Metro Eduardo Molina. Jaime González Crispín

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Metro Eduardo Molina

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

El hombre vino a la Estación del Metro Eduardo Molina al encuentro de su hermano, al que no veía desde hacía cuatro lustros. El ausente había partido de casa apenas después del entierro de la madre, cuando rosas y gladiolas del funeral aún no se marchitaban.

  Sentado donde pudo, esperaba verlo llegar, olvidando que, cuando la madre agonizaba, el hermano le disparó, sin tino, con la vieja escopeta de cazar patos; tratando de borrar igual el intento malhadado de cuando le dio a comer duraznos en almíbar cruzados con veneno; y el intento de asfixia con una almohada, mientras dormía. Estos detalles obligaron, en su momento, a la salida de uno y la permanencia en casa del otro.

Vía telefónica hicieron los primeros tanteos, adelantándose algunas cosas de sus vidas. Por esa misma vía, el hombre supo que el hermano continuaba con la odiosa costumbre de entablar plática contestando siempre con una pregunta. Pero eso y todo debería quedar atrás. Hablar con él, perdonar, abrazarlo una vez, muchas, era lo que importaba.

Iban a dar las once de la mañana. La estación del Metro se cimbraba con el arribo o la partida del reiterado tren. A uno, a dos, a tres suspiros, tras un leve pitido, el trenecillo se desprendía de infinidad de humanos, mientras que otros trepaban. El gusano volvía a reptar, incansable, uno con Correspondencia Politécnico, otro a Pantitlán, pasando por Aragón, Oceanía, Terminal y Hangares.

Fue el hermano pródigo quien sugirió Eduardo Molina como punto de reencuentro. Impaciente, el hombre miraba las vías en el socavón oscuro, parecían escaleras chimuelas, tiradas, atadas con cables como para que no las robaran. No le gustaban las estaciones del tren, por melancólicas, pero las del Metro siempre le parecieron agradables, ventiladas y preñadas de luz, por más que había puntos del día que parecían más un enjambre.

La Eduardo Molina vivía hoy su trajín normal. Se oía el barullo, gritos ambulantes que entraban de la calle y rodaban por andenes y escaleras eléctricas. Una radio encendida por acá. Una risotada feliz de uno de algún grupo de estudiantes allá. Vio de soslayo las caras indias de los guardias. Registró el chillido y fricciones propias de los neumáticos sobre fierro. Miró el tercer riel al centro de cada canal, mediador de positivos y negativos, alimentadores de energía. El tren puntual iba y venía. La luciérnaga pintada a veces de naranja, otras de verde, entraba volando con un pintado ángel de duros senos, con una guirnalda en una mano levantada.

Caminó de un lado a otro. Se sentó, luego se puso de pie. Miraba sin ver, oía sin escuchar. Un tren, y otro, y otro. Gente corriendo para subir, otras dando codazos para bajar. Tan pronto anudaba su corbata, como luego la aflojaba. Entonces lo vio. Se puso de pie. Dio algunos pasos a izquierda, luego a la derecha.

Un hombre que le pareció conocido caminaba apenas a un lado del vacío camino del tren.  Severo, el recién llegado, iba clavando la mirada en los demás, oteando, avanzando a pasitos.

Se vieron, a pesar de la gente que cruzaba.

El viajero puso en su cara una mueca lejana a la sonrisa. Levantó un poco su brazo derecho, como para saludar a alguien, a nadie. El otro, el que esperaba, se encaminó a su encuentro. El que llegaba, queriendo asegurar para sí que era su hermano, tomó todo el aire que pudo y preguntó, alto.

—¿Abel?

El anfitrión sonrió, como toda respuesta tácita. Más cerca, el recién llegado pudo tomarlo del brazo. Fue por las solapas, sugiriendo un abrazo. Abel se dejó llevar, viviendo el momento. Luego sintió cómo lo tomaban de cualquier saliente de su ropa. Tanta vehemencia lo hacía sentir mal, pero lo disculpaba, no obstante. Trató de zafarse. Contrariado por aquello que empezó a parecerle más una agresión, quiso protestar, pero no pudo. El pulpo lo asfixiaba. Cerró los ojos tratando de inventar algo. Sintió que su cuerpo ganaba altura. Se vio pateando en el aire, izado. Y luego lanzado. El hombre miró cómo un Ángel de senos duros llegaba en pleno vuelo a impactarlo, mandándolo al centro del callejón oscuro, el de los cables mil. Se miró entre neumáticos y lianas calientes. Un silbato se escuchó, largo. Luego las alarmas. Los frenos de emergencia pegaron sus gritos. Había caído algo, alguien, seguro otro suicida. Uno gritó que pronto, pronto, había que retirar aquello, lo que fuera. De prisa, carajo, que el tren debe continuar su carrera a Consulado, Misterios y La Raza, con Correspondencia Politécnico

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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