La escritura es una cosa cosquilleante
Por Humberto Quezada Prado
Muchas veces se ha sentido huérfana de los lenguajes. Le causan pavor al inicio, pero se reconforta enseguida con su nuevo traje, a tono con el nuevo título: la madre de todos los que no pueden hilar ni una frase. Esta nobiliaria jerarquía termina, para su desilusión, en el momento de cerrar el último párrafo y nuevamente le llega una sensación de desnudez literaria que le arropa, paradójicamente, hasta que la cosquilla por la escritura le gana, le llena y otra vez se reconforta. Este es el ciclo de una aprendiz de escritora como ella. Es como una incomodidad que no desaparece. Es una inquietud que únicamente cesa cuando prepara una hoja en blanco, toma la pluma y cual si fuera cascada interrumpida solo por el arranque de las reflexiones la letra camina, corre, se acomoda con las ideas. Los temas, ah, los temas suelen ser los más inverosímiles. Hoy la malla ciclónica de la escuela, mañana las ruedas del urbano que le estorba para rebasar ya de regreso a casa, después un poema dedicado con toda su sensibilidad a los eructos y otro día, cualquiera, el recuerdo borroso de su infancia exorciza pequeños pecadillos en un trozo de papel. Un día en la mañana, mientras sus alumnos se entregan a los ejercicios físicos en la cancha bajo la tutela temporal del maestro de la materia, aparece como por arte de magia una imagen en la puerta del salón. Le abate la idea de dedicar unos renglones a tan singular bulto y se da a la tarea. La imagen no se va, la mira con ojos de cuatro días de hambre y ella le corresponde traspasando con la vista sus flacas y espaciadas costillas, en una práctica adivinatoria de quién será el dueño. Intenta con el recuerdo de los animales de la calle y nada. Lucha con el color de los cánidos que casi todos los días, luego de desbaratar una bolsa con basura en el zacate de su casa se zurran desvergonzados, y nada otra vez. Trae a colación la letra de Callejero, de Alberto Cortez, pero desecha las metáforas porque no es un perro al que ame, por lo tanto, no es suyo. Y el correteo de las primeras niñas, que por alguna razón que desconoce son las primeras en regresar de la cancha, borra la imagen, desaparece aquella cosa y se siente desvalida. No ha parido nada. El estruendo de veintiocho pares de tenis aguza sus sentidos y con gritos desaforados pone orden para abrir trabajos con lo que marca la dosificación de la mesa técnica para ese día. Y apenas inician sus veintiocho tormentos la actividad sugerida la pluma tira de su mano derecha para comenzar de nuevo un cadencioso baile de palabras, suspendido por segundos para acallar a los platicones. El tema le sorprende, sin duda. Arma contra sí misma un debate filosófico acerca de la transfiguración de los perros una vez que cierran sus ojos en una pestañita pasajera, en tanto que aparentemente cuidan el pintarrajeado portón del taller mecánico que divisa desde la ventana de su salón. El encontronazo argumentativo le pone de cara a la pared: los perros no tienen alma, ergo, no pueden transfigurarse, es su primer juicio. ¿Será? ¿Quién puede asegurar que la psique canina carece de paralelo con la humana desde sus muy perrunos conceptos? Quién sabe. Los perros son sustantivos comunes, se escriben con minúscula y por ello son menos importantes que nosotros, farfulla para sus adentros en segunda intención. ¿Acaso un perro guía no es prioritario para que un invidente cruce una calle cuando el semáforo ha cambiado a verde? La pregunta le eriza los vellos del brazo nomás de pensar que un camión urbano puede embarrar en la plancha asfáltica a quien tiene una discapacidad visual, pero se tranquiliza porque solo es una idea disparatada producto del momento. Los hijos de perra (en el sentido biológico, nunca peyorativo) disfrutan enormemente cuando levantando la pata orinan las ruedas de su carro, de lo que se deduce que es una conducta que no está tipificada en el código penal propuesto por la zoología. Esta tercera cuestión vaya que le da risa. ¿Cómo puede pensar en la penalidad perruna si ese es un comportamiento enteramente normal? Lo desecha por ilógico. Finalmente, con la presión de una fila de nueve para que rubrique una vez revisado su trabajo, decide que la sarta de cosas escritas bien puede esperar para ser planteadas en el próximo congreso de filosofía canina. Este colofón le vuelve a la vida y la cosquilla por el regreso a los renglones le produce una sensación relajante, dispuesta al despertar y al disfrute en otro momento.
Humberto Quezada Prado es profesor de educación primaria por la Escuela Normal Rural José Guadalupe Aguilera, licenciado en psicopedagogía por la Escuela Normal Superior José E. Medrano”, pasante de maestría en desarrollo educativo por el Centro Chihuahuense de Estudios de Posgrado. Ha publicado los libros Nueve leyendas de Chihuahua, en coautoría, Cuentos de nonoava, Nonoava, historia desde lejos: la fundación, Interpelación a mi maestro, Cuentos de Francisco Machiwi, Nonoava, profesión de fe musical y Los Villalobos son leyenda. Su obra aparece también en varias antologías.