indígenas.
Hombre de letras y lingüista nato, estudió hebreo en El Colegio de México, además hablaba francés, griego (arcaico, clásico y vulgar), inglés, italiano, latín y portugués, lo que le permitió traducir obras como la cantata Carmina Burana y las Odas de Píndaro, entre otras.
Su libro Tarahumara es un completo compendio sobre los rarámuri de la Sierra de Chihuahua.
Como novelista escribió Mal de piedra (1980), Minas del retorno (1982), Guerra en el paraíso (1991), Los informes secretos (1999), Las armas del alba (2003), La fuga (2007) y Las mujeres del alba (2010).
Se distinguió en la poesía, con textos como Abril y otros poemas (1979), Finisterra (1982), Los amores pastoriles ‒y en el relato‒: Las llaves de Urgell (1970), El alba y otros cuentos (1986), Operativo en el trópico (1994), Cuentos gnósticos (1997), La tormenta y otras historias (1999).
Poseedor de una tesitura de tenor, sobresalió también en el canto e incluso grabó tres discos con el pianista Antonio Bravo: El último romántico, Canciones napolitanas e italianas y Canciones de María Grever.
Montemayor recibió premios internacionales como el Juan Rulfo por su cuento Operativo en el trópico; Xavier Villaurrutia por Las llaves de Urgell; José Fuentes Mares por su libro de poesía Abril y otras estaciones, y Colima, de narrativa, por Guerra en el paraíso.
Se caracterizó igualmente por su activismo social, sobre todo en favor de los grupos vulnerables de México.
A pesar del fatal diagnóstico de un tumor maligno que se le había detectado a finales de 2009, con gran fortaleza continuó colaborando con el periódico La Jornada, sin embargo ya no le fue posible ver publicado su último libro La violencia de Estado en México: antes y después de 1968.
El domingo 28 de febrero de 2010 Carlos Montemayor perdió la batalla, después de haber permanecido hospitalizado varios días en el Instituto Nacional de Cancerología de CDMX.
Pero más allá de la herencia cultural que dejó a los chihuahuenses, para Victoria Montemayor fue el padre que le apoyaba cuando tenía un problema, al que recurría cada vez que tenía una duda personal, de estudios, o de cuestiones literarias.
En una entrevista que le hice hace doce años, con motivo del segundo aniversario luctuoso, lo describió como un padre que estaba ahí, que cocinaba, reía, con quien podía pasar horas platicando. Al que le tenía toda la confianza del mundo, pues era un gran confesor y sabía muchos aspectos personales de su vida, “un gran padre, tierno, amoroso, que me dio muchísimas cosas”.
Le transmitió su visión humanista y gran amor por las artes y la naturaleza, “a respirar la tierra húmeda, a contemplar el cielo en una noche estrellada, la lluvia, lo hermoso que es la vida humana”.
Y reveló que los recuerdos más significativos que guarda son aquellos días en que iba a cenar a su casa y conversaban de lo que estaba haciendo cada uno.
“Cuando estaba investigando para Las armas del alba, o La fuga, o Las mujeres del alba, llegaba muy emocionado a platicarnos de cuando venía a Chihuahua, la parte realmente íntima, cuando él y yo nos sentábamos a charlar de mis planes y de los suyos”, comentó.
Así mostraba Victoria en ese entonces su orgullo de apellidarse Montemayor, “es un gran honor y toda la obra que mi papá dejó, para mí es un legado inmenso”.
En el presente, la también poeta y ensayista habló del profundo vacío que le dejó la pérdida de su padre, “es un dolor que no cesa, un desear su presencia, escuchar su voz, posarme en sus brazos, desear que todo estuviera bien, hablar de literatura, de mis traducciones, de mis ensayos, de mi escritura, oír su risa, ver sus ojos verdes. Escuchar sus palabras, sus pensamientos prístinos y claros”.
Y así se refirió a su legado, “qué decir a 14 años de distancia, ¿hablar de guerrilla o de poesía? ¿Hablar de análisis político o de traducción? ¿De cuento o novela? Su obra permanece, su voz aún resuena. Falta su presencia”.