La experiencia literaria; lector en activo, escritor clandestino
Por Federico Urtaza
¿Deja de ser literario un cuento, una novela o un poema si es memorizado, anotado en un sinfín de fragmentos en hojas de árbol o en alguna pared casi invisible de tan oculta? No, no lo creo.
¿Un libro deja de ser legible porque es trasladado del papel a un artilugio electrónico diseñado a propósito o, algo tal vez menos cómodo, a un celular o computadora? No, no lo creo.
Leer palabras no es natural, pero “leer” signos, cualesquiera que sean, sí lo es; para ilustrar lo primero, tenemos la enorme dificultad que representa para un niño (o un no-niño analfabeto) aprender a leer, tanto así que generalmente se hace uso de imágenes ilustrativas para relacionarlas con palabras o frases. Ah, pero eso sí, como cuando se aprende a andar en bicicleta y pueda llegar uno a ser un acróbata sobre ruedas o un apenas torpe personaje empeñado en ir de un lugar a otro montado en una máquina sin otra propulsión que la del pasajero, como lector se puede leer y entender frases alrevesadas como la precedente o, quedarse en oraciones limitadas a sujeto- verbo- predicado o, peor, limitarse a entender “Oferta”, “Alto” o “Empuje-Jale” (y hay a quien esto ya le cuesta trabajo).
Ver, escuchar y por supuesto leer requieren atención, es decir, implican un esfuerzo, aunque sea mínimo, de distanciamiento de todo aquello que no sea lo que se mira, escucha o lee; la atención es el precio del boleto para ir a otro tiempo y otro espacio distintos del reino de lo cotidiano.
Pero, a ver, ¿a dónde o a qué quiero llegar con este prefacio o lo que sea? A dejar asentado que una vez que superas un proceso trabajoso de aprendizaje, suele suceder que para unos el tema se convierta en pasión o aversión. En mi caso declaro que se trata de una pasión, la de leer y su excrecencia la de escribir (aunque hay quienes apenas alcanzan a descifrar frases sencillas y no han leído gran cosa, pero aspiran a ser escritores con sombrerito estilero ─aplica también para féminas de igual pretensión.
Dudo mucho que exista quien haya llegado a identificar sus gustos literarios sin la intervención de otros; uno empieza con lo que está a la mano y que no depende de uno que ahí esté, o le ponen enfrente amigos, familiares o profesores. Me acuerdo de Juanito y Rosita y su cocker blanco y negro, con ellos aprendí a leer y luego, ya más avanzado, me enteré del dinosaurio del Museo del Chopo que, por cierto, ya no estaba en ese museo cuando lo conocí, pero alguien dejó en su lugar un trozo de colmillo de mamut puesto sobre una mesita, del cual desprendí una astilla que conservé durante años hasta que, como la infancia, pasó a otra dimensión.
En ese proceso (el de aprender a leer, no el de aspirante a Indiana Jones) lo disponible eran los cuentos (ahora cómics) y los monitos (ahora tiras cómicas) de los periódicos entre semana y, ¡gran regalo!, el suplemento a todo color; ahora que lo pienso, también se aprendía a cierta forma de ir leyendo, a seguir un orden en los globos y las acotaciones en cada recuadro de la historieta, lo que me lleva a pensar que si bien se puede ser arbitrario al seleccionar donde empezar- terminar, para llegar a una comunicación más o menos compartida es bastante provechoso ajustarse a un orden convencional que muchas veces, por ignorancia o petulancia, pretende ser alterado como si conectarnos no fuera ya medio complicado.
De los monitos pasé a los subtítulos de las películas en el cine (otra de mis pasiones), ejercicio de concentración y velocidad de lectura al que se agregaba detectar la relación entre lo que se veía, escuchaba y leía.
Y, por supuesto, la lectura poco a poco de periódicos y revistas; mi abuelo tenía la suscripción de Life y Selecciones del Reader’s Digest, la primera con muchas fotografías y la segunda con texto- texto- texto.
Mi salto de “Aquel caracol…” a la poesía de alto voltaje lo debo a un reportaje sobre las corridas de toros con un texto nada menos que de Hemingway y un poema del grande, grandísimo García Lorca: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías… “Un niño trajo la blanca sábana/ a las cinco de la tarde:” ¡Uf! Qué manera de empatar la realidad a la que estaba habituado en donde la afición a la fiesta brava era tan sólida como por el futbol, con el poder de las palabras con las que se puede representarla para otros.
En aquella época de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta no se me habría ocurrido ser escritor, aunque sí fantaseaba con ser dibujante de historietas; acaso en realidad deseaba aprender a contar historias como las que oía en casa sobre la revolución, las andanzas y gestas tal vez no épicas, pero sí fabulosas de abuelos y tíos, ocurrencias de tías y primas… Ah, la prima Águeda velardiana que luego encontraría en Poesía en Movimiento…
Ahora que lector lector lector, pues no, no lo era, al menos de manera intencional; era lector de ocasión y, eso sí, como Cervantes me entretenía con cualquier papel impreso que me salía al encuentro, aunque sí me llegó un libro de parte de mi abuela, sin ser mi santo ni mi cumpleaños ni nada de eso: De la tierra a la luna de Julio Verne. Creo que ahí fue “mi camino a Damasco”.
De ahí mi peregrinar o, más bien, mi andar errático, me fue encaminando a diferentes autores de todo género y pensamiento, muy al modo autodidacta que es como uno aprende mucho y nunca termina de dar por sabido nada. Mis santuarios y hostales han sido las librerías de donde he vivido; en Chihuahua, donde caí en la abrasadora tentación de empezar a escribir, lo mismo en La Prensa que en La Sorbona de Marco Toño y su altarcito al Ché, podía indicar el lugar y el precio de cada libro para luego, cuando me interesaba alguno y por el cual de momento no podía pagar, me encontraba con la sorpresa de que alguien, quién sabe quién, me lo había arrebatado en mi ausencia.
No soy de los que leen un libro y luego otro; puedo tener al lado varios, unos muy frecuentados y otros solo a ratitos: es como si mi vida social fuera tan intensa que me la viviera de fiesta en fiesta o de conferencia en conferencia.
Y, sí, me dejé llevar por la seducción de la escritura y lo más relevante, al menos para mí, fue escribir durante décadas reseñas de, claro, libros; he escrito cuentos (mi género preferido), teatro, poesía, ensayo, todo en realidad por gusto porque como decía Joaquín Armando Chacón, la literatura es un crimen porque ya se sabe “El crimen no paga”.
A pesar de la precariedad congénita del escritor, como la de prácticamente cualquier artista, sigo escribiendo porque es inevitable: lo hago para mí y a veces por encargo, leo para ayudar a otros a encontrar su voz (nunca diré que enseño a escribir, solo acompaño a esas almas descarriadas que saben a dónde quieren ir, pero no saben bien cómo hacerlo).
La literatura expandió mi mundo, definitivamente. Por la literatura aparte del personalísimo goce derivado de leer y escribir, he encontrado amigos entrañables, ficticios y reales, sin los cuales no podría entender mi existencia.
La lista de esos amigos reales es larga, muchos de ellos son de Chihuahua, algunos de ellos ausentes, aunque vivos en el alma y en sus textos, otros dando la batalla de diferentes maneras.
Y luego hay quien dice que la literatura, los libros, la lectura no sirven para gran cosa. En fin.
Federico Urtaza es licenciado en derecho por la Universidad Autónoma de Chihuahua, con maestría por la UNAM. En 1978 fundó la revista Palabras si arrugas, que inició en el estado de Chihuahua la literatura del siglo 21. Es autor de varios libros de teatro y de cuentos.