Las grandes pasiones
Por Guy de Maupassant
Traducción de Luis César Santiesteban
Entonces, señora, ¿usted se aburre?
―¡Ay sí, señor, terriblemente!
―¿Hace mucho tiempo de eso?
―¡Oh, sí!
―¿Desde hace un año?
―Sí, más o menos.
―¿Fue a ver Georgette?[1]
―Sí.
―¿Es buena?
―¡Oh, encantadora! Realmente encantadora.
―¿Y Speranza?[2]
―También vi Speranza. Es un ballet delicioso.
―¿Leyó Tartarín en los Alpes?
―Por supuesto, y el primer día.
―¿Le gustó?
―Muchísimo. Para empezar, estaba apasionada por Tartarín. Nunca me divirtió algo tanto como ese libro: es tan divertido, tan ingenioso, tan chusco. A pesar de toda la admiración que siento por las otras novelas de Daudet, prefiero Tartarín, porque cada vez que lo abro me hace reír hasta las lágrimas. Nunca se ha desplegado tanto ingenio como ahí. ¡Y es tan divertido ver Tartarín en los Alpes después de haberlo visto en el desierto!
―Entonces, señora, usted ha pasado una excelente velada escuchando Georgette, una velada agradable viendo Speranza y un día estupendo leyendo Tartarín. ¿Y tiene encima el atrevimiento de decir que se aburre?
―¡Claro que me aburro! Acaso cree que eso basta para ocupar mi vida, el tener de vez en cuando algunas horas de placer.
―A mí me parece, señora, que es muy raro tener, no digamos unas horas, sino algunos minutos de distracción. Ahora bien, el viernes irá usted a ver Sapho.[3] Leerá al día siguiente el estupendo volumen de novelas cortas que Octave Mirbeau acaba de publicar: Cartas desde mi molino, y al día siguiente todavía L’Alpe homicide de Paul Hervieu, y eso le interesará tanto que encontrará de nuevo fascinantes estos alpes nevados donde acaba de pasearse Tartarín. Y luego tendrá otros espectáculos y otros libros, y cenas en la ciudad y veladas y mil cosas distintas que la llevarán a la primavera. ¿Y usted pretende aburrirse?
―Por supuesto que me aburro, qué insoportable que no me crea.
―Le creo, mi querida amiga, solo que usted se equivoca de palabra. Usted no debería decir: me aburro, sino: no amo. Para usted todo se reduce al amor. Amar o no amar, eso es todo. Cuando usted ama, la tierra se vuelve un paraíso terrestre, la vida, un encantamiento. Y cuando usted no ama, el universo y la vida se vuelven un infierno.
―iEso es verdad!
―¡Pues claro que es verdad! Y usted considera el amor como la más grande, la más bella, la más generosa, la más profunda, la más poderosa de las pasiones.
―Pues sí, ciertamente.
―Y bien, mi querida amiga, el amor, en verdad, es la más mezquina, la más débil, la más ligera y la menos duradera de las fantasías que arrastran al corazón humano.
―¡Dios mío, qué estúpido es usted!
―¡Es posible!: estúpido, pero acertado. Razonemos. Se conoce la fuerza de una locomotora por el número de vagones cargados que puede jalar, ¿no es verdad? Y del mismo modo se puede medir la fuerza de una pasión, por las cosas que empuja a realizar en el hombre. Yo afirmo que, bajo cualquier punto de vista, el amor es inferior a las otras pasiones.
Para empezar, la cualidad primordial de una pasión es la duración. Ahora bien, el amor es esencialmente limitado. ¿Cuántos casos se podrían citar en los que haya persistido durante una vida entera? Cambia de personas varias veces en el curso de una existencia y se apaga definitivamente desde el momento en que los cabellos se ponen blancos. Es entonces, más bien, un apetito que una pasión, un apetito que varía según las edades y se dirige a varias personas.
Ahora bien, mi querida amiga, me sería muy fácil probar que el juego ha arruinado más hombres que el amor, y que el alcohol ha matado aún más. Luego, las cartas y la embriaguez son dos pasiones superiores.
En efecto, no se puede hacer nada más enérgico, para probar la fuerza de una pasión, que dar su dinero y su vida, las dos cosas más preciadas que hay.
Si la estadística nos muestra que el hombre se arruina de más buena gana por el bacará que por una linda jovencita, que se resiste menos a las cartas que a unos bellos ojos, que es atraído de modo más irresistible por los garitos que por las alcobas, y que deja más apasionadamente sus últimos pesos encima de una mesa verde que en las rosas manos de una mujer, la duda ya no nos resulta posible.
Hoy en día, los que se arruinan por las mujeres son raros, muy raros, mientras que los que se arruinan por el juego son numerosos. En cuanto a los que se matan por amor o para el amor, apenas si se les ve. Los que se matan por el alcohol son innumerables. Usted se asombrará, no es verdad, mi querida amiga, que dos brazos abiertos no tengan tanto atractivo como un pequeño vaso lleno de agua de vida. Pero confesará también que dos brazos cerrados son un instrumento de muerte tan rápido y tan seguro, cuando uno se abandona completamente a ello, como un líquido verde o amarillo bebido en exceso. Ahora bien, desde el momento que se muere más de la bebida que del beso, ¿qué hay que concluir?»
―¡Usted está completamente idiota! No se puede siquiera responder a semejantes tonterías.
―Yo voy más lejos. Digo que estas tres pasiones: el alcohol, el juego y el amor, de temible reputación porque son peligrosas y conducen a catástrofes, son mucho menos poderosas y mucho menos intensas que la pesca, la caza y el billar.
―Cállese, que me exaspera.
―Oh, la entiendo. Su corazón de mujer se exalta por las pasiones poéticas, acepta las pasiones dramáticas y se indigna por las pasiones inofensivas y burguesas, las más tenaces, las más vivas, las más absorbentes de todas.
Mi querida amiga, este hombre apacible, que se cubre la cabeza con un sombrero de paja y sentado a la orilla del agua, donde sumerge un flotador, es el más ardiente de los apasionados. ¡Nada detendrá su invisible amor, nada! El día en que París se chamuscaba incendiado por la Comuna, luego de que el cañón hacía temblar los muros, que las balas volaban por las calles como moscas, que los cuerpos agujerados servían de adoquín para las calles, que de los arroyos fluía sangre en lugar de agua, se cuentan cuarentaisiete hombres, cuarentaisiete sabios o cuarentaisiete locos, sentados apaciblemente a lo largo de las orillas del Sena, desde el Point du jour hasta las Tullerías que se derrumbaron bajo las llamas. ¿Qué les importaba París en llamas, la Comuna vencida, la patria ensangrentada, la guerra civil después de la invasión prusa, a estos hombres que no tenían ojos más que para su flotador de corcho?
La muerte los amenazaba por todos lados. ¡Las balas silbaban por encima de sus cabezas y su corazón palpitaba de esperanza cuando un pez mordía el anzuelo!
Podría citar cien ejemplos igual de impresionantes. ¡La caza! ¿Qué hombre haría por una mujer o varias mujeres, durante toda su vida, lo que un cazador hace por la caza?
Piense en los viajes en carreta, en las frías noches, para ir a matar algunos conejos, en las noches pasadas en las zonas pantanosas, bajo una choza de paja, en los aguaceros recibidos durante estaciones enteras, en las tremendas fatigas, en las malas comidas de las granjas, en las interminables caminatas. ¿Hay algún enamorado que soportaría eso por su amada? ¿Hay un jugador que afrontaría estas penalidades y privaciones para llegar a una banca al fondo de un bosque? ¿Hay un borracho que caminarla veinte leguas bajo el granizo para beber un vaso de buen cognac, como lo hace un cazador para dispararle a una chocha perdiz?
―¿Entonces? ¿Entonces? ¿Entonces?
¿En cuanto al billar? ¡Oh, el billar!
El hombre aficionado al billar ya no ve a la vida, la política, el arte, la guerra, el amor, sino bajo la forma de tres bolas de billar, corriendo una tras de la otra, en un campo de paño verde. Ve a la humanidad, no en términos de hombres y mujeres, militares y civiles, aristócratas y demócratas, sino de seres que juegan o no juegan al billar. ¡Vignaux[4] es su Papa, su majestuoso Papa, misterioso, todopoderoso, sobrehumano!
Cuando bebe, cuando come, cuando camina, cuando descansa, cuando tose, cuando se suena las narices, cuando se ríe, cuando llora, cuando escupe, cuando se viste o se desviste, no piensa más que en el billar y ve incesantemente, por todas partes, las dos bolas blancas y la bola roja bajo el golpe de un taco puntiagudo, jugando una eterna partida que terminará solo hasta el juicio final.
Este hombre se levanta para ir a su salón de billar y pasa ahí todo el santo día alrededor del mueble cuadrado, el cual contiene y limita todos sus deseos y todas sus esperanzas, y no se marcha hasta que anochece, cuando el empleado lo despacha, apagando el último foco. ¡Oh, esa es una pasión, mi querida amiga!
―Querido mío, usted me obliga a ponerlo patitas en la calle.
―No, señora, no tiene que llegar a eso. Me marcho. Pero… escuche. Usted cree en la providencia, ¿no es verdad?
―¡Naturalmente!
―Pues bien, yo voy a rogar a la providencia que le envíe lo que usted pide, el amor. El amor de un hombre. Pero usted por su parte, mi querida amiga, ruegue a Dios, su Dios, que me conceda una gracia, una gracia infinita.
―¿Cuál?
―¿No lo adivina? Mire, yo me aburro tanto como usted, señora, y aún más, mucho más. Pues bien, suplique al cielo que ponga en mi corazón, en mi pobre y vacío corazón, el amor… el amor a la pesca o el amor al billar. Es la única gracia que yo le pido.
[1] Georgette, comedia en cuatro actos de Victorien Sardou, cuya primera representación tuvo lugar en el Teatro de Vaudeville, el 9 de diciembre de 1885.
[2] Speranza, “gran ballet cómico-fantástico”, en tres actos y doce cuadros, de Luigi Danesi, música de Dall’Argine, presentado por primera vez en el Teatro Eden, el 1 de diciembre de 1885.
[3] Sapho, obra en cinco actos de A. Belot y A. Daudet, basada en la novela de este último, cuyo estreno tuvo lugar en el Teatro Gymnase el 18 de diciembre de 1885.
[4] Vignaux, célebre campeón de billar, que Maupassant evoca en Les scies, crónica publicada en Le Gauleois el 8 de febrero de 1882.
Tomado de Magazine Littéraire No. 326, Noviembre de 1994, pp. 102-104
Luis César Santiesteban es doctor en filosofía por la Universidad de Ausburg, Alemania; maestro en filosofía por la UNAM; miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son la ética de Aristóteles y la ética contemporánea (Heidegger, Levinás, Vattimo y Sartre), hermenéutica filosófica y metafísica. Dentro de sus publicaciones destacan Heidegger y la ética, Nietzsche, Heidegger y Vattimo Ética, metafísica y hermenéutica, Filosofía del septentrión (comp.) y Ser y tiempo de Martin Heidegger. Comentario introductorio a la obra (coordinador). Es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH.