Centro centavero. Jesús Chávez Marín

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Centro centavero

 

Por Jesús Chávez Marín

 

El sábado 17 de junio, luego de nuestra sesión de Taller Literario, el joven escritor Iván J. Rivera propuso que fuéramos a festejar mi reciente cumpleaños en algún bar, o en otra de nuestras acostumbradas caminatas por el centro recorriendo librerías de viejo. Como la idea era suya, le dije:

―Tú escoges: bares o librerías.

―Ahora nos toca bar, Chávez. Hace un chingo de calor para andar afuera.

Acepté de inmediato.

Luego de inventarle la tarea para la próxima semana, y de mandársela por Whatsap, nos pusimos a ponernos de acuerdo:

―¿A dónde le llegamos? ―preguntó.

―Tú di, eres el de la idea ―dije, quitándome la barra de tener que decidir en asunto tan peliagudo.

―Okey: La Antigua Paz o El Coliseo ―propuso, aludiendo a lugares conocidos y de apuesta segura.

―Nel. Se me ocurre que podríamos ir a donde canta los sábados Ana Lizbeth ―repliqué, acordándome que mi hermana Mila me había recomendado un bar de la Colonia Obrera donde de cinco a siete da su show, no mi hermana sino la gran artista ya mencionada.

―¿Quién es Ana Lizbeth ―preguntó mi dilecto discípulo, haciendo gala sin querer de su extrema juventud y su pertenencia a una nueva generación de audiencia.

―En los años recientes ha sido la artista más famosa de Chihuahua: canta más recio que Lucha Villa, baila con más gracia que Alejandra Guzmán, interpreta con más sentimiento que Amalia Mendoza La Tariácuri ―le informé, con la sapiencia que me caracteriza.

―¿Y esas quiénes son? La única que me suena es Alejandra Guzmán: una vez vino al Palenque pero no fui porque me repugna ver desangrarse a los gallos ―preguntó, ante mi asombro de que no supiera esos datos tan sin embargo.

―No, pues googléalas, colega. Ya terminó la clase, no me pongas a jalar horas extras ―repuse, poniéndole punto final al acuerdo.

En su elegante camioneta nos trasladamos a la Calle 31 y Nicolás Bravo: en la esquina donde queda el mencionado lugar, que se anuncia con gran escándalo de colores básicos mediante un diseño de a tres pesos y un letrero que grita: “El Bar Centro Alegre es una cantina tradicional con más de 70 años donde se ofrece un agradable ambiente”.

Cuando llegamos ya había iniciado el show; el salón es pequeño y estaba repleto de parroquianos: todas las mesas ocupadas y la barra atestada de tomadores. Ni modo. Nos dirigimos con gran sentimiento hacia la salida, y en eso nos alcanzó una señorita muy amable:

―No se vayan, caballeros, ahorita los acomodo. ¿No le hace que los ponga en una mesa compartida?, aquí les busco un lugarcito, no se me achicopalen.

Cerca de la pista había un señor que estaba solo en una mesa; nuestra anfitriona le preguntó que si no tenía inconveniente en que nos sentáramos a su vera. No tenía. Mientras nos instalábamos, lo saludamos muy obsequiosos y nos contestó sin ganas y cara de pocos amigos.

Ni qué decir: el recital de Ana Lizbeth: esplendoroso. Desde que la oí cantar por primera vez en La Casa del Dragón, donde alterna cada fin de semana con los grandes artistas Roberto Sánchez, Arturo Aguirre y Rodolfo Gerardo, quedé poquito menos que enamorado de su voz gloriosa, su linda cara, su melena de fábula y, sobre todo, claro, por el alto valor artístico de su canto. Desde entonces la he seguido a todos los lugares donde se presenta. La tarde de ese sábado hizo un dueto muy hermoso con el señor Alejandro Grado, cantante de Ciudad Jiménez.

Todo bien, todo más o menos. El lugar estaba a reventar de un público ruidoso y un tanto palurdo; para acabarla de amolar no había ni gota de cerveza Bohemia clara, ni siquiera Modelo especial, puras bebidas corrientes: Indio, Sol y Tecate, ¡me lleva! pero ni modo. Al terminar el show y para que al ambiente se lo acabara de llevar la fregada, siguió el Karaoke, animado por un vaquero cuyo nombre artístico o cuyo nombre de pila es El Perro, que a gritos en el micrófono invitaba al respetable público a que echara de su ronco pecho. Fue en ese mismo instante cuando mi colega y yo pedimos la cuenta, pagamos de prisa con el respectivo 15 de propina y nos largamos.

La siguiente semana coincidí en una junta de trabajo con la maestra Renée Nevárez, y cuando estábamos en la zona de café y galletitas y le comenté:

―El sábado fui al show de una colega suya, muy buena cantante.

―¿Ah, sí? ¿Quién es ella?

―Ana Lizbeth.

―No la conozco. Es que ya casi no salgo a lugares, no me alcanza el tiempo para nada ―afirmó, entre apenada y un poquito presumida.

―Hace un gran espectáculo, tiene voz de un millón de dólares, como dirían los vecinos del Norte. Si gusta, vamos el sábado, la invito.

Aceptó allí mismo y nos pusimos de acuerdo. Ella tendría a las tres de la tarde una entrevista en Radio Universidad, y al salir me alcanzaría en el bar. En la mañana del sábado hablé por teléfono para reservar mesa, conocedor ya de que el lugar se ve muy favorecido por numeroso público entusiasta. Me dijeron que no había apartado de mesa, los asistentes se acomodan como vayan llegando; así que, como el show de Ana Lizbet inicia a las cinco, llegué una hora antes, para ganar mesa. Había una cerca del foro.

Pasé media hora muy quitado de la pena, tomando la cerveza de no muy buena calidad de la que venden allí y sacando pendientes en mi celular, cuando en eso llega la mesera que me atendía y me dijo en tono firme:

―Oiga, voy a acomodar a unas personas aquí.

―No señorita, estoy esperando a una persona que ya no tarda en llegar ―le respondí con voz amable, muy característica de mi bonhomía refinada en el Manual de Carreño de las Buenas Costumbres.

―Pero es que ya no hay mesas y aquí sobra mucho espacio. Cuando venga su amiga le traemos una silla y la ponemos aquí en la orilla ―replicó en tono de vulgar autoritarismo.

―Pues si no hay mesas, no es mi bronca, señorita, yo para eso me viene una hora antes, para apartar mesa.

―Pues sí, es mi problema, y lo voy a resolver sentando a otros en esta mesa. Así es aquí. No puedo permitir que se desperdicien tres lugares.

―Está bien. Pero antes por favor dígale al gerente que venga a explicarme por qué me trata usted de esta manera tan abusiva.

Se fue muy enojada a darle la cuenta al rey. Bueno, al gerente. Rauda y veloz, en menos de tres minutos apareció una torva mujer y se sentó en mi mesa, en la silla que estaba a frente a mi lado derecho.

―Buenas tardes, caballero. No soy la gerente, soy la dueña de la cantina y vengo a explicarle lo que ya le explicó la mesera: que no puede estar ocupando uno solo de los cuatro lugares de esta mesa, que no es su mesa, como usted dice, sino una de las mesas de mi bar.

Tuvimos una larga conversación, durante la cual, como me repitió tres veces que ella era la dueña de la cantina, me di cuanta de inmediato que no era la dueña de nada sino una especie de cancerbera agresiva. No podía yo pedir la cuenta y largarme de allí, como lo hubiera deseado, porque estaba por llegar mi invitada, ni modo que la esperara allá afuera en la resolana para decirle que casi me habían echado del lugar, de modo que me vi obligado a compartir mi mesa, o sea, la mesa de la cancerbera, con dos mujeres un poco gorditas y teñidas de güeras que muy garbosas se sentaron a disfrutar de sus vasos enormes de tragos de amargo licor.

La verdad sea dicha, me arruinaron la tarde y de paso se la arruinaron a la maestra Nevárez, que no acostumbra frecuentar estos lugares pero que tuvo la buena suerte de escuchar y apreciar la buena voz una gran cantante, como lo es la maravillosa Ana Lizbeth.

 

 

 

Jesús Chávez Marín es editor de Estilo Mápula revista de literatura.

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