La Rueda Bar
Por Jaime González Crispín
Desde hacía varios días, Roberto Castañeda fue, tarde a tarde, al bar La Rueda buscando quién lo matara. Hasta el día en que la rueda de la fortuna de su vida le permitió cantar cinco veces la canción de Mi gusto es, y contar siete veces el chiste de El cura y el mariconcito, pero no pudo cobrar su premio.
Al llegar a la cantina, Roberto saludaba a todos. Inquiría si habían visto al señor Mancinas. “Al rato llega,”, le respondieron siempre; “Ya no tarda”, le contestaron cada vez. Ya tarde, con la esperanza por lo bajo, igual que siempre se retiraba a su casa profiriendo amenazas moradas de enojo.
Después de cumplir en su trabajo como agente de tránsito, Roberto llegaba a casa, donde lo esperaban la mujer y los hijos. Luego de reposar un rato, salía a la caza del coyote Mancinas. Cada tarde fue hasta la Rueda Bar, bajo el golpe de sol, portando su uniforme de agente vial. Apenas llegaba, lo mismo: preguntar por Mancinas, recibir la respuesta de que “al rato llega”, y a esperar, paciente. Más tarde, otra vez regresar a casa sin contactar al infeliz aquel.
Recién, a Roberto le había dado por cosas de la electrónica. Sin saber mucho, su amistad con un radiotécnico lo fue acercando a transistores y bobinas. En algunas ocasiones pudo, con su auxilio, resolver algunos sencillos casos de radios descompuestos. A cambio de su empeño, el hombre aquel lo gratificaba con algo de dinero. Roberto empezó a hablar de comprarse un auto y hasta confió que ahorraba con ese propósito. El dueño del taller no solo lo animaba, sino que hasta le dejaba para su reparación algunos aparatos que no requerían de mayor ciencia. El agente de tránsito vio crecer su autoestima y su ahorro.
Cierta vez el del taller invitó a Roberto a tomarse unas cervezas, para paliar el calor que acá es perro. Él aceptó. Fueron al bar La Rueda. Ahí conoció a otros compañeros de oficio del que lo había invitado. Ese día Roberto estuvo retraído, al principio. Más tarde, ya en confianza, pudo tomarse dos cervezas y comer de la botana que el grupo ordenó. Las reuniones se sucedieron cada jueves, en el mismo lugar. Roberto los acompañaba, campechano. Hubo ocasiones en que pidió ser considerado a la hora de pagar, pero nunca se lo aceptaron.
Una tarde, en plena reunión de grupo, un tal Mancinas se acercó y, con labia de vendedor de seguros, los invitó a participar en la rifa de una camioneta, todo lujo, usada, con documentos en regla, sin reporte de robo, en buenas condiciones mecánicas. Tres mil pesos boleto. Nadie del grupo de electrónicos mostró interés en el sorteo, excepto Roberto, quien se separó y fue a la mesa donde estaba Mancinas, comprometiéndose a comprar, al día siguiente, un boleto. Así fue como Roberto perdió tres mil pesos y, nueve días después de la rifa, la vida.
Los días pasaron calientes, sin gracia, con muchas penas y sin ánimos de cambiar. Roberto en los suyo, el mundo también. El martes del sorteo señalado, en La Rueda hubo más gente que lo ordinario. De una cajita de cristal, frente al contorno de neón de una rueda de molino y un barril cervecero, frente a todos, estuvieron sacando, papeleta tras papeleta con los nombres de los concursantes, hasta llegar al número convenido, el premiado.
Roberto, emocionado, siguió con todo detalle la secuencia y desarrollo del evento. Cuando llegaron al número ganador, una sensación de orinar se le presentó, repentina y exigente; se sintió acalorado, como con resfriado, con escozor, y hasta le dio por toser en forma reiterada. Una mujer leyó el nombre inscrito en el papelito: Roberto Castañeda, el ganador de la camioneta. Roberto brincó y gritó de gusto; se encaminó hacia la dama del papelito, lo recogió, lo releyó varias veces. Todos lo palmearon. Mancinas lo abrazó, repitiéndole que viniera al día siguiente, por la tarde, a recoger su premio.
Pero al paso de los días, Mancinas nunca llegó. El enojo de Roberto creció cada tarde de búsqueda y espera. Una vez hasta se atrevió a decir, a mitad de tugurio, en voz alta para que todos lo escucharan, que le dijeran a Mancinas que, si no se presentaba, él mismo se encargaría de partirle la madre. Poco a poco el desencanto y la impotencia se enredaron para hacerlo ver mal, para sentirse burlado, como idiota. Sus amenazas contra el vivales fueron más subidas de tono, cada vez, pero nada pasó.
El jueves llegó.
La reunión de los técnicos en electrónica se celebró, invariable. Roberto estuvo, otra vez, compartiendo con ellos. Al paso de las horas, la tarde se mudó a noche. Castañeda, medio nervioso, sin ubicar bien a bien por qué, decidió, sin que nadie se lo pidiera, frente a todos, cantar una canción: Mi gusto es.
Luego de los aplausos de los compañeros y otros de mesas vecinas, igual, sin que alguien se lo pidiera contó el chiste del cura y el mariconcito. De nuevo lo aplaudieron. Pero a pesar del canto, del chiste y de la bebida, Castañeda estaba inquieto. Más tarde, el grupo de radiotécnicos empezó a abandonar. El del taller invitó a Roberto a que se fueran, pero él dijo que se quedaría un rato más. Al salir, el radiotécnico vio cómo alguien del otro lado del salón que lo había escuchado cantar, le pidió que volviera a interpretar Mi gusto es, sin que Castañeda se hiciera del rogar.
Roberto fue brindando, mesa tras mesa, cantando hasta cinco veces aquello de “mi gusto es y quién me lo quitará…”; y contando hasta siete veces el chiste del cura y el mariconcito: “…y entonces el maricón, viendo la larga botonadura de la sotana del religioso le preguntó: Ay, padre, ¿y todo eso es bragueta?”, cuento que una y otra vez fue festejado con risas y gritos de borrachos.
El tugurio se llenó a tope. Castañeda estaba cada vez más fuera de sí. Fue entonces que, como parido por la calle, apareció Mancinas. Amplio, como rozado de las axilas, entró al salón. Un gorila le acompañaba. Se sentaron, recibiendo y contestando saludos de casi todos lados. Un cantinero se acercó, susurrando algo al oído de Mancinas.
Roberto, con el aplomo que da el alcohol y con muy poca pertinencia, se fue acercando, tambaleante, haciéndose aire con la papeleta del sorteo, la de su nombre inscrito, apoyándose en las mesas que mediaban.
─Hola, señor Mancinas –dijo, sarcástico– aquí me tiene como su pendejo, esperando que me entregue mi camioneta.
Mancinas habló por lo bajo al oído del gorila que, asintiendo, salió del bar. Condescendiente y falso, Mancinas invitó al agente a sentarse en su mesa, con una señal de su mano. Castañeda aceptó, más por su estado que por otra cosa.
─Tu camioneta está allá, afuera, si la quieres, vamos para que te la lleves ─le dijo.
Al hombre se le borraron los argumentos e insultos que había preparado a lo largo de los recientes días. Se puso de pie y dijo que sí, con lerdos movimientos de cabeza.
Abriéndose paso por entre la indiferente y nutrida asistencia de briagos y mujeres, alcanzaron la calle, hacia el rumbo que indicaba el hombre del sorteo. Ya en la calle, apareció una camioneta, sin luces encendidas, a toda velocidad buscando la humanidad de Roberto. Mancinas colaboró con un empujón. El hombre cayó al paso del vehículo quedando muerto, tendido a mitad del arroyo.
Los pocos testigos que vieron el accidente se limitaron a declarar, de manera torcida y perversa, que el hombre había salido ebrio, sin precaución, como era de suponer, y cantando Mi gusto es.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.