Dele gracias a Dios. Jaime González Crispín

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julio de Jaime

 

Dele gracias a Dios  

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

El Casco, municipio de Rodeo Durango, es una miseria de pueblo dividido no solo por una carretera y una raya descolorida en medio, sino por su autoproclamada fama.

 A ese puñado de cuevas de adobe con corrales de varas espinosas, agarrado a una pendiente mal trazada en el tramo carretero Rodeo Villa Ocampo lo dividen además otras fronteras.

 La carretera es una línea negra que marca los límites de “los que viven allá y los que viven acá.” Por supuesto que para quienes pasamos conduciendo por estos páramos nada de sus posturas internas nos alcanzan y menos nos importan.

Muchas veces hice el recorrido Durango Villa Ocampo por cosas del trabajo. Algunas veces de día, otras de noche. Mi jactancia mundana llegó al punto de asegurar que a este camino yo le conocía hasta los estornudos, y más en la bajada, o cuesta, según la dirección, de este horrible punto carretero donde no pocos traileros se han despertado llantas para arriba.

Una semana y otra; un viaje y otro en aquel vehículo oficial con letras grandes en los costados de las portezuelas: SEP Vehículo oficial.

Una madrugada de domingo, cuando la línea del indicador de gasolina me indicó que quedaba poco combustible, tomé la decisión de llegar a El Casco para, apoyado un poco en la luz de las farolas plantadas a un lado de la carretera, servir el combustible del garrafón que cargaba en la bandeja del mueble. Llegué al punto, confiado en que la operación no me quitaría mucho tiempo. Dispuse todo para el vaciado de gasolina. Todo bien, excepto por la manguera. ¿Y la manguera? Busqué por todos lados, sin suerte. Estaba en problemas. La próxima gasolinera estaba a 80 kilómetros, y a esta hora, suponiendo que me alcanzara el combustible para llegar, seguro estaría cerrada.

En El Casco todos dormían a esa hora. O casi todos.

Necesitaba una manguera, estaba claro. Mi esperanza brilló cuando entre las casas unas hebras de música norteña me alcanzaron, sugerentes y como de milagro.

Allá fui, siguiendo el enredado trazo del poblado hasta a la puerta de lámina oxidada de la casa de donde salía el ruido del canto de un hombre y los acordes de una guitarra y un acordeón. Toqué una vez. Y otra. Cuando iba por la tercera, un joven apareció, me vio y se dio vuelta. A poco un hombre mayor salió y contestó mi saludo. No necesité mucho qué explicar. El tipo dijo que sí, que esperara. Fue y de vuelta trajo dos pedazos de manguera distintas en color, tamaño y diámetro. Me preguntó que cuál prefería. Yo encogí los hombros. El tipo me dijo que llevaría las dos. Y caminamos rumbo a la camioneta que esperaba a un costado en la cinta negra.

En el camino el hombre me dijo que diera gracias a Dios, que agradeciera al Creador por la suerte de haberlo encontrado a él. El pueblo estaba lleno de ladrones y bandidos, me decía, viven allá, del otro lado de la carretera. Y me señalaba para que me quedara claro. Están robando a la gente que pasa en las noches y hasta en pleno día. Los paran, los bajan del auto y les quitan todo.  Nosotros, los de este lado, somos gente de trabajo y no andamos en “eso”. Con decirle que tienen una camioneta con torretas de policía y se visten uniformes falsos para robar. Usted ha tenido la suerte de venir con nosotros, gente buena. Los bandidos están allá, del otro lado de la carretera. Mire, ¿ve aquel galerón con techo de aluminio? ‒y lo señaló‒ pues ahí meten y desmantelan los autos que roban. No, usted debe darle gracias a Diosito santo.

Llegamos hasta el vehículo. Sin mayor dificultad vaciamos el contenido. Yo agradecí. El hombre no aceptó los billetes que le extendí a modo de pago. Me dijo que tuviera buen viaje, a la vez que me regalaba el tramo de manguera recién empleado. “Cuídese y dé gracias a Dios”, me sugirió. Yo continué mi camino hacia la Villa de Ocampo.

Meses después, pasada la medianoche, haciendo el mismo recorrido, pero de Villa Ocampo a la capital, bajando la larga culebra de la cuesta me di cuenta de que un neumático trasero venía rodando mal. Paré, revisé y, en efecto rodaba con menos aire del exigido. Hice mis cálculos y, optimista me propuse cambiarlo bajo la luz de uno de los postes con foco en el poblado El Casco. Rodando lento, apenas pude llegar al haz de luz de milagro. Pero descubrí que estaba del lado equivocado, según la opinión del que me había regalado la manguera. Procedí a bajar la llanta extra. Empleando la cruceta, con más miedo que fuerza, consciente de estar en la frontera equivocada, aflojé un poco las tuercas de los birlos y me dispuse a instalar el gato hidráulico para proceder al cambio. Hacía las cosas con temor y prisa. Para mi desgracia descubrí que el implemento hidráulico no funcionaba. Estaba en problemas y, sobre todo en el lado equivocado de la carretera, el de los bandidos. Pensaba en remolino, las ideas no cuadraban y el temor me empezaba a ganar.

Un par de hombres, que venían del caserío, llegaron hasta donde yo me afanaba. Saludaron con voz grave. Respondí. Expliqué sin que me lo pidieran que el hidráulico no servía. Uno de ellos se volvió a lo oscuro, de donde había llegado. El otro, entre tanto, parado junto a donde yo permanecía de hinojos rogando al hidráulico, me dijo que qué bueno que el problema de la llanta se hubiera dado de este lado de la carretera, porque en aquel ‒y señalaba el rumbo contrario, como si una alambrada fronteriza dividiera al pueblo, como si de otro país se tratara‒ está lleno de ladrones y bandidos. Me pidió que diera gracias a Dios, que agradeciera al Creador por la suerte de haberlos encontrado a ellos. Que el pueblo, los de aquel lado de la línea blanca de la carretera, estaba lleno de ladrones y bandidos, me explicó con voz de pastor de iglesia protestante. “Roban a la gente que pasa en las noches y aun en pleno día. Con decirle que tienen una camioneta con torretas de policía y se ponen uniformes falsos para robar al que pase. Usted ha tenido la suerte de toparse con nosotros, gente buena. Los bandidos están allá, del otro lado, nomás pasandito la raya de la carretera. Mire, ¿ve aquel galerón con techo de láminas?, pues ahí desmantelan los autos que se roban. Usted debe darle gracias a Diosito santo.”

El otro llegó con un gato hidráulico de los llamados “de patín”. Él mismo lo metió bajo el vehículo y en acción compartida hicimos entre los tres el cambio de llanta. Les agradecí. Les quise dar una propina, pero no la aceptaron.

─Nomás no se olvide de darle gracias a Diosito santo. Cuídese.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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