La firma
Por Jaime González Crispín
El elefante estaba enfadado y no podía disimularlo. La molestia le venía desde antes que empezara a caer el agua; mucho antes de que las nubes se acomodaran, silenciosas, sin ruido de rayos, tosidos de relámpagos o truenos en aquel cielo de desierto.
Incólume, con su compañera al lado, frente a la rampa de entrada al barco, meneaba los abanicos de sus orejas como diciendo no, no, no; sus ojillos, antes pacientes, hoy se exponían inquietos, sin fijarlos en punto alguno. Su protesta, pasiva al principio, se había vuelto una invitación subversiva a las demás especies a sumarse a la protesta, al motín prematuro, pero sin respuesta de quien había construido la barcaza, ni solidaridad de los otros animales.
Estaba agradecido, es cierto, con la deferencia hecha por el anciano Noé al señalarlos, a él y su pareja, para que por gracia divina hicieran el viaje en tan singular embarcación, pero había reclamos, como los planteados por la desaparición del resto de su manada, y aun por las otras especies, que lo ponía de muy mal humor y alimentaban su protesta.
Cuantas veces vinieron a hablar con él Sem, Cam y Jafet, hijos del loco constructor del arca, para disuadirlo, él hizo tronar su trompeta y les dijo que si en verdad aquel que ordenaba el diluvio era un ser de amor, que se desistiera de la idea de desaparecer a todo ser vivo. Por eso era su enojo, por eso su rebeldía que no le alcanzaba para entender la orden superior de que se abriesen, día y noche, todas las fuentes, compuertas y cataratas del cielo.
El agua caía y borraba toda súplica hecha ante el viejo aquel con facha de loco y pelo de pordiosero; las suplicantes voces de muchos otros por un espacio en la embarcación de madera, y mil burlas, no encontraban sino la indiferencia de su senil constructor.
─¿No que Dios es Amor? ─increpaba el paquidermo repetidamente, sin obtener respuesta.
El agua acortaba los tiempos para entrar al arca; muchas de las especies tocadas por la gracia selectiva y divina habían ya abordado. Algunas aves, gracias al recurso del vuelo, seguían dando vueltas, cansadas, suplicando un espacio en la goleta. Algunas se posaban esperanzadas de algún recurso de polizón, en el lomo del renegado, pero no había forma de salvarse y sucumbían; en tanto el paquidermo continuaba cuestionando la sabiduría y el amor de aquel dios insensible y la indiferente actitud de Noé, escogido del Señor por ser “justo y cabal ante los ojos de la gente”.
El elefante y su compañera sentían que el piso les faltaba. ¿Cuánto más duraría el reclamo y cuánto su fortaleza para soportar aquello? Un nuevo llamado de Noé retumbó en sus orejas.
─Si no vienen, serás el responsable de la desaparición de tu especie; ¡vamos, suban ya! ─ordenó el patriarca con voz grave. Y ambos abordaron, a reniego, el barco de milagrería, fortaleza de la continuidad de las especies.
Al concluir la cuarentena, Dios, sabio y humilde, se apersonó en alegórica forma de luz, ante el elefante inconforme, y le prometió que jamás volvería a ordenar otro diluvio. El elefante, insumiso, con resabio e insolencia, se atrevió y habló fuerte:
─¡Fírmalo!
Entonces Dios, trazo a trazo, color tras color, firmó en el cielo, creando el más hermoso, bello y perfecto arco iris, como rúbrica celestial de su promesa.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.