El tiempo. Luis Nava Moreno

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El tiempo

 

 

Por Luis Nava Moreno

 

 

No fueron arrugas, ni enfermedades, ni cansancio, ni desesperanza.  Simplemente ocurrió: uno de tantos días comenzó a percatarse de que los días eran más cortos, cada vez más breve el espacio entre una estación y la siguiente. ¿Por qué transcurría el tiempo tan vertiginosamente? ¿Quién o qué devoraba con tal impulso su porción de finitud? Mil y una sensaciones nuevas le acometían, el agua del río ya no se deslizaba tranquila hacia un destino misterioso pero conocido.

¿Qué hace un hombre ante semejante situación? ¿Qué hace un hombre simple, una persona común y corriente cuyas preocupaciones cotidianas apenas requieren de ciertas urgencias con los horarios de trabajo y las que imponen los ordenamientos sociales y algunas no olvidadas reglas de urbanidad?

Obviamente el sujeto no estaba preparado para recibir así, de buenas a primeras, un cambio tan radical en su percepción del tiempo. Le vino un aturdimiento tal que a duras penas miraba sin perplejidad y desconcierto los calendarios y los relojes. Sin embargo, curiosamente, tenía conciencia de su cuerpo como si fuera una complicada maquinaria cargada con un líquido rojo y tibio, una especie de cronómetro de fluido.

 

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Inútil es decir que afuera, más allá del espacio donde ocurrían aquellas obsesiones, el tiempo transcurría con la misma regularidad que de antaño conocemos como semanas, meses, días, horas, minutos y segunditos; marchaban en orden con su paso cadencioso e inflexible. El sol salía cada mañana y, a su tiempo, se ocultaba. Sin embargo, no resulta del todo inútil observar que el hombre no estaba tan fuera de sí que lo ignorara. Darse cuenta de las dos dimensiones le provocaba un desasosiego más agudo. Una dimensión es un orden ‒se decía‒ donde uno nace y se acostumbra a vivir; sin apenas darnos cuenta ¿aceptamos? Las diversas y complejas formas de medición. Un día, sin piedad alguna, nos dicen: ya no eres un niño. Mucho, mucho más tarde, en una temporalidad imprevisible, descubrimos lo que dejamos de ser.

 

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Le venían a la memoria aquellos relatos ocurridos en un tiempo remoto, los cuentos de hadas. La vida ocurría ‒aseveraba para sí‒ con la misma celeridad que lo agobiaba: destinos claros y breves como la vida de la naturaleza. Eternos sí, pero con vida renovada. Un rey, una reina, un príncipe, una princesa, un malvado, un héroe, el agravio ‒la falta‒, el combate, la victoria del héroe, la trasfiguración, el casamiento con la princesa y muchos hijos (bendita época en que la Tierra no tenía problemas de sobrepoblación), finalmente la felicidad que se prolongaba para siempre-jamás. El héroe predestinado a la heroicidad, el malvado ‒sin remedio‒ dedicado a urdir la fechoría, la princesa ‒siempre dulce y bella‒ a casarse, tener hijos y ocuparse de ser feliz. Cuando leyó aquellas narraciones no se percató de cómo el tiempo era el justo para determinar el ciclo de la historia, de cómo el tiempo estaba concebido para quedar a la medida de un ciclo vital, histórico ¿necesario? Ahora se preguntaba: ¿es posible imaginar la sensación dinámica del tiempo en el rey, la princesa, el villano, si tuviese el conocimiento del papel para el que fueron estructurados? ¿qué pasaría si se les viene el tiempo encima, si se rompe el cristal del reloj de arena?

 

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 Orden cronológico. Se levantaba a las 6:00 e iniciaba su rutina de desplazamiento y ejercicios ligeros (6:30); escudriñarse el rostro en el espejo del baño, cepillarse los dientes (mal formados y teñidos por el tabaco; rasurarse (unos cuantos pelillos pero muy vigorosos); una ducha (procurando no malgastar el agua); frotarse con fuerza la toalla en el cuerpo desnudo y húmedo (para estimular la circulación); otra breve mirada en el espejo, pues consideraba que algo especial tenía su imagen después del baño (7:30). Luego venía el ritual del tocador (crema, desodorante ‒nunca antitranspirante‒, loción y el peinado) y limpieza del calzado (7:50). Finalmente, vestirse; hurgar ‒innecesariamente‒ en medio de prendas que no usaba, para volver, como ocurría cada mañana, a los mismos tres o cuatro cambios de ropa preferidos (8:15).

La segunda etapa iniciaba con la preparación del desayuno: solo frutas, un jugo de naranja y una taza de café negro. De inmediato lavaba cada uno de los trastes utilizados (sí, era soltero) e iba al baño a cepillarse los dientes (8:40). Luego, a la recámara a guardar con mucho cuidado cada una de las prendas aún usables y colocar en la lavadora la ropa sucia ‒el fin de semana se haría cargo de ella‒; para terminar sacude muy bien la cama y luego la arregla meticulosamente.

 

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Trabaja en una editorial, no tiene una hora específica para entrar en la oficina, pero usualmente ‒siempre‒ llega a las diez de la mañana. Le gusta su trabajo: debe leer textos de autores totalmente desconocidos en el mundo de la literatura, para descubrir talentos que a la postre se traduzcan en éxitos de mercado (en fin empresas). A las diez en punto está listo para comenzar, o continuar, la lectura de un texto. Es el mejor lector que un autor pueda imaginarse: tiene experiencia, sensibilidad, un respetable sentido crítico, formación académica y, sobre todo, un gran cariño y respeto por los libros. Se mete a la lectura y hace anotaciones de las diez de la mañana a las tres de la tarde. A las tres se encamina a un pequeño negocio de comida económica (casera y con buena sazón) donde paga mensualmente por una alimentación que considera completa y nutritiva. Una hora, máximo, invierte en aquel lugar. De ahí se dirige a lo que llama una buena librería, tal vez la mejor de la ciudad, distante a ocho cuadras que le permiten caminar lo suficiente para ayudar a una buena digestión. En la librería revisa los nuevos títulos, busca ofertas y quincenalmente compra una revista especializada en crítica y reseñas literarias. Regresa a la oficina a las cinco de la tarde para reanudar su labor con el mismo ánimo de la primera parte de la jornada. A las ocho de la noche lo manda llamar su jefe para que le dé un informe verbal acerca de los hallazgos del día y comentar una serie de asuntos relacionados con la empresa. Diez minutos antes de las nueve, el jefe lo despide con un afable: buenas noches, que descanse. Se regresa a guardar sus cosas para iniciar el retorno a su casa a las nueve con quince minutos. Tiene un Volkswagen sedán que guarda en un estacionamiento cercano, donde también paga por mes. Viaja aproximadamente veinte minutos por calles saturadas de vehículos, semáforos, vendedores ambulantes, limpiavidrios, pedigüeños… Llega a su casa entre nueve treinta y cinco y nueve cuarenta. Inmediatamente se ocupa de regar el césped y las flores que tiene en un minúsculo jardín en el frente de la casa; termina casi veinte minutos después, ya que la presión del agua es mínima. A las diez de la noche enciende el televisor y durante media hora se deja arrullar por el discurso monótono y reiterativo de los comunicadores. De diez y media a once y media ‒una hora‒ escribe. Tiene ciertas pretensiones literarias, aunque nadie lo sabe, procura escribir en lo que llama una hora muy privada. Le gusta escribir a mano, con una finísima pluma fuente provista de tinta negra. A las once y media guarda todo en el escritorio, y se retira a dormir (no cena).

 

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Indudablemente era víctima del síndrome del conejo de Alicia en el país de las maravillas, corría con una urgencia insana a una cita ¿concertada? con alguien a una hora incierta pero ¿inminente? Al menos el conejo, fuera del vértigo de la carrera contra el reloj, conocía la hora y el lugar de su destino. ¿El lugar y la hora? ¿Es posible concebir el tiempo independientemente del espacio? Cuando digo ‘la semana próxima’, ‘mañana’, ‘dentro de un año’, ¿es solo una noción temporal, o temporal-espacial? El síndrome del conejo implica, además, la acción, el movimiento. Así, la temporalidad se ajusta a una acción que se lleva a cabo en un espacio. El conejo corre, pero podría estar quieto y su reloj de fluidos en marcha. ¿Y lo inanimado? ¿Qué ocurre, por ejemplo con las montañas? También están en movimiento, la energía no descansa ni aquí ni en el cosmos, lo que ignoramos es su destino.

Un hombre trabaja (acción) dieciocho horas diarias (tiempo), en un taller-laboratorio ubicado en una gran urbe (lugar), diseñando un modelo nuevo de alas para las mariposas (fin, o destino, según se era). Cuando hablo de fin, ¿hablo del fin del trabajo del hombre o hablo del destino del hombre? Si hablo del fin del trabajo, me refiero a una actividad que está más ligada a las mariposas que al hombre (además, de alguna manera, influirá en el destino de las mariposas). Si hablo del destino del hombre me refiero a su actividad presente, pero también a su pasado, y a múltiples circunstancias que nada tienen que ver con las alas de las mariposas.

 

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Ahora debe comenzar así: cada vez son más breves los planes que el autor hace, incluso se hacen más breves los itinerarios de sus paseos.

A veces, en la calle, entona canciones que a los transeúntes les parecen tan extrañas como la moldura de las cornisas de las casas viejas que un día de estos van a ser demolidas. 

En su lista de teléfonos figuran muchos nombres tachados, mientras hubo una época en que no cesaba de apuntar números nuevos.

Antes caminaba sin cansarse, ahora se cansa sin caminar.

Los ríos se desbordan, igualando en un solo espejo los campos con los barrancos. El rastro de humo, que se esfuma lentamente, de los aviones a reacción, se refleja en los mares nuevos.

Han surgido nuevos bosques, nuevas orillas, un mundo nuevo.

Quiere decirse que hay que reflexionar de nuevo sobre aquellas palabras que fueron lanzadas precipitadamente por un joven alegre e irreflexivo.

Son palabras de Víctor Sklovski, escritas en la introducción de su libro Sobre la prosa literaria, en la primera edición de la editorial Planeta de Barcelona (España) en 1971. La traducción es de Carmen Laín González. Es un texto publicado originalmente en 1925 con el título en ruso Poviesti o Prosi. Elaboro esta ficha no tanto con el fin de anotar sus reflexiones y análisis sobre las leyes de enlace, sus observaciones acerca del Decamerón, el nacimiento de la nueva novela (Don Quijote), o la novela clásica inglesa, sino por la evocación primera.

Esta es una visión clara del tiempo, una sensación extrañamente familiar de la lejanía como temporalidad. El hombre como un navío que se aleja en un horizonte descubierto a la luz de la agenda, las canciones, los paseos y los planes. Ha surgido un mundo nuevo, y a pesar del cansancio sin caminar, hay que reflexionar de nuevo: mi tiempo es también una nueva orilla.

 

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Años atrás, recién salido de la universidad, viajó con un grupo de compañeros a la costa de Veracruz. Cuando llegaron a la playa, lejos de unirse al bullicio de sus amigos, se apartó y fue a sentarse sobre un montículo de arena, de frente al mar. Quedó capturado por una impresión elemental, ajena a las referencias lingüísticas, pictóricas, fotográficas y cinematográficas del mar.

‘De manera que es cierto: existe. Y aquí estoy yo, viéndolo por primera vez. Una superficie líquida meciéndose rítmicamente como un enorme ser en cautiverio; un concierto de agua salada que rompe en sonoras, inaprehensibles, vigorosas y siempre nuevas notas blancas de espuma de agua marina; un sol que corre libremente sobre las dunas líquidas mientras el aire tibio y húmero alberga una andanada de gaviotas’.

Lo invadió un sentimiento oceánico y su mente abierta como una ventana se fue colmando de luz, de música, de armonía, de saber, de amor. Súbitamente se oscureció su historia personal, su individualidad carecía de peso y forma: era el vuelo de las gaviotas, la minúscula arenilla, la línea del horizonte…

–¡Vente, ya nos vamos!

Ahora recordaba el mar de Veracruz como un sentimiento brumoso de la infancia, como algo anterior al propio mar.

 

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De repente se dijo: y si todo esto no fuera más que encantamientos, tal como le ocurrió al Caballero de la Triste Figura. Qué tal, porque como dice en el capítulo XLIX: “…hay muchas maneras de encantamientos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros…”

No olvidaba que cuando se le manifestó la vocación de caballero andante a don Quijote: ‘Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años…’ No lo podía olvidar porque también andaba por el medio siglo y, aunque no veía brotar vocación alguna de tal envergadura, sí se sentía dentro de un incomprensible juego de espejos donde el tiempo, el espacio y el común raciocinio superaban su discreción.

Pero ¿qué podían envidiarle? ¿Quién podría envidiarle? Él no estaba llamado para cubrirse de gloria por sus hazañas, y los encantadores solo obran por envidia de los que luchan por el bien y logran fama por sus acciones.

¡Ah! Si todo fuese causado por el sortilegio de un pergamino mal compaginado, si todo fuese consecuencia de una equivocada traducción, si todo fuese una distracción momentánea del que escribe los textos de lo finito.

 

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Yo, esta voz que narra el terrible predicamento de mi personaje, no sé si deba permitirme contar ciertas intimidades que poco o mucho tienen que ver con su agonía espacio-temporal. Sin embargo, como he de incurrir en la falta, quiero curarme en salud, confiando en que mis indiscreciones ayudarán ‒con vuestro mejor juicio‒ a tener una imagen más fiel de su aturdimiento.

Sucede, y tengo que decirlo en voz baja para no despertar su pasión oceánica, que una vez se enamoró de un imposible, mejor dicho, de una mujer no posible. Aún debe corregir, de una mujer real cuyo amor significaba renunciar al mismo amor. Aquel amor ‒y no en vano reitero la palabra‒ no fue un sueño sino un espasmo real que cruzó la línea, puso la mano sobre la llama verdadera y conoció el vértigo de la quemadura que uno a dos en uno.

Olvidó el nombre de las cosas, perdió el sentido de lo cotidiano y solo repetía su nombre ‒el nombre de ella‒ como si el universo apenas pudiese significar algo más. Su vida era un océano de claridad y así vivió, sin saberlo, un fragmento ‒que ironía‒ del tiempo y del espacio eternos.

Ocurrió, como ocurre, que las coordenadas que ordenan lo finito estaban reñidas con semejante experiencia y, consecuentemente, lo que era uno se hizo múltiple.

Que no los engañen mis palabras, aquel amor no se desvaneció del todo como frágil niebla matutina. Es cierto, los cuerpos se separaron, se distanciaron las voces, el camino y los hábitos fueron diferentes, pero como había experimentado la visión de lo informe y de lo inconmensurable, no podía dejar de reconocerla en cada forma, acción, sentimiento, pasión y pensamiento que le ofrecía su mortalidad.

Y un día aquella mujer se casó. Cubierta con un exquisito vestido blanco, ella que era la pura luminosidad, intercambió sortijas de metal precioso junto con promesas sagradas ante una divinidad revelada a los hombres. Una profunda nostalgia por el cuerpo de su amada se incrustó en su océano de claridad. El tiempo, aquel devenir que de improviso se mete en nuestras arterias y nos apura el paso, cegó sus visiones y lo puso de frente a un sentimiento nuevo: la soledad. Un ser voraz que precipita hacia la nada, una criatura ciega que no conoce la misericordia.

 

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22:30 (hora privada).

Qué me sorprende lo que ahora me ocurre, si la vida está hilvanada de apariencias. Lo eterno y lo fugaz son máscaras de un carnaval, ilusiones de ilusiones que heredamos de místicos, de poetas y de desesperados. Que el tiempo se me achica y se me vienen en cascada los días, los meses y los años, no es sino otra cara de los sueños humanos que no tienen punto de reposo.

Fantasmas de nuestros sentidos enfermos de sin sentido que quieren tocar la armonía del cuerno celestial, rostros poliformes que olvidaron lo simple de una vida sin túneles en los recovecos del cosmos. Esta noche, noche sin estrellas y sin luna, ha tocado en suerte que recuerde el mar, el amor que duele y se extingue apenas se reconoce. Hablo del amor humano que tiene un color de ojos y una piel para besar, el amor que se me fuga con el tiempo, el amor que no espera la solución del enigma de vivir.

Esta oscura noche recuerdo la orfandad de mis sueños; la soledad, el desamparo y la perplejidad del extranjero, del exiliado, del sin raíces… No puedo olvidar que la claridad del supremo bien se ha vuelto nebulosa, no puedo ocultar que me he perdido. ¿Dónde quedó la intimidad de aquel cuartito donde el tiempo y el espacio eran misterios resueltos?

 

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Los dioses, según la tradición, juzgan en su momento a los hombres. Los hombres, criaturas ciegas pero bendecidas ‒o maldecidas‒ por la palabra, no cesan de pronunciar discursos, escribir libros y aprovechar el verbo en su descargo. Hombres y dioses, a veces uno causa del uno, a veces del otro, pugnan, desde que la voz existe, por dejar en claro nuestra indigencia, a veces llamada conocimiento, raciocinio, ciencia, filosofía, arte, bien supremo, totalidad, perfección.

Estas, entre otras ideas, tuvo en la mente antes de tomar la decisión de guardar en silencio sus pensamientos y recuerdos. Una serie de circunstancias parecían indicar que el tiempo y el espacio se habían alejado para dar paso a otras obsesiones. Algunos piensan que enfermó; otros, que simplemente se fastidió, se retiró de su trabajo a vivir austeramente con la mísera pensión a la que tuvo derecho. Hubo quienes, enterados de que había regalado su finísima puma fuente, supieron que ante la ausencia de vena artística no tuvo más remedio que aceptar que, por más que dejara correr el tiempo, la creatividad no iba a llegar y, decepcionado, decidió dejar todo de lado. Su ex jefe de la editorial hablaba de una congestión libresca; tanta lectura finalmente cobró sus dividendos en la que fuera una mente clara y casi brillante. Nadie habló de amor.

Un gran reloj de arena se fragmentó en todo el espacio, el cristal que guardaba ordenadamente los corpúsculos de arenilla brillante perdió su forma para dejar libres a los finísimos granos en una explosión de soles, de lunas, de meteoros, de sueños, de misterios.

 

 

 

 

Luis Nava Moreno estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua e hizo una maestría en novela en la Universidad Veracruzana. En los años setentas fundó junto con Silvano Flores la revista literaria Metamorfosis, que aún se publica en la Facultad de Filosofía y Letras. En 1980 fundó y dirigió Tragaluz, aventuras y resonancias dominicales. Ha ejercido los oficios de profesor, escritor, periodista, productor de videos; fue director de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor del libro de poemas Tensión de lo finito. En 2017 la Editorial UACH publicó una magnífica segunda edición de este libro, bilingüe, corregida y aumentada.

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