Cuento de a deveras. Fructuoso Irigoyen Rascón

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Cuento de a deveras

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

Algún imaginario lector habría, por alguna imaginaria razón, avanzado una crítica -constructiva o destructiva según se le mire- a mis cuentos: «un relato sin princesa, brujas, ogros y dragones no es realmente un cuento de a de veras». Reflexionando me dije: tal vez ese idiota -perdón, quise decir querido y respetado lector- tiene razón. Comentando el caso con el comandante Cachimba (relación que si no fuera imaginaria pues sería muy inconveniente y hasta peligrosa en el mundo actual), este apuntó:

—Desde que los camaradas rusos eliminaron a las niñas Romanov, ya no se han visto princesas como las de los cuentos. Los revolucionarios como el Ché, Fidel y yo nos hemos alzado contra dictadores y regímenes autoritarios y no contra gente como la de los cuentos.

—Mi buen Cachimba, no lo tomes tan en serio -recuerda que estamos en un plano imaginario ficticio- pero ¿qué hubieras hecho si tu revolución hubiera sido contra una realeza como la de los cuentos?

—Los habría puesto a disposición del Tribunal Democrático Revolucionario.

—O sea, para ser sentenciados a muerte y públicamente ejecutados.

—Probablemente.

Y ahí quedó la imaginaria conversación con el líder revolucionario.

A riesgo de parecerme al Principito que visitó a aquel banquero en su planeta particular, en mi viaje imaginario fuí a ver a otro personaje, este el dueño de un montón de cosas y millones de millones, quien habría de decirme:

—Si uno de esos reyes o princesas se acercaran a mi banco o a la financiera, sería seguramente para solicitar un préstamo. Y, seguramente se los negaríamos.

—Pero ¿por qué?

—Si examina usted esos cuentos, verá que la estructura tributaria de la cual depende su supervivencia depende de los impuestos que paga gente muy pobre. Por alguna razón, los cuentistas siempre retratan a un pueblo muy pobre y una nobleza riquísima y sin oficio. ¡Insostenible!

—Ya veo.

—Y, a propósito, nuestros agentes nos informaron que visitó usted a Cachimba. Ándese con cuidado; lo pueden confundir.

—Gracias por la advertencia. Andaré con cuidado.

Después de esa absurda conjugación del verbo andar -no propia para plasmarla en un cuento- me dispuse a examinar las galerías fotográficas de las casas reales europeas que aparecen en la internet: ¡Huy, que gente tan fea! No califican para protagonizar mi cuento. ¿Dónde encontrar una princesa de cuento? Me vino a la mente la canción que dice: «y pareces princesa de cuento.»

Internet me llevó a los escaparates de las tiendas especializadas en vestidos de gala para damas. Ahí encontré, entre los que ofrecen para la celebración de las quinceañeras, muestras de verdaderos atuendos de princesa. ¡Vaya paradoja! las princesas -o quienes visten como tal- en la actualidad son niñas clasemedieras o incluso pobres, cuyos padres se gastan el salario de todo un año para pagar el vestido y la fiesta. De cualquier forma, había encontrado en aquellos maniquíes, no una, sino muchas candidatas como modelos de princesa para mi cuento.

Caí entonces en la cuenta de que los papás de las quinceañeras, al igual que los reales europeos, no correspondían a la imagen del rey en mi cuento: El rey debía ser regordete y bajito. Enfundado en una capa de armiño y seda. Con barba santoclosina (neologismo por: como de un Santa Claus) o afeitado con pómulos colorados como manzanas causado por ¿psoriasis? ¿roseola?. Con el cabello recordando a la época temprana de los Beatles y una corona de oro con piquitos ligeramente ladeada sobre la cabeza.

Según el cuento, el rey concedería la mano de su hija a quien matara al dragón que asolaba su reino. El banquero tenía razón: el pobre rey no tenía en qué caerse muerto, por eso ofrecía a su hija en lugar de una jugosa recompensa monetaria. Imaginemos que eso no fuera un cuento ¿qué dirían hoy las feministas o los de Derechos Humanos? Pero, en el cuento, los estrategas políticos del rey aprobaban sin ambajes la oferta:

—Es espectacular y no cuesta nada al erario, salvo los carteles que se fijan en los postes. No más de diez y unos pocos volantes.

—¡Además ni hay dragones!

Que si los hay, que si siquiera existen o si nunca existieron, lo veremos enseguida. Pero, antes, examinemos qué es de la reina. Haciendo un collage de todas las reinas que aparecen en los cuentos, deducimos que se casó con el rey en segundas nupcias, tanto de él como de ella. Muy guapa, pero los años le iban haciendo mella; de ahí la envidia por la princesa, que, en su vestido de quinceañera, lucía espectacular. En algunos relatos es una bruja que domina el arte de elaborar filtros y pociones; en la realidad, probablemente solo una bella secretaria con un curso básico de farmacia. En algunas versiones, sus otras hijas son tan malas como ella.

Por supuesto, no solo a la madrastra se le atribuye ser bruja. Hay más brujas.

—Baum contaba con dos malvadas y dos buenas, una por cada punto cardinal— en mi cuento anticipaba solo dos, una externa y la interna, que sería la madrastra. Pensé en retrotraer el espejo mágico con complejo de juez del concurso de Miss Universo, convertido en tableta electrónica, pero creí mejor dejarlo solo en envidia, sin materializar ese poderoso sentimiento en un objeto dado. ¿Cómo se desarrolla la envidia? la madrastra, toda vestida de negro, con la blusa y la falda tan entalladas que dejaban poco a la imaginación, y aquellas piernas de vaudeville, forradas con medias de calado de rombos y flores de lis; por otra parte, la princesa, con su atuendo de quinceañera, todo blanco con acentos plateados. El lado oscuro del reyezuelo se excitaría tremendamente con la primera, mientras que la inocencia proyectada por la segunda cautivaría el lado bueno del rey del cuento. Puede ser que lo de la manzana envenenada no fuera una inducción de anestesia permanente, como propuso Perrault, sino un verdadero intento de asesinato. Se ha especulado que la finalidad de contarles algo tan escalofriante a los niños es solo enseñarles que no deben comer o tomar nada de lo que un extraño les ofrezca. ¿Hay dragones? Preguntémosle a uno.

—En efecto, no soy ni un dinosaurio que ha sobrevivido hasta la actualidad, ni una iguana gigante. Que existimos, baste considerar cómo es que, desde el lejano oriente, China, con sus desfiles y danzas en que el dragón es una prominente figura, hasta el santoral cristiano, en que san Jorge mata a uno de nosotros, se demuestra que por todas partes nos han visto; es decir, que sí existimos.

 —¿Y el fuego?

—Unos dicen que es imaginario, que el miedo que inspiramos hace que quien nos encuentra se imagine que sale fuego de nuestras bocas. Otros piensan que es un truco, un dispositivo hidro-mecánico que arroja un chorro de alcohol u otro combustible a distancia. Aun otros piensan que solo hacemos como los tragafuegos que andan por las calles, que escupen un buche de petróleo al que prenden fuego: un arte peligroso que, aunque muy visto, ya no se le aprecia.

—Y tú que eres supuestamente uno de ellos, ¿qué nos dices al respecto?

—Prefiero no decir nada.

El ogro, por su parte, no intervendrá en la historia. Se supo que los cargos contra él de impropiedades sexuales con menores habían sido retirados y que nunca se le pudo demostrar lo del canibalismo. Sin saberse si de hecho había cometido algún delito se había retirado. Como se muestra en alguna película animada, en que no se le llama ogro ya más, había encontrado una ogra, igual de fea que él. Se habían casado y ya tenían varios ogritos.

Por supuesto, falta un elemento indispensable en nuestro cuento: el príncipe mismo. Como en el caso del rey, era difícil encontrar un modelo. Muchos prospectos, pero ninguno que pudiera llenar los zapatos de un príncipe encantador (charming prince). Algunos presumían de tener su propia AK-47, otros traían espadas u otras armas punzocortantes, y finalmente, alguno ofrecía derrotar al dragón a mano limpia, confiando en su entrenamiento en artes marciales.

Volviendo al dragón, este, de lejecitos, contemplaba a sus potenciales matadores:

—No veo uno que me pueda llegar. Pobrecitos, ya huelo sus cabellos chamuscados.

Nótese que nuestro dragón no es un reptil cualquiera, sino un fuerte e inteligente luchador.

En fin, con todos los actores identificados, el cuento realmente comienza aquí: cuando los pocos asesores que le quedan al rey le comunican que una cabra desapareció en las inmediaciones de la sierra.

—Puede haber sido un campesino hambriento, que hay muchos. O un puma, un oso, o bien la cabra cayó en el barranco y no ha sido localizada. Pero, lo más probable es que fue el dragón, pues dicen que alguien lo vio por ahí.

El rey preguntó cándidamente:

—¿Es eso suficiente para emprender una campaña anti-dragón? ¿Es necesario ofrecer la mano de mi hija como recompensa a quien elimine al dragón?

—Con todo respeto, su majestad, la mano de la princesa se ofrecerá solo a un príncipe calificado que, además, traiga la cabeza del dragón.

No era difícil convencer al gordito de que era políticamente correcto deshacerse del dragón; después de todo, si de veras existía el dichoso dragón, sería un ser distante y exótico, incapaz de generar alguna empatía. Por otra parte, su hija ya estaba entrando en edad casadera y no se había notado ningún interés por cortejarla entre los miembros de la nobleza local. Así que eso de príncipe calificado le había sonado muy bien. El rey no había caído en la cuenta de que detrás de todas estas propuestas estaban las siniestras maquinaciones de la reina. Un tipo que así nomás era capaz de matar a un animal ignoto y lejano sería un hombre duro y rígido, probablemente un militar, que le daría una vida de infierno a su odiada hijastra.

—¡Qué bueno! Así tendrá un gran marido. Un hombre de verdad. —declaró la reina con fingido afecto.

La princesa se las olía. No era nada tonta. Y llevaba un as formidable guardado en la manga: había descubierto que la reina se daba sus vueltecitas a la casita en el fondo del jardín donde se quedaba un joven y fornido jardinero.

Si se requiere la quemo—pensó — Pero primero veremos qué me trae el destino.

La bruja de la montaña -enemiga jurada de la reina- había preparado un potaje que, puesto a serenar toda la noche y tomado con dos aspirinas, convertiría a un dragón en un apuesto príncipe. Y ya le había ofrecido al dragón dárselo cuando se necesitara, con la condición de que, cuando se efectuara la metamorfosis, también a ella le hiciera su favorcito. El dragón, quien estaba muy orgulloso de sus verdes escamas, no había hasta entonces tomado en serio el ofrecimiento, pero al enterarse de la conspiración en su contra, comenzó a fraguar una idea: ¿Qué tal si el que se presenta como pretendiente de la princesa y cazador de dragones no es sino el dragón mismo en apariencia de príncipe? Además, la bruja de la montaña no está nada mal. Hemos dicho que el dragón era un ser inteligente, por lo tanto, tenía que hacer algunas indagaciones, antes de tomar una decisión.

—¿Me podrías decir si hay efectos secundarios?

La bruja de la montaña, que para la consulta se había emperifollado -como decía ella- y lucía como una presentadora del clima de noticiero televisivo, respondió como meditando cuidadosamente lo que iba a decir, no quería asustar a su presunto cliente:

—Bueno, como sabrás todo medicamento, en este caso poción mágica, puede tener efectos colaterales. De hecho, la poción que te ofrezco se considera experimental, transformar dragones en apuestos príncipes es un campo nuevo, novísimo. Asumiendo lo que podemos derivar de nuestra experiencia en transformar príncipes en sapos y viceversa, la cual es mucho más amplia, podemos decir que no es de esperar tener muchos problemas.

—Segunda pregunta —dijo el dragón sin ocultar su preocupación, pero también un tanto cohibido por la extravagante e inesperada coquetería de su interlocutora— ¿El efecto de la poción es permanente? ¿seré príncipe por el resto de mi vida?

—Eso no lo sabemos. Pero como recordarás yo estaré cerca de tí todo el tiempo, es parte del trato. Y te garantizaré el acceso a segundas dosis o refuerzos si es necesario.

—¿Y el fuego?

—Eso tampoco lo sabemos. Pero te recomendaría que al menos mientras te acostumbras a tu nueva forma corporal no te enojes y si te enojas, no te enojes mucho. ¿Algo más?

El dragón no tomó mucho tiempo en aceptar lo que la bruja le proponía. Sabía que, aunque fácilmente freiría a varios de los príncipes que se enfilaban con armas poderosas para enviarlo al otro mundo, tarde o temprano alguno lo lograría: Me agarrarían dormido, pensó.  Además, ya no había dragones hembras a quienes pudiera cortejar. Pero antes de decirle en definitiva que sí a la bruja, averiguó que la transformación mágica incluiría un eunuco de escolta, dos pajes     -probablemente chapulines mágicamente transformados- vestuario apropiado y hasta un pequeño elefante.

—Estoy listo—y con su nueva voz de príncipe dijo excitado—¡Dadme pues esa poción!

La bruja contoneándose provocativamente como una serpiente, alcanzó un frasco que estaba en un anaquel al fondo de la habitación. El propio frasco era tenebroso, era como un matraz de Erlenmeyer forrado de un moho verdoso y tapado con un corcho podrido. El dragón lo tomó con cuidado, ahora debería dejarlo a serenar a un lado de la entrada de su cueva, ya tenía las aspirinas sobre una roca que hacía de mesa.

La mañana siguiente despertó un tanto atolondrado, pensó que lo había soñado todo, pero ahí estaban las aspirinas. Corrió a la entrada de la cueva y ahí estaba el frasco escurriendo agüita del sereno de la mañana.

—Antes de que me arrepienta—puso las dos aspirinas sobre su lengua y apuró el contenido del frasco.

Viéndose en un nuevo cuerpo desnudo, se volvió a meter a la cueva. Colgado en un perchero, estaba su traje de príncipe: pantalones bombachos, camisa de fina seda de Tailandia, collar de conchas, turbante con un rubí en el centro y mocasines de gamuza fina. Antes de que se pusiera nada, ya lo estaban asistiendo los dos pajes. El eunuco, con su cimitarra, montaba guardia en la entrada. Mucha admiración le causó el elefantito que, enjaezado al estilo Jaipur, le aguardaba. A pesar de la insistencia de los pajes, no quiso montarlo. Habían bajado a la aldea de la montaña para comprar un poco de pienso para el elefantito y ya se disponían a partir rumbo a la capital y al palacio real cuando, de entre las casas, surgió un tipo con facha de guerrillero, barba de tres días y portando una impresionante AK-47.

—¿Vive aquí el dragón?

—Vivía. Se ha ido muy lejos.

—¿A dónde?

—A China tal vez, a donde los dragones son apreciados.

Y el tipo se marchó desconsolado a seguir bebiendo.

Bajar la montaña es, por supuesto, más fácil que subirla. Llegaron pronto al palacio, notaron que unos criados removían un letrero que decía:»Consejo Selectivo de Pretendientes».

—¡Hey! ¿Qué pasa?

—Pues que se venció el tiempo que los Pretendientes tenían para registrarse.

—A eso venía yo ¡Ah que carambas!

Ya se retiraban cuando la reina salió de la cámara del consejo y alcanzó a ver primero al elefantito e inmediatamente después al príncipe.

—¡Caray! ¡que este es mucho más guapo que los otros! ¡y sus ropas, indican que mucho más rico! ¡démosle una oportunidad! —dijo indicando a los que quitaban el letrero que lo llamasen. Los otros consejeros volvieron a sus puestos de mala gana, pero la última palabra la tenía, como siempre, la reina.

—¿De dónde vienes?

El dragón ya venía aleccionado. La bruja de la montaña sabía bien cuales reinos conocía su enemiga y cuales no. Sin dificultad recitó lo que había sido instruído a decir.

—Ya veo ¿cómo piensas matar al dragón?

—No os preocupéis, tengo más de una docena de dragones en mi conciencia.

—¿Fumas?

—No, por dios ¿puedo saber por qué preguntáis?

—Cuando entraste al salón creí ver que salía humo de tu boca. Pero ha de haber sido que venías del calorón al aire acondicionado.

—Eso ha de haber sido.

—Finalmente, debo decirte que hay dos pretendientes antes que tú y que ya están en el campo intentando dar muerte al dragón.

—Sí, ya conocí a uno de ellos.

Mirando al apuesto príncipe con ojos que no corresponderían a los de una suegra decente, dijo en tono meloso:

—En caso de que ya vayan muy adelante, que te coman el mandado, ven por acá de todas formas. Tal vez encontremos algo para ti.

Pensando que ese no era un lenguaje apropiado para una reina, caminó hacia atrás como lo requería el protocolo repitiendo:

—¡Gracias, muchas gracias!

También le extrañó que la princesa, cuya mano estaba en juego, no fuera mencionada siquiera. Cierto, su foto de estudio colgaba de la pared, detrás de la mesa que ocupaban los consejales, pero ni siquiera señalaron diciendo: “Mírala, ahí está”. Por otra parte, ya advertía un mundo de dificultades: no solo una bruja, sino dos, y además una princesa cándida. Así lo creía el príncipe exdragón.

Faltaban los detallitos, tendría que conocer al rey, conseguir una cabeza de dragón, lo cual no representaba mucho problema. Si la bruja había materializado un elefantito, una cabeza de dragón no sería tan difícil. Deshacerse de los dos príncipes calificados rivales, conocer a la princesita y ser aceptado por ella, cuando comenzar a cumplirle a una o tal vez dos brujas. Pero todo mejor que estar en su cueva esperando al próximo cazador de dragones, esperando la muerte.

En la casa (llamada eirbiandbi) que la bruja de la montaña había alquilado para él ésta lo esperaba.

—¡Buen trabajo! Ahora a quedarnos aquí escondiditos haciéndoles suponer que andas allá cazando al dragón y mientras tanto.

Uno de los consejales le había tomado unas fotos y un video con su teléfono celular, sin autorización, al príncipe y se los había mostrado a la princesa.

—¡No está nada mal! Pero ¿fuma?

El de la AK-47, mientras tanto, seguía de parranda. En la taberna conoció a un tal Juancho, que por coincidencia tenía un ranchito justo al lado de la montaña donde estaba la cueva del dragón. También conocía a la bruja.

—¡Es bien pluma! —dijo y del dragón —Pasa algo extraño con él, se le vió entrar a la cueva, pero nunca salió y, de pronto, aparecieron ahí un muchacho vestido de Kalimán, unos jotitos y, créalo usted, ¡un méndigo elefante!

Lo menos que podía imaginar (ya que las transformaciones mágicas no son una explicación lógica y común) es que aquel muchacho que su compañero de parranda describía y que él mismo había visto era otro de los pretendientes que se le había anticipado y había ultimado al dragón. A pesar de la borrachera reaccionó.

—Te compro una botella si me llevas a la cueva.

Esperaba encontrar el cuerpo decapitado de la bestia. Y ni una gotita de sangre, y decían que la sangre de dragón era verde, pero ni verde, ni roja.

—¿Y la bruja? ¿es bruja de a de veras?

—Bueno, ya sabe cómo son las cosas. Rumores.

—¿Qué dicen esos rumores?

—¿Creerá usted? que puede transformarse en lechuza y que puede transformar un sapo en príncipe y al revés.

—Voy por mi AK-47, tengo algo que hacer.

El príncipe exdragón se había hecho por medio de su amiga de una cabeza de dragón de utilería.

—¡No tan bien parecida como la mía, pero pasa!

El salón de recepciones del palacio estaba abarrotado de gente. Al fondo, se encontraban el trono del rey, más alto, y, un poquito más bajo, el de la reina. Un tercer trono, tan alto como el de la reina, estaba a un lado, esperando a la princesa. En el centro, estaba de pie el príncipe exdragón, escoltado por sus dos pajes y el eunuco. El elefantito esperaba afuera. El rey llegó primero; se veía que la gente lo quería. La reina llegó un poco después; se veía que la gente no la quería. Veintitantos minutos después, por una puerta lateral, arribó la princesa. A la gente, a pesar de que lucía hermosa en su vestido de quinceañera, le era completamente indiferente. El príncipe removió la tapa de una caja dispuesta frente a él, dejando ver la verde cabeza de un dragón de utilería.

—Esa no es una cabeza de a de veras —gritó uno.

—¿A quién quieren engañar? – en un eco resonó otro.

—¿Qué farsa es ésta? — se escuchó un tercero.

El príncipe jaló de una oreja la cabeza, la cual cayó pesadamente al suelo. Así era más convincente, aunque algunos continuaban protestando. En eso estaban cuando el pretendiente de la AK-47, de un gran salto, penetró en el salón y, sin más preámbulo, comenzó a disparar. La guardia real pronto lo detuvo, pero ya había causado daño: el príncipe exdragón yacía en el suelo con un par de balazos en su cuerpo; una dama de honor y un paje del rey también fueron alcanzados por las balas. Y, en efecto, la sangre del príncipe era verde.

—¡Querían casarme con un lagartijo!

En medio de la confusión el príncipe caído cayó otra vez, ahora en la cuenta de que sus heridas no eran mortales. Se incorporó y dijo.

—Sepan ustedes que no me interesa casarme con una niña consentida. Llegué hasta aquí solo para salvar mi vida, pero en el camino encontré al amor de mi vida.

—¿La bruja?

—¿Y por qué no? Se puso bonita solo por mí, me dio su poción secreta para salvarme, dijo que siempre estaría conmigo, alquiló aquel eirbiandbi, pero ¿dónde está ahora?

—Se fue llorando.

Salió del salón de recepciones, todavía sangrando verde, exhalando un poco de humo. Nadie lo detuvo, nadie se atrevió a hacerlo.

Y la princesa: niña a tus juguetes. Y la reina: confórmate con tu jardinero. El rey: ya cortejando a una cocinera. El de la AK47: a la taberna a llorar lo perdido. Los pajes y el eunuco: al éter de donde habían salido. El elefantito: a la India.

El dragón y la bruja de la montaña vivieron felices para siempre.

Y colorín colorado y este cuento se ha acabado.

 

 

 

Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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