Pinche osito panda
Por Eusebio Ruvalcaba
Para mis hijos
En mi casa son así. Mi papá se levantó el domingo tempranito, se asomó a la recámara y gritó: “¡Órale, a levantarse burros, que nos vamos a ver al osito panda!”
No tuvo que repetirlo. Yo y mi hermano Julio y mi hermanita Marilú corrimos a la cocina y mi mamá ya estaba calentando la sopa de fideo. Nos dijo que mientras nos hacía unas tortas de fideo con una embarrada de frijoles para que desayunáramos en Chapultepec, nos comiéramos los gansitos que estaban en el refri y que ayer nos había traído mi padrino Arturo, el que estuvo en la orquesta de Carlos Campos. “Córranle en cámbiense para que me vayan a traer unos bolillos y unos jarritos a la esquina”, nos mandó luego luego.
No, si para los mandados somos buenos. Y sobre todo si después nos vamos a ir a Chapultepec; y con más ganas si vamos a ver al osito panda.
De volada fuimos y venimos. Trajimos cuatro jarritos de tamarindo bien fríos, porque son los más sabrosos, una coca familiar y un sidral porque mi mamá está malita del estómago y tiene que ir al baño cada ratito.
Mi papá se puso su camiseta que le regalaron en Bancamer y salió a revisar el coche. Todos corrimos con él porque nos encanta ver lo que hace y ayudarle.
Tenemos un Mércury 56. Mi papá lo quiere mucho porque dice que fue de Pedro Infante. Es amarillo, rojo y azul y blanco. Mi papá dice que en ese carro Pedro Infante paseaba hasta cinco o más novias y que guardaba en la cajuela su guitarra, su traje de charro, un kilo de carnitas, otro de chicharrón, mole verde, tortillas y los periódicos y las revistas donde salía retratado. Ora que andamos en los 25 años saliditos de la muerte de Pedro mi papá va a llevar el coche con Raúl Velasco a ver si lo quiere sacar en Siempre en Domingo. Quién quita y sí. Al fin que siempre le echa su agüita y su aceite y nunca tiene que llevarlo al taller porque mi padrino Arturo, el que estuvo en la orquesta de Carlos Campos, es mecánico y lo tiene como relojito.
Cuando llegó mi padrino Arturo y mi mamá estuvo lista nos trepamos al coche. En el camino a Chapultepec nos fue a todo dar. Mi mamá y Julio le cambiaban seguido al radio y siempre oíamos a Yuri con el Osito Panda, y más en Radio Mil y Radio Felicidad. Mi padrino Arturo, para vacilarnos, le cambió la letra y se puso a cantar: “Queremos tortas de osito panda/ sus naricitas en salsa verde/ y en vinagre sus orejitas”. Es bien guasón. Qué bueno. Pero apenas lo oíamos a veces porque como vivimos en Tulyehualco y agarramos Taxqueña y luego Insurgentes, los de las motos que pasan bien rápido hacen mucho ruido y apenas dejan oír.
Por fin llegamos a Chapulín. Pasamos frente a la casa del presidente, nos estacionamos adelantito y todos bajamos como rayo, cada quién cargó una cosa, mi mamá cargó más, porque como no le gusta jugar se cansa menos y puede cargar más, aunque sea un poquito, pero sí. Eso dice mi papá. La cosa es que no se nos olvidó nada: el balón de fut, los guantes de box, los refres, las chelas que también estaban en el refri, las tortugas, unos huevos de esos duros que se les quita la cáscara y se les echa su salecita, el Esto, el último de Lágrimas y el último de Memín, un yoyo al que nunca les hemos conseguido la cuerda pero por si las dudas, chilitos en vinagre y salsa de botella de la que compramos de Mérida en el mercado, las papitas que quedaron de ayer que vino mi padrino Arturo a botanear, un juego de boliche de a mentis, el libro de las clases de karate, el destapador, las almohadas, los sarapes, el juego de la comidita de Marilú, la hamaca, la cámara para sacarle sus fotos al osito panda y la grabadora para poner las cintas de mi padrino Arturo con la orquesta de Carlos Campos.
De picada nos fuimos al zoológico. Primero queríamos ver al león. Pero ya todo está re cambiado y lleno de tierra porque lo están haciendo como más raro. Preguntamos entonces qué dónde estaba el osito panda y el señor policía nos dijo que a la vuelta de los changos, pero que de una vez nos fuéramos formando porque la cola que llegaba hasta la salida era para ver al osito.
—Pues qué remedio, compadre —dijo mi papá.
—Pues ni hablar, a formarse —le contestó mi padrino Arturo. Pero mi mamá no quería. Antes de irnos a la cola le platicó al señor policía que ella estaba enferma del estómago, que no fuera malito; que si no serviría de algo su credencial del Club de la Televisión. El policía nomás se rio y le volvió a decir que mejor se formara, antes de que la cola se alargara más grandota.
“¡Cómpranos un algodón, papito!” dijo Marilú, y mi papá nos dio cincuenta pesos, fuimos e íbamos a regresar por diez más porque ya valían veinte pero entonces nos dimos cuenta: no estaba mi hermanita Marilú. Regresamos corriendo con mi papá y mi mamá y mi padrino Arturo, que estaban en la cola, pero tampoco estaba allí mi hermanita Marilú. Mi hermano Julio empezó a gritar como loco y a llorar. Y nos llovieron los gritos y los regaños: “¿Dónde la dejaron?” “¡Mensos, ni porque son hombres y ella es mujercita!” “¡Se la llevaron los secuestradores, viejo, se la llevaron los secuestradores! ¡Sálvala, viejo, sálvala!” Mi padrino Arturo dijo que no había que perder la calma, que pues yo tenía ocho años y mi hermano Julio nueve, y que todavía estábamos esquincles. Y que aunque Marilú tenía cinco pues era bien lista la condenada. Que mi mamá y nosotros dos nos quedáramos haciendo la cola para no perder el lugar, que mi papá se dedicara a buscarla y que él iba a ir a la gerencia a que la llamaran por micrófono, “como en el aeropuerto” dijo.
Y así lo hicieron. Mi mamá no dejaba de llorar y de limpiarse y de sonarse con el delantal. “¡Cómo se me fueron a olvidar los klines!”, decía. Y también: “¡Mi Marilú, mijita, mijita linda, ¿dónde estás? Dios mío, virgencita chula por lo que más quieras devuélvemela, devuélveme a mijita, llévame a mí, si quieres, pero devuélvemela!” De pronto, empezó toda como a enchuecar las piernas, como a retorcerse, y nos dijo: “ya nomás esto nos faltaba, ya me dieron ganas de ir al baño. Orita vengo. Cuiden bien todas las cosas. Si viene su papá le dicen que fui a los baños del trenecito”. Y órale, se echó a correr.
Llevábamos ya un ratote yo y mi hermano, avanzando paso a pasito que casi ni se sentía, cuando me jalaron de la manga, era mi hermanita Marilú. Venía comiéndose un algodón y traía un globo de esos como espejos, de los que brillan, con una foto del osito panda. Nos contó que “como un señor y una señorita me vieron chille y chille porque no sabía a dónde estaba mi mamá, me dijeron que qué me pasaba y yo como no podía hablar me regalaron el globo y el algodón. Y entonces ya los vi, ya los vi a ustedes. Y les dije al señor y a la señorita que aquí estaban ustedes y ya me vine con ustedes”. Mi hermano Julio la iba regañar porque dijo que después del sustote todavía le habían regalado a ella un globo de los caros, de los de cien pesos, pero entonces llegó mi mamá y la cargó y la llenó de besos y se llenó toda la cara de algodón y se quedó toda rosa de la cara. Casi enseguida llegó mi papá y luego mi padrino Arturo, el que estuvo en la orquesta de Carlos Campos. Los dos también se pusieron a chillar y a carcajearse, porque dijeron que no debieron agarrarles los nervios, porque Marilú era bien agusada y que fácil iba a regresar, a dar con nosotros. Yo y mi hermano también nos empezamos a reír, y también nos agarró la chilladera. De todos modos dijimos que lo mejor era no separarnos y hacer la cola juntos con cosas y todo, y aventarnos siquiera los huevitos duros. Nomás para calmar el hambre, porque ya se estaba poniendo canija.
Después de un cachonón de estar formados mi mamá se empezó a sentir que le entraba el genio. Dijo que si habíamos traído las cosas era para desayunar y empezar bien el domingo y luego ponernos a jugar y echarnos una cieguita, pero que ya se estaba haciendo bien tarde y a nosotros se nos estaba pasando la hora. Que un gansito, un algodón y unos huevos no eran nada y que ni modo de comernos todo allí porque era para el pastito. También dijo que se le iban a aguar las tortas y que ella ya estaba hasta el gorro. Que aunque nos habíamos estado contando chistes y películas, ya no, ya no podía más. Que no la dejaban en paz los cólicos ni el dolor de cabeza “a lo mejor por tanto sol. Cómo se nos fueron a olvidar las cachuchas”. Pero mi papá le dijo que ya íbamos a llegar, que se entretuviera mirando al chango de las nalgas rojas como de plástico. Qué pues que comprendiera que él no tenía chance de faltar todos los domingos a la fábrica, por lo de los turnos, y que además su compadre Arturo pues también ya estaba ilusionado para ver al osito. Y que además el próximo domingo que descansara ya se lo había prometido a su compadre para irse a echar una cascarita al Neza, porque allá todos los del equipo querían conocer su carro, el de Pedro “cinco minutitos más, cinco minutitos menos, pero ya vamos a llegar”. Julio dijo que si se aguaban las tortas no importaba, porque él se iba a comer nomás el puro fideo, pero que quería ver al osito panda porque dicen en la escuela que hasta concede deseos.
Y en eso estaban cuando gritó el señor policía: “¡ya, se acabó. Ya se va a dormir el osito panda!”
—¡No friegue! ¿Cómo que ya se va a dormir? ¿Y nosotros qué? —le reclamó la gente.
—Yo no tengo que ver. Ahí está el letrero. A las once se suspende la visita, así qué, circulando.
—Sáquese qué —le dijo mi mamá—. No vamos a estar parados aquí nomás de mensos más de una hora con el solazo y todo nomás para que nos diga que ya se durmió el méndigo osito panda.
—Señora, más respeto a la autoridad. Si ve que la cola casi no alcanza, pues yo no tengo la culpa que no se dé cuenta de la hora. Y además el osito necesita descansar. Hace harto calor. Qué tal si se nos insola.
—Pero no es para que grite ni se ponga usted en ese plan ¿no? —le dijo mi papá.
—¡No le grite a mi compadre porque se las ve conmigo! —se metió mi padrino Arturo.
—Y si va con mi compadre va conmigo —se enojó mi papá.
—¡Viva mi padrino Arturo! ¡Viva mi papito! —gritamos yo y mis hermanos.
—Nadie está gritando, señores. Solamente le estoy diciendo a la señora que el pueblo tiene que respetar al osito. ¿No ve que ni los rusos ni los gringos tienen uno? Es nuestro mayor tesoro, como el penacho de Cuauhtémoc, digo, de Moctezuma.
—Pero no grite y vaya respetando a las damas, que nosotros sí sabemos gritar de veras —le dijo mi padrino Arturo.
—Oh, que nadie está gritando, hombre. Pero por favor circulen, circulen.
—Mamá, ¿y si crece el osito panda? —le preguntó mi hermanita Marilú.
—No te preocupes —le dije—, luego lo vemos en la tele.
Mi papá le iba a reclamar más al señor policía, pero pasó una gringa con unos yins y una blusa amarilla como muy pegada que decía “Dame un beso”, y ya no pude reclamar nada. “Adiós, mi reina”, alcancé a oír que le dijo bien quedito cuando mi mamá estaba sonando a mi hermanita Marilú.
Y ya fue inútil alegar. La gente se empezó a ir y mi mamá dijo: “Pues ya ni modo, viejo. Mejor vámonos. De todos modos ya estaba yo hasta el gorro”. Mi papá se le quedó viendo y le contestó: “Está bien, mi reina, como tú quieras”. Y se volteó con nosotros y mi padrino Arturo: “vámonos, que se nos van a aguar más las tortas”. “Oquei” Respondió mi padrino Arturo, el que estuvo en la orquesta de Carlos Campos. Cargó a mi hermanita Marilú de a caballito y nos dijo a nosotros dos: “¿nos echamos unas carreritas?” “¡sale!”, le contestamos. Y nos perdimos entre la gente.
Eusebio Ruvalcaba Castillo (1951 – 2017). Escritor. Entre sus muchos títulos destacan Música de cortesanas y Lo que tú necesitas es una bicicleta. A los cuarenta años, con su novela Un hilito de sangre ganó el Premio de Literatura Agustín Yáñez. Otros de sus muchos libros publicados son: En novela: Desde la tersa noche, Lo que tú necesitas es tener una bicicleta, John Lennon tuvo la culpa. Cuento: ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, México, Planeta, 1990, Las memorias de un liguero, y Amaranta o el corazón de la noche. Ganó los siguientes premios: Premio de Cuento El Nacional, 1977. Premio Punto de Partida de Teatro, 1978. Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, 1991. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, 1992. Premio Internacional de Cuento Charles Bukowski de la editorial Anagrama, 2004.