Antes de ser Madiba fue Mandela. Gustavo Hirales Morán

Antes de ser Madiba fue Mandela

 

 

Por Gustavo Hirales Morán

 

 

Soy el cartero de las cartas fúnebres,

de las oscuras nuevas: el mundo ha perdido

a uno de sus últimos gigantes

verdaderos…

 

Nelson Mandela fue un hombre que

le dio un nuevo brillo a la palabra hombre

(y a la palabra honor, y a la palabra lucha)

y una cierta inédita aleación a las palabras

templanza y esperanza, es cierto;

mas de favor les pido, camaradas

y amigos, no intenten convertirlo

en el samaritano negro de Soweto,

ni en el Ghandi que llegó de Transkei…

 

Yo quiero que recuerden:

antes de ser Madiba fue Mandela

y como tal hizo la lucha armada,

y militó en el Partido Comunista de Sudáfrica,

cuando no había a quién dar explicaciones

sobre la justeza del camino adoptado;

 

las explicaciones agonizaban en las calles

o al caer detonaban por sí mismas…

 

Nunca fue un santo Nelson Mandela

(pongan sobre la mesa, si lo desean, que

en su lejana juventud fue

‒y hasta puede ser cierto, existen pruebas‒

indisciplinado, juerguista y mujeriego:

decían los periódicos que su novia Winnie

era la Ava Gardner de Soweto,

y él, nada menos que un Clark Gable

negro).

 

Recién llegado a Johannesburgo

desde la zona rural de Transkei

(el falso, impostado bantustán),

donde se hablaba xhosa

y él había nacido en la aldea de Qunu

y se había criado en medio

de la inefable miseria de su entorno

(las cabras, las aldeas miserables, pero

las verdes y sinuosas colinas, el puerto,

el apacible mar y los acantilados,

pero las llanuras donde aún

se podían ver de vez en cuando

leones y donde todavía pastan búfalos,

jirafas y cebras);

gracias a sus privilegios tribales

(al linaje de su estirpe)

Mandela había recibido

una buena educación elemental,

pero le era imposible disimular que allí,

de pie en el despacho del abogado Sisulu,

el joven Mandela era solo

un rudo campesino,

que revelaba en su postura

sin embargo, y en su noble semblante,

una dignidad que hasta un observador

malicioso y taimado,

hubiera podido calificar de “noble”.

 

Al recordar muchos años después

qué había pensado de aquel joven

hirsuto y un tanto desafiante

de pie en su oficina,

Sisulu comentaba: “…me impresionó

más que cualquier otra persona

que hubiera conocido…

Su aire, su don de gentes, su empatía…”.

El abogado buscaba a personas “de calibre”

para ocupar cargos de responsabilidad

en la lucha y en el partido,

y Mandela fue por eso

“como un regalo caído del cielo”.

 

Al carisma entrevisto y redivivo,

Mandela añadía un valor y un arrojo que

durante los años cuarenta y cincuenta,

antes de que lo encarcelasen,

derivaba tanto de su innata indignación

y rebeldía ante las injusticias,

como de su carácter alegre y desmadroso…

 

No ardía en él la quemante ambición

por ser un gran líder,

pero se volvería un gran líder

si ello era absolutamente necesario…

 

Así el joven Mandela

pronto se convirtió en el presidente

de la Liga Juvenil del Consejo,

desde la que dirigió una ingeniosa campaña

de desafío al Apartheid,

que en la misma carta magna

consagraba el racismo, las humillaciones y

la segregación de los negros,

en la punta meridional de África,

desde la llegada de los primeros

colonos blancos, allá por 1652.

 

Durante aquella renombrada campaña,

Mandela reveló un talento histriónico

(“maestro de la imaginería política”,

se le llamó en los diarios),

que le iba a ser muy útil

a lo largo de su de por sí larga

y poco apacible vida política.

 

A punto de iniciar la jornada,

se las arregló para garantizar

una amplia presencia de flashes y fotógrafos,

en el momento de prender fuego

a su carné de paso

(“el distintivo de la ignominia”),

mientras lucía una enorme sonrisa juguetona…

La fotografía, que dio la vuelta al mundo,

enfureció a los blancos pero

electrizó a la población negra,

y decenas de miles siguieron

su desafiante ejemplo.

 

En aquellos días Mandela,

siempre visible en la primera línea

de la resistencia contra el Apartheid,

se vestía “como un millonario”.

Mandaba a hacer sus trajes con el mismo sastre

que el rey del oro y los diamantes de Sudáfrica,

un tal Harry Oppenheimer,

y nunca dejó de ser el dandy

de su círculo social,

famoso por sus incursiones

en la vida nocturna de Johannesburgo.

 

Las fotografías de los años cincuenta

Nos muestran a un apuesto hombre joven

con el aire sobrado

de una estrella rutilante de Hollywood;

las mujeres se enamoraban de él,

entre ellas Winnie Madikizela

(que después sería más conocida

como Winnie Mandela),

y él, por ese entonces, se dejaba querer…

¿Cómo se convirtió este playboy de izquierda,

este admirador de El Che,

en el líder cuya serenidad y templanza

asombraron al mundo?

¿Cómo venció a la ira, a la concupiscencia,

a los justificados deseos de venganza,

cómo derrotó a la tortura,

a la cárcel y al miedo?

¿Y cómo es que terminó siendo

un santo para muchos

(no para mí, lo aclaro,

que nunca he visto a un santo)

pero un héroe sin duda para todos

los que aman la libertad,

la emancipación de toda servidumbre

y que han y hemos combatido

(si es que todavía se puede mencionar

esa ingrata palabra en un poema

de nuestro desideologizado siglo veintiuno),

con mayor o menor éxito,

por la dignidad del ser humano?

Mientras recordamos sus triunfos y sacrificios,

sus veintisiete larguísimos años en la cárcel

(donde se hizo amigo de sus carceleros

y cuyo gran placer fue contemplar

los crepúsculos, “el caer de la noche”),

permítannos, en su memoria,

no solo reflexionar en cuán lejos

hemos llegado, sino pensar en cuán lejos

aún debemos ir…

 

Insisto: no me lo quieran convertir

en el buen samaritano negro de Soweto;

antes de ser Madiba fue Mandela

y como tal hizo la lucha armada

y militó en el Partido Comunista de Sudáfrica

y en el Consejo Nacional Africano,

cuando no había que dar a nadie explicaciones

acerca de la justeza del camino adoptado;

las explicaciones portaban AKAs 47

y se justificaban, a borbotones, por sí mismas…

 

¿De dónde tanta seguridad

y certeza en la justicia de la causa?

Porque, así lo pienso y creo,

él había leído, devotamente,

no solo la sagrada Biblia de los cristianos,

sino el apocalíptico y seductor

Manifiesto Comunista de Carlos Marx

(el llamado opio de los intelectuales),

y la Declaración de los Derechos del Hombre

y sabía en lo más profundo de su ser,

por experiencia propia

y ajena, que la opresión racista,

además de inmoral,

iba contra la historia;

ello no justificaba la ira ni la venganza,

pero sí la rebeldía de un hombre justo y

más allá, la insurrección de las almas…

 

Y después su nombre

fue asociado con justicia a la compasión,

a la paz, al perdón y al olvido,

a un amor universal por el género

humano, pero eso no fue sino hasta

después, mucho tiempo después

de los ríos de sangre que los racistas

hicieron correr en Soweto,

en Johannesburgo y en tantas otras partes

de esa martirizada tierra,

y después de que los nativos

hicieran sin duda la lucha armada,

después de Cuito Canavale,

cuando los voluntarios cubanos y las

diezmadas tropas angoleñas pararon en seco,

literalmente “a sangre y fuego”,

a la hasta entonces invencible

máquina de guerra de los boers,

que ya se sentía conquistadora en Luanda,

en lo que pudo haber sido

el canto del cisne del internacionalismo

proletario (o lo que de ello quedaba,

colgado de las alas de los mig-23

y de los tanques rusos);

pero Mandela tenía buena memoria,

nunca fue un malagradecido;

cuando pudo ‒ya libre‒ concurrió

a dar solemnes gracias a los dirigentes cubanos

(cualquiera sea la opinión que

ellos hoy nos merezcan),

al noble pueblo y a la noble sangre que,

al derramarse generosa en Angola y Namibia,

le quebró las rodillas al régimen racista,

e hizo posible un final más o menos

feliz para esta historia…

 

Así se templó entonces el acero y

los opresores habrían

de doblar la cabeza

y reconocer en el momento más alto

del repudio mundial,

que solo la liberación

sin más, incondicional,

del “terrorista” Mandela

podría tender un tenue manto

de protección (a largo plazo)

sobre sus bienes y sus privilegios,

y luego todos nos regocijamos

en el clímax de su elección,

como primer presidente negro

de la República de Sudáfrica,

en el país

del abolido Apartheid…

 

Al final ‒ya todo está escrito‒,

logró unir a la gran nación sudafricana

bajo las bases del perdón y el olvido,

con la colaboración de los más sensatos

de sus antiguos enemigos,

sin declinar sus ínclitas banderas…

 

Por eso, cuando el periódico The Times,

influyente en Europa,

destacó con malicia la declaración

de un supuesto ex aliado

del padre de la patria

(“Mandela fue comunista”),

nadie se llamó a sorprendido:

la noticia buscaba generar un escándalo

pues relataba el “oscuro secreto”

que aunque por décadas

se trató de ocultar, dijo,

solo era la cruda realidad

del carismático líder

y extinto presidente.

 

La aviesa delación se quiso leer

como un pecado confeso

y confesado: “Mandela fue comunista”…

Pero a nosotros, los veteranos,

¿qué nos podía asombrar?

Sabíamos de antemano que ese

y no otro fue el granítico yunque,

la abrasadora fragua

donde en los tiempos tiempos

pudo forjarse y se templó el acero:

antes de ser Madiba, fue Mandela…

 

 

 

 

Gustavo Hirales Morán, escritor mexicano, ha publicado La Liga 23 de Septiembre, orígenes y naufragioMemoria de la guerra de los justos, El complot de Aburto, Camino a Acteal, Chiapas, otra mirada y Siempre de nuevo. Escribe también periodismo en El Nacional y Unomásuno, Nexos y Etcétera.

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