Escopeta
Por Jaime González Crispín
Empujado por una incapacidad médica oficial, vine a pasar unos días con mi padrastro a su casa rural, en donde él vivía solo desde que juntos enterramos a mi madre, hará cosa de diez años.
Hacía poco, semanas, pues, un accidente me llevó al médico, el médico a una operación, la operación a un clavo colocado en la bisagra de mi codo derecho. Por consigna médica tuve que buscar un lugar para rumiar mi recuperación. Así vine a dar a casa de mi padre, buscando encontrar salud y de paso hablar largo, otra vez, con el viejo aquel que, cuando niño, se “juntó” con mi madre, formando los tres una familia verdadera, hasta nuestra separación fortuita por la muerte de mamá.
A la muerte de ella, y por mis estudios, las estancias con el viejo siempre fueron cortas; venía por la mañana y regresaba a la ciudad por la tarde. Pero ahora, la visita por el codo roto, un cabestrillo y mi deseo soterrado de un reencuentro con mi padrastro, marcaron otros tiempos.
Ya instalado en casa, durante el día, después de preparar juntos el almuerzo, papá y yo bebíamos café; nos servíamos rodajas de queso para hacer larga cualquier charla emprendida. Más tarde, mi padre salía, fiel a su costumbre, al campo, siempre con su escopeta terciada; yo me quedaba cada vez en casa a leer, apoyando apenas el libro en mi doblado brazo derecho, por encima del rojo cabestrillo que arrastraba desde el hospital.
Las charlas vespertinas con mi padrastro fueron atestiguadas por la presencia etérea y el recuerdo de mi madre. Tomando café sin caramelo, con singular gusto, sentados fuera de la casa, veíamos el guiño de las estrellas y las sábanas del humo de los cañaverales cercanos, incendiados a propósito; hacíamos nuestro, cada noche, el fresco nocturno que desplaza al calor, espantándolo de paredes de adobe, de palos de corrales y techumbres de zinc.
Papá vivía de su pensión de ex trabajador de la zafra. Cultivando lo que comía, sin apremio mayor, acaso la de los años que se le apiñaban, el hombre conducía la carreta de su vida. Aunque, como todo adulto mayor, asumía, de pronto, actitudes propias de la gente de esa edad.
Cada vez, como cierre de plática nocturna, el viejo encorvado, de ojos cansinos, abundantes arrugas, pelo blanco y ralos dientes, me contaba que un perro, un lobo o coyote, no sabía qué, estaba merodeando la casa. Husmeaba por puertas y por ventanas. “Por eso no me aparto de mi escopeta cuata, de cañón recortado, siempre lista para lo que se ofrezca ─me decía, justificándose.”
─Sé que viene por mí, que me anda buscando, pero le meteré un tiro, ya verás”, ─decía, refiriéndose al engendro imaginario aquel.
Yo siempre vi al hombre con sumo respeto, y siempre atendí lo que, de niño, luego de joven, me aconsejó. Sin embargo, su historia del animal nocturno no me convencía del todo, aunque tampoco turbaba mi sedado sueño.
Una madrugada, un disparo rompió el silencio. Desperté, alarmado. Salí en busca de mi padre, pensando que el tiro había sido por el rumbo de los corrales. Sin embargo, no lo vi por ninguna parte. Fui hacia el rumbo del arroyo. Nada. Por tras los cercos. Nada. Busqué en cada uno de los gallineros, en los pesebres donde puercos, becerros y caballos viven la democracia perfecta. Nada.
─Papá ─grité, sin obtener respuesta.
Entonces lo vi en la penumbra.
Era un animal grande, como perro, lobo o coyote, no supe qué; caminaba rengueando, aullando bajito, en dos patas, como humano, herido; buscaba la salida al campo, a la vez que con sus patas delanteras trataba de tapar su herida y contener la salida de sangre, sosteniendo su vientre herido. De pronto cayó, siempre quejándose.
Repuesto de mi turbamiento, fui al cuarto donde dormía mi padre. Encontré tirada la escopeta, pero del viejo ni sus canas. Me encaminé de nuevo al patio, al sitio donde había quedado herido el extraño basilisco.
Y ahí mismo estaba, hecho un ovillo, con un disparo de escopeta en el vientre, muerto, mi padre.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.