El gran Raúl. Jaime González Crispín

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julio de Jaime

 

El gran Raúl

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

A Raúl, lo que la naturaleza le dio de hombre se lo quitó de ojos. Ciego iba por la vida arrastrando sus veinticinco años, cantando mal las canciones de Jorge Negrete y navegando el bastón natural que Dios le dio.

Era ciego de nacimiento. Cantaba en el paradero de autobuses Torreón Gómez Lerdo y otros urbanos a las afueras del Mercado José Ramón Valdés, en Gómez Palacio. Cantaba de todo, pero más las canciones del Charro Cantor, sus favoritas. Sentado sobre una cubeta de plástico puesta al revés, con su guitarra y su voz ganaba monedas, más por lástima que por talento.

Bromeaba con los choferes de los urbanos que le gritaban olvidando que era ciego, no sordo. Con quien más platicaba era con Pedro Vélez, un chofer del paradero. Vélez lo procuraba, le daba paletas para calmar el calor. Una vez hasta le regaló unas camisas.

–Órale Raulito, pero no te vayas a bailar con las putas, ¿eh? –le advertía. El otro reía, agradecido, sin entender mucho.

Al ciego le gustaba hablar de cualquier cosa con aquel tipo viejo y condescendiente que vivía, según se supo, por el rumbo de Trincheras. Vélez se iba no sin antes regalarle monedas y hacerle la absurda recomendación:

–Ten, Raulito, y no te lo gastes en putas.

Era el tosco libro a través del cual el ciego supo de muchas cosas, las más ordinarias. Por supuesto que supo, cómo no, de la existencia de las suripantas y sus maravillas exageradas.

Un día, Raúl le pidió a Vélez que lo llevara con “las rabonas”, como también llamaba el viejo a tales mujeres. A la insistencia de uno se unió la inconsciencia del otro. Acordaron ir a la zona de tolerancia en Torreón. Ciego y viejo fueron al vado del río Nazas, Colonia Maclovio Herrera, imperio de los lupanares en Torreoncito caliente. El ciego fue sonriente y nervioso. Vélez le dijo, adelantando nuevas visitas, dónde tomar el camión, por Avenida Victoria, en qué punto bajar en Torreón; cómo llegar por calle Múzquiz; por dónde caminar, bordear calles y bajadas; y dar vuelta en el monumento a la Independencia y los Héroes que nos dieron patria. Apenas llegaron, Vélez habló con algunas mujeres del mercado sexual. Les explicó el asunto. Convino con una de ellas tarifa y modo.

La inocencia del ciego terminó sin gritos ni manoteos. Lo que sí, la mujer del estreno habló maravillas exageradas acerca del tamaño del miembro del invidente.

–Este cabrón vino ciego al mundo, pero diosito lo mandó con todo y bastón– dijo a las otras apenas salió del trance.

La fama del Negrete ciego creció entre las meretrices, no por su canto, cuanto por el desmedido tamaño de su miembro. La cosa rodó hasta el paradero de autobuses. Algunos acusaron de cabrón pasado de lanza a Vélez; otros lo felicitaron por no permitir que un hombre anduviera por ahí, sin ejercer, por más tísico que estuviera de los ojos.

En el paradero el hombre de la guitarra siguió estirando la mano por la moneda, riendo, abriendo grande la boca, ladeando su cabeza y poniendo en blanco los ojos. Cuando algunos choferes curiosos le preguntaban por su aventura de estreno, nada decía. Movía su cabeza y se seguía con aquello de “traigo un querer, tan adentro está de mi alma, que he perdido ya la calma por querer a esa mujer”.

Pero Raulito aprendió el camino. El vado de las mujeres públicas lo esperó una y otra vez. Llegado el fin de semana, bañado, con suficientes monedas y la libido de Norte, se enfilaba a los burdeles donde el maquillaje era basto y la ropa tan breve como el pudor; donde las mujeres parecían mujeres, y lo eran; donde algunos hombres parecían mujeres, pero nomás aparentaban. El ciego llegaba, se acodaba en la barra, ladeada la cabeza con la boca abierta, portando lentes a la José Feliciano. Tomaba algo frío, pagaba. Pero a la primera insinuación que una mujer hiciera acerca de su miembro, él ya estaba proponiéndose para demostrarlo en la cama.

Así Raúl pasaba los días de la semana: cantando y juntando dinero para su sábado de congal.

Por unos días Vélez no volvió a saber del ciego hasta que otros le dijeron que Raúl estaba mal de salud. El chofer lo buscó. Lo encontró. Estaba solo, en un cuarto redondo, con su guitarra. Con su Negrete. Con sus ardores.

–Pinche Raúl– le dijo el viejo al verlo tiritando calentura.

El otro estaba abatido, sentado, abierto de piernas, desnudo, apenas cubierto con unas tiras de sábanas que jamás conocieron unto de jabón en aquella vecindad de quinta, allá por El Parralito.

–Estoy jodido, Vélez. Me “premiaron”–dijo el cantante, mueca incluida.

─ “Muy jodido” –le contestó la visita. Lo animó, asegurando que estaría bien, nada que no arreglara un tambo de penicilina y lavatorios con permanganato o gasolina blanca.

–Por lo pronto ve con un doctor a que te corte ese animal– bromeó, a la vez que le ponía unos billetes en las manos y la consabida recomendación:

–Y no te metas más con putas, y si lo haces, “ponte el sombrero” –sugiriendo el uso del condón.

–Lo peor es que no fue una puta, Vélez…– dijo el Negrete adolorido.

–¿No?… Entonces ¿fue un puto?

–…

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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