Corriendo caballos. Luis Kimball

Corriendo caballos

 

 

Por Luis Kimball

 

 

Oiga esto con mucha atención:

 

Mi padre tenía un caballo

que yo nunca monté

 

cuatrialbo

cansado

viejo

 

se llamaba Calcetín

y no usaba herraduras

 

la herradura la guardó para coronar su sueño

y ahora un caballo cabalga en mi memoria (p. 17)

 

O sea que el caballo andaba a golpe de calcetín. Es casi trampa comenzar a hablar de un poemario citando textualmente el poema inaugural, no se preocupen, no habrá muchas citas, pero estará de acuerdo que con esto Luis Fernando Rangel se presenta solo.

Se presenta como un poeta, desde luego y, aunque lo normal es decir que un poema es muy bonito, es una descalificación de sus otras cualidades (de construcción y estética), es evidente que en este caso no aplica, y sí: es un poema muy bonito. Forma parte del largo cuerpo que es el poema Corrido de caballos, como se titula el libro. Cada fragmento opera como poema autónomo, por lo cual me permito tomar la proporción que da muestra de su estérica, y haré unas consideraciones al respecto:

  1. Para que sea poema debe contener poesía en una adecuada forma poética; irán que es apunte para principiantes, pero frente a la intención poética apenas somos otra cosa, y de prueba puedo recomendar un kilo de poemarios antes de que vayan al peso para que corrobore usted lo raro del especimen.

  2. Lo menos, respeta la voluntad del calígrafo ‒sospecho que escribió el libro a mano‒ y bajar las mayúsculas con que empiezan los versos en inglés, único saber poético de Word. (Y respetar la mayúscula en el nombre propio de un caballo).

También nos hace saber que iremos de su mano a una cotidianidad auténtica, es decir: al terreno de lo inédito. Por donde empezamos a reconocer que ni este ni aquel hábitat son el nuestro, la casa ajena, tan cercana a nuestras cuitas y sabores.

Y de remate ‒seguiría punto 4‒ que no estamos ante la continuación de la antología épica que grabó Antonio Aguilar en Corridos de caballos famosos. A tanto no aspira Calcetín y sin embargo es vagamente notorio que acá anda el joven culto, quien tal vez recordó el caballo cuatralbo ‒de cuatro amaneceres, uno por pata‒ que liberaría la patria, quizá Madrid, por cada una de sus puertas o puntos cardinales. Que hoy cabalga tan suavemente en la memoria del poeta como los devaluados caballos tardíos que pintó Giorgio de Chirico sobre arenas de reloj.

El poemario Corridos de caballos, editado por Medusa en el 2020, consta de 61 poemas sin divisiones internas, lo cual parece declaración revolucionaria, que ya es historia de la que se añora. Si tiempo y capacidad me dieran para ello afirmaría que en su mayoría logran el poema. Queda salir por la avenida y decir que ganó el Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide, pero es desviación, qué bueno que haya reconocimiento, pero el poema siempre va más allá:

 

avanza

cruza valles y montañas

corre persiguiendo al viento

y después regresa

                        despacio

a su galope (p. 18).

 

El aire evocativo continúa recordando escritores como San Juan de la Cruz:

 

entonces el polvo se levanta

para recordarme que algún día

esta tierra habrá de sepultarlo todo (p. 18).

 

Incluso el “Puño de tierra”, y cuanto corrido pueda ser llamado a la memoria, que también aterrizan de bien lejos la tradición novohispana (de “…un buen amor urgentemente” Juan Gabriel/ Arcipreste de Ita) a Quevedo (ahí sí no acabamos).

Pero hace diferencia: Rangel no va a ventura alguna, regresa a la materialidad del sujeto ‒también hereda del Modernismo:

 

…en los pulmones contengo todas las palabras

como si quisiera recordar lo que mi padre me dijo (p. 18).

 

No sé qué pueda haberle dicho su padre cuando vino al mundo, ni cómo podría recordarlo, pero conceda que son grandes versos. Es conocido que el japonés Yukio Mishima justifica la detallada descripción de su nacimiento en Confesiones de una máscara argumentando que puede ser un recuerdo reconstruido, lo cual es otra doble presunción, pues conoce los términos. Pero aquí no se presume nada: se asume, quizá el único parangón que a este momento poético lo logre encontrar en aquel poeta de la torre de marfil que fue Marco Antonio Montes de Oca, nombrando el placer de cuando se conoce el viento en el bellísimo poema Atrás de la memoria, que comienza con la voz del feto y termina con la del recién nacido.

Entiendo que ya son divagaciones. Análisis del poema y poemario son posibles y pertinentes, pero para recomendación, lo que debe saber el lector cabe perfectamente en estas páginas, pero también haciendo lírica, que es el arte de la memoria.

El final de este poema puede ser desconcertante, pero no: cierra con la metáfora cristalizada del caballo de acero.

A través del libro los personajes también van cristalizando (rama de Salzburgo), el padre minero viajará en moto en delante, escupiendo negro con el tatuaje de carbón al cuello.

Pero no solo en el pasado, lea el poemario y piense ahora en el mundo que legisla contra el uso de hidrocarburos, ¿como volverá a recargarse en las inhumanas condiciones que viven los mineros, todos los trabajadores del carbón?

La familia dentro de casa vive el calor de pequeño hogar, temiendo lo sabido por cualquier comunidad de mineros.

 

sin saber

compartíamos el mismo temor

que amaga con la caída de mi padre” (p. 21).

 

Al menos equilibró el temor certero de la muerte por silicosis con el riesgo de caer de la moto, en el que casi hay la libertad de elegir.

No crea que todo en Corridos de caballos avanza, hay cálidos retrocesos: el rapto de la madre ‒aquella muchacha bonita que subió a la moto de un salto‒, otro pasado futuro en que el hijo contempla la tumba del padre, el padre a un niño aprendiendo a manejar caballo, o sea: el poemario va sobre ruedas, sobre ruedas y cascos.

 

un día mi padre dijo

se acerca un caballo negro

y fue tan cierto como su muerte (p. 33)

 

Irán apareciendo, claro, otros caballos: Bigote (que era el caballo del abuelo); el Caballo Bayo emitiéndose desde el radio (quizá); los libros de vaqueros y, en realidad enumero para que se sepa que el libro no va por la Alta cultura, está muy cuidado en su escritura pero no es kitch, sino respetuoso de lo que nombra (un momento, una familia, cierta población ‒respetando las variantes infantiles que los niños hacen con todo lo que les llama la atención‒).

 

mi padre ya casi no lee libros vaqueros a todo color

donde los hombres a caballo

corren más rápido que el viento

 

y sin embargo

sigue pensando que sus aventuras

son la cumbre de la heroicidad/ (p. 42).

 

Apreciará algo más sobre construcciones masculinas, siguiendo la genealogía de esta familia: cómo van cambiando sus imaginarios al girar los engranajes que proveen el trabajo y el mass media, frases de Johny Cash y este imperdible consejo para chicanos:

 

Mire, mijo, si a usted le preguntan de dónde es, les dice que es de acá. Les dice Yes y sacude la cabeza. Les dice que Si, señor, que es gringo pero que trabaja bajo el sol… (p. 52).

Debo parar o terminaré contando todo el libro y agotando su paciencia. Haría bien en tenerlo cerca un rato antes de encontrar lugar en su librero. Pensé parecido años atrás, cuando leí Casas enteras temblando (1999), ese raro libro que vino a publicar en México el poeta Jim Bodeen. El que repite sensaciones soy yo; cada uno de estos autores guarda en su libro amor del bueno, ni una cursilería o dureza aparente.

 

 ―Rangel, Luis Fernando: Corridos de caballos. Medusa Editores, México, 2021.

 

 

 

Luis Kimball nació en Chihuahua en 1974. Vivió en Chihuahua, en Veracruz, en la ciudad de México, y ahora reside en Querétaro. Hizo estudios universitarios que no le satisficieron. Se interesa en el conocimiento y escribe desde joven, ha publicado en la revista Solar y en Manual del desierto. Es coautor del poemario Luna de hiel para tres, y autor de Puros de amor. Ha participado en la coordinación de espacios culturales y actualmente coordina el taller literario Escritura al día.

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