Julia y Julieta. Jaime González Crispín

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Julia y Julieta

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

La idea de matar a las conejas con todo y sus crías fue de Julia, la niña de los modales lindos, pero lo de comprar dos conejas preñadas, meterlas en jaulas y esperar a que parieran fue cosa de la abuela Clarisa.

Después del divorcio, Artemio y su hijo Óscar fueron a vivir con la abuela Clarisa. Él, empleado del gobierno; la abuela, jubilada, ex secretaria de plática hábil y verbos puntuales; Óscar, alumno de nivel primario, navegando sus leves pero evidentes signos del síndrome Down.

Cercana al Templo de San Jorge, la casa de la abuela se ubicaba, pequeña pero suficiente. Recientemente abuela, padre e hijo, habían visitado el mercado local para comprar los hermosos ejemplares, un par de conejas, ya preñadas, grandes, felpudas como puñados de algodón. Fueron dispuestas en las dos grandes jaulas color pastel, salas de gestación. Las conejas de castilla, de ojos azules, redondos y vivos quedaron ubicadas en espera del parto múltiple. De la escuela, niños en carrusel, invitados por Óscar, metían ruido de aula en la casita de la abuela para ver a las parturientas.

Fue del niño la idea de los nombres: una Julia, la otra Julieta. La abuela bordó en color rosa los nombres de cada uno de los animalitos, en pequeños listones blancos de tela satinada, para atarlos en los respectivos cuellos. Las visitas de los escolares se multiplicaron. En la parte alta de cada jaula fueron colocados anchos letreros con los nombres de las orejonas, llamativos, claros, negros, con letra cursiva, como solo una exsecretaria podía escribirlos.

Los días pasaron y las conejas en lo suyo.

Aquella mañana de sábado, Artemio llegó a casa, pero no encontró a nadie. Por las relaciones de su madre con las actividades del templo, pensó que ambos, abuela y nieto estarían allá. Caminó los escasos ochenta metros que mediaban entre casa y curato y, en efecto, allí los encontró. Junto a la abuela, en el atrio, una niña jugaba y reía con Óscar. La nena lucía un amplio y largo vestido verde pastel, muy elegante; zapatos negros, extremadamente limpios y cuidados, con calcetas que hacían juego no solo con los moños del largo pelo, sino con la gargantilla en la que se adivinaban, preciosas, las letras de algún nombre, seguro el de ella, muy bien bordadas. Su risa limpia, la dentadura y su pelo brillaban como para anuncio de televisión. Dos veces electa Reina en el colegio y otras tantas del pueblo, la niña aquella era centro de admiración y elogio; su participación en labores sociales era muy reconocida, sobre todo en la casa Hogar de Ancianos; las actividades de ayuda y auxilio le brillaban en los ojos, en la cara, y no pocas veces había sido propuesta para que, en el decembrino Nacimiento Viviente, representara a la virgen María, deferencia que siempre declinó.

Era una niña que Artemio conocía más por lo que se decía de ella que por su físico; además no la había visto en el desfile vespertino de niños para admirar a las conejas que en casa amamantaban ya a las nuevas crías. La bonita se presentó con una caravana cortesana:

─Señor, yo soy Julia, aunque todo mundo me llama Julieta, para servir a usted. 

Artemio correspondió al saludo. La niña insistía algo al oído de Óscar, pero él no hacía mucho caso. Los cuatro se adentraron en la parroquia, hasta muy cerca del altar. Llamaban la atención los cuidados y las formas correctas de comportarse de la chiquilla: hincada se santiguaba, abría los brazos, comedidamente; con cara contrita, llena de devoción religiosa, abría y cerraba los ojos preñados de fervor católico; movía sus labios rosados con alguna oración aprendida, en contemplación; con sus manos juntas al frente, en el pecho, miraba pía hacia el altar. 

En voz baja, Óscar pidió la llave de la casa a su padre quien, por condescender, accedió. Inocente, Óscar entregó a su vez la llave a la niña. Ella, sigilosa, sin dejar de rezar, salió del templo, alcanzó el atrio y ya sin máscara emprendió el camino, a toda prisa, hacia la casa de la abuela, para ver a las conejas paridas de las que tanto había oído hablar en la escuela. Óscar, por sus limitantes, no dijo nada de las llaves.

La abuela sugirió volver a casa. Óscar explicó lo de la niña bonita y el llavero. Artemio alargó sus pasos y se adelantó. Cuando entró a la casa las puertas estaban abiertas. Un mal presagio le pegó en la frente. La chiquilla, frente a las jaulas, había dado muerte, con una vacía botella de refresco, a las catorce crías recién nacidas, que aún no abrían los ojos, y a una de las conejas. Ya iba por la segunda. Un golpe seco, frente a la mirada atónita de Artemio, cayó sobre la otra parturienta que, de inmediato comenzó a patalear, moribunda. La sangre alcanzó a la bella, salpicando su limpio atuendo. Su vestido hacía juego ahora con sus manos, rojas, violentas, aun temblorosas por la ira. Los mismos labios que musitaron oraciones en el templo, se abrieron cínicos para mentir y justificarse, hipócrita:

─Óscar me lo ordenó.

A la llegada de la abuela y del niño, Artemio se interpuso en la puerta. La señora intuyó que algo pasaba. Tomó de la mano a Óscar y pidió que le ayudara para regresar al templo. Artemio, meneando la cabeza y con la náusea muy cerca, se dio a la desagradable tarea de recoger los animalitos muertos y a ponerlos en una cubeta de plástico. Uno a uno, con sus dedos índice y pulgar, los fue tomando de las orejas. Su cabeza era un remolino de ideas y de emociones; sus ojos se llenaban de ira, a ráfagas, pero luego, también, de perdón; pensaba en informar a los padres de la pequeña, de decirlo al cura, en confesión, de divulgarlo en la escuela, en el Asilo de Ancianos, en todos lados. Terminada la tarea, cavó un hoyo en el pequeño jardín y sepultó a las conejas, a las crías y a sus cruzados pensamientos.

La bella había salido sin prisa, no sin antes arrancar de sobre las jaulas los anchos listones con los nombres de las conejas, Julia y Julieta, escritos en letra cursiva, como solo podía hacerlo una exsecretaria.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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