“Arriba las manos, hijos de…”
Por Jaime González Crispín
Fue la mujer del agente Cortés quien me platicó la historia. Así me lo contó ella, poco después que Cortés, mi compañero en el cuerpo de policía, la abandonara.
Antes de la huida de Cortés de su casa, yo conocí y traté a ambos. Luego de la fuga del cuasi marido, la mujer, a quien le daba por bromear, iba diciendo a quien la quisiera oír, que era la única viuda a quien no se le había muerto el marido, tomándose la cosa como si nada. Porque el oficial Cortés andaba por ahí y no estaba muerto.
La mujer me contó que cuando Cortés aún no pensaba en largarse de casa, le platicó de los dos fracasos que había sufrido el grupo de agentes de policía al que pertenecía el marido, de parte de unos cabrones que robaban autos. Los fracasos, según Cortés, fueron porque a los agentes les exigían que, ante toda acción frente a los malandros, deberían de anticipar con voz alta y fuerte: “¡Arriba las manos, no intenten nada!” Así lo habían hecho el día que, rodeados los robacoches, cercados por el grupo de agentes, escucharon: “Arriba las manos, ¡no intenten nada!”, pero en vez de atender la sugerencia policial, los bandidos abrieron fuego. Hubo dos bajas y dos heridos del lado de los hombres de la Ley. Del lado de los otros, nada. El coraje y el luto invadieron a los oficiales. Juraron venganza y fueron en su busca.
La oportunidad se dio la tarde-noche en que, tras pesquisas y averiguaciones, dieron con el grupo. Los cercaron. Los midieron, y vino otra vez el grito de “Arriba las manos…”. Fue un nuevo revés para los agentes, aunque esta vez los daños se limitaron a solo dos agentes heridos.
Cortés fue nombrado jefe del grupo. Como perro se dio a la tarea de la búsqueda de los agresores, picando piedra aquí y allá y más allá, metiendo la nariz en albañales y alcantarillas. Una noche, cuando al fin dieron con los bandidos, los cercaron, sigilosos. Cortés tenía una estrategia pensada, más en el “ora verán, cabrones”, que en cualquier cumplimiento del reglamento alguno.
Los malandros bebían cerveza en un taller mecánico. Fumaban yerba y se atascaban la nariz con polvo. Habían tenido la precaución de montar guardias al exterior. Desde lejos, con lentes de esos que permiten ver en lo oscuro, Cortés marcó puntos, señaló tareas, y les dijo que con una chingada nadie hiciera nada hasta que él diera la señal para atacar.
Así, despacharon uno a uno, en silencio y con mucho sigilo a filo de cuchillo, o con cuerdas en el cuello, a los centinelas. Luego vino la orden de Cortés para derribo del portón y la entrada de oficiales por el acceso de atrás del taller, mientras otros entrarían por la puerta de enfrente. Luego el desmadre completo, alimentado más por la venganza que por estrategia. Entraron en tumulto y, en cuatro minutos o menos, dispararon sus armas contra los bandidos. Las armas sonaron sin asomo de piedad. Bandidos y más bandidos, una docena, cayeron unos muertos, los más, otros heridos, los menos, entre vehículos en reparación, herramientas españolas o inglesas, entre botes con grasa, aceites lubricantes, entre cajas con filtros y otros fierros. Luego de que los humos se disiparan, cuando el silencio tendió su sábana, Cortés se adelantó a todos los vengadores para pedirles a los muertos y heridos, alto y fuerte:
—“Arriba las manos, hijos de puta”.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.