La rosa blanca. Luis Nava Moreno

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La rosa blanca

 

 

Por Luis Nava Moreno

 

 

¿Dónde comienza verdaderamente una historia? ¿Podemos hablar de una verdad como principio? En este tipo de asuntos no hay criterios confiables, a pesar de esa costumbre de iniciar relatos con la consabida y pretenciosa frase: Todo comenzó…

En mi memoria los recuerdos han perdido la delicadeza de no confundirse con los sueños, tengo dificultades para distinguir un invierno verdadero de una música blanca que cae en la tarde sobre las horas ateridas. Sin embargo, aun dentro de esta sensación caleidoscópica, las impresiones son claras y voy a contar la historia.

Quiero comenzar mi narración y solo escucho una voz que repite:

—¿Dónde estás?… ¿Dónde estás?

Me entretengo un poco viéndome las manos: un poco delgadas, tal vez delgadas a secas. Aquí están, aparentemente dóciles a mi voluntad, esperan conectarse con mis recuerdos, como si ellas no tuvieran memoria. Lentamente se van desvaneciendo en un virtuoso juego de los ojos y de los deseos ¿de ayer? Vuelvo en mí y me pregunto: ¿Alguien llama? ¿Yo llamo a alguien? No sé, tal vez es solo el viento que repite las voces, los ecos.

En fin, voy a tratar de armar una escena: Es un parque creado con metáforas, el lugar a donde van de paseo la ilusión y los ensueños. En ese espacio habitan un par de ángeles de luz que se fugaron del sol cuando este era apenas una crisálida. Esos seres luminosos son un hombre y una mujer, parte del sueño primario de la humanidad, voces que dialogan en un perpetuo asombro, un interminable descubrimiento. Aquí es donde crecen las rosas blancas.

Segunda escena: Alguien, en algún lugar del mundo cotidiano, sufre un vértigo a mitad de la noche, un desvanecimiento que se interrumpe con la visión de una rosa blanca. Al día siguiente escribe una carta para sí mismo:

Lo que voy a contar es cierto. Te lo cuento porque eres la única persona que me podría creer. Presiento que he terminado mi búsqueda, aquel desasosiego que no me permitía vivir en paz. Anoche, como ya tengo por hábito, estuve despierto hasta muy tarde. Tenía los ojos fijos en el techo y, poco a poco, sin apenas darme cuenta, me invadió un dulce mareo.  Me levanté a caminar para ver si me quitaba aquella sensación y entonces escuché:

—¿Dónde estás? ¿Dónde estás?

La voz era diáfana, transparente y femenina. Aunque, claro, no niego que mi estado era propicio para las alucinaciones, el mareo cada vez más intenso, me regresé a la cama por el temor de caer. Ya recostado sentí que me estaba desvaneciendo. Fue algo gradual, como en cámara lenta, me estaba yendo, yendo… y luego, un golpe de luz. En ese momento sentí que estaba en un lugar, no sé dónde, pero era un lugar determinado. Luego aquel resplandor tomó la forma de una rosa blanca, blanquísima. Parecía de cristal, de hielo, de viento. Después, los días que vinieron comenzaron a poblarme con otra serie de visiones: a veces azules, de un azul translúcido, picoteando un cielo de retoños de cerezo; un par de ángeles huyendo del vientre de un sol niño; un diálogo de amor en la naturaleza silvestre.

Vuelvo a mis revisiones y escribo con mis manos delgadas a secas: Existe un espacio virtual donde la tierra y el cielo se unen, donde el aire y el agua son también horizontes, donde el sueño y la vida abren vasos comunicantes. Son facetas de la imaginación y de la razón –gemelos divinos– semejantes a la cara oculta de la luna poética, o a las manchas del Sol. Es el lugar sin historia un eterno presente que permite ver cara a cara la esperanza de la Tierra, y a la mano de Dios que no descansa impulsado por la ilusión de crear al hombre. Aquí no existe un tiempo dónde ubicar el principio: es una lluvia de estrellas incesante que ocurre desde siempre, un grito brillante en la oscura garganta de aquello que llamamos Universo.

Escribió una segunda carta:

Toda la vida parece ser una serie de enigmas en torno de una búsqueda. Cuando tenemos cierta conciencia de nosotros mismos, tendemos hacia algo; nuestra energía elemental busca un sentido; nuestro fuego interior busca una urna donde nacer. Esta fuerza muy pronto se hace sedentaria y comenzamos a vivir con impulsos prestados, nos dejamos llevar por la verdad evidente del sistema social y entramos en un profundo y tranquilo sueño –sin angustias, ni enigmas– del que solo despertaremos cuando llegue la muerte.

Tercera escena: En el parque los ángeles acarician la cabellera de un viento joven que pasea junto a ellos. Caminan por senderos a cada instante nuevos, nunca pisados. Sus voces van creando todo lo que nombran. Ella cierra los ojos y sueña. Él toma una rosa blanca y la besa, la besa en la boca.

El hombre ya no escribe cartas y, aunque tiene una rosa blanca, no está seguro de lo que ocurrió. Ahora se desvela viendo hacia un lugar remoto en la negrura de la noche.

¿Dónde estás? ¿Dónde estás?

 

 

 

 

Luis Nava Moreno estudió letras españolas en la Universidad Autónoma de Chihuahua e hizo una maestría en novela en la Universidad Veracruzana. En los años setentas fundó junto con Silvano Flores la revista literaria Metamorfosis, que aún se publica en la Facultad de Filosofía y Letras. En 1980 fundó y dirigió Tragaluz, aventuras y resonancias dominicales. Ha ejercido los oficios de profesor, escritor, periodista, productor de videos; fue director de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es autor del libro de poemas Tensión de lo finito. En 2017 la Editorial UACH publicó una magnífica segunda edición de este libro, bilingüe, corregida y aumentada.

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