Del renacer diario, una vuelta a la rutina
Por Marco Benavides
La luz de la mañana se filtra a través de las cortinas de mi cuarto, iluminando el espacio con una suavidad que recuerda a los primeros momentos del día de antaño, cuando todo parece estar en pausa, esperando ser despertado. El sopor de dos semanas de vacaciones ahora se siente como un sueño lejano, como si los días pasados fueran una fantasía efímera. El regreso al trabajo se alza ante mí como un horizonte que debe ser conquistado, y la rutina, ese río de monotonía que fluye con la precisión de un reloj, reclama su protagonismo.
Me deslizo de la cama y siento la firmeza del suelo bajo mis pies. El aire fresco contrasta con la calidez del edredón. Me dirijo al baño con la determinación de quien se prepara para una travesía épica, cada paso resonando en la quietud del departamento como el retumbar de un tambor. Enciendo la luz y la claridad revela los restos del sueño en mi rostro.
El ritual matutino comienza con el baño, ese renacimiento diario. El agua caliente golpea mi piel con intensidad, desnudando el cansancio y la vagancia que se habían asentado en mí. Cada gota es una caricia microscópica, y el vapor se eleva es como un velo. Me lavo y me rasuro con energía, el jabón esparce su fragancia revitalizante. Cierro la llave mezcladora y salgo.
Selecciono con cuidado mi atuendo, eligiendo una camisa y unos pantalones que son a la vez formales y cómodos, una combinación que refleja el deseo de enfrentar el día con una mezcla de profesionalismo y confort. Cada prenda se coloca con precisión, como si se tratara de una armadura que me preparará para el desafío. La loción se convierte en el último toque de mi preparación, una nube de fragancia, compañera invisible durante el día.
Con el equipaje esencial en mano, me dirijo al garaje, donde mi Nissan me espera. La llave gira en el encendido, y el motor cobra vida con un ronquido suave, una sinfonía que anuncia el viaje. La luz de la mañana ilumina el camino mientras me incorporo al tráfico; la ciudad comienza a despertar a mi alrededor. Chihuahua, con sus calles que serpentean se despliega ante mis ojos en una danza.
Mientras manejo sin prisa por las calles, el entorno se transforma lentamente. Las casas, los edificios y los comercios, aún cubiertos por la bruma de la mañana, parecen saludarme con un aire de familiaridad. La calle se convierte en un tapiz cambiante, con los semáforos que alternan entre verde y rojo, y los peatones que cruzan con calma o con prisa. Cada semáforo, cada señal de tránsito es una pausa en mi viaje, una oportunidad para observar el mundo.
La música en el estéreo se convierte en acompañante para este viaje. Las notas parecen entrelazarse con mis pensamientos, creando una banda sonora personal. A medida que me acerco al centro de Chihuahua, el bullicio de la ciudad se hace palpable. Los carros y camiones aumentan en número, y el ritmo del tráfico se vuelve frenético. La vida urbana comienza a manifestarse en el flujo constante de personas y vehículos.
Antes de llegar a la oficina, me tomo un momento para disfrutar de mi pequeña tradición personal: el desayuno en la cafetería de don Pepe. Estaciono el carro en una esquina cercana y camino hasta el establecimiento, sintiendo al entrar cómo el aroma del café y los croissants recién horneados me envuelven. Me dirijo al mostrador, donde don Pepe, con su sonrisa acogedora, me prepara un capuchino acompañado de un croissant. Me acomodo en una mesa junto a la ventana, observando el ir y venir de la gente.
Observo a los transeúntes con una mezcla de curiosidad y reflexión. Algunos parecen apresurados, inmersos en sus propios mundos, mientras que otros caminan con una tranquilidad que contrasta con el caos circundante. Las calles están llenas de vibraciones, con el sonido de cláxones y conversaciones que se entrelazan en una banda sonora. La sensación de reintegración es palpable; cada sonido, cada imagen, cada aroma. Veo el reloj y la hora se acerca. Salgo.
Los edificios del centro se alzan, la arquitectura de la ciudad parece ofrecer un contraste entre lo antiguo y lo moderno, entre el pasado y el presente. La llegada al estacionamiento es un momento de alivio, una pausa en la jornada que marca el final del viaje y el comienzo de una nueva etapa en el día. Estaciono el carro con una precisión que me sorprende, a pesar de que es producto de cientos de repeticiones de la maniobra. Respiro profundamente, y salgo del vehículo.
El último tramo del regreso al trabajo es un paseo a pie por las calles que ya parecen menos intimidantes, ahora que he tenido tiempo para adaptarme al ritmo de la ciudad. Cada paso es un recordatorio de mi lugar en este entramado urbano, de la rutina que se reanuda y de la vida que continúa con su curso ininterrumpido. Al entrar en el edificio de la oficina reconozco la familiaridad de los colegas, cuyas voces y saludos se mezclan con los acostumbrados sonidos del entorno laboral. El olor del café recién hecho me recibe, marcando el regreso a la realidad con una sensación de calidez y pertenencia. Pongo mi dedo índice en el biométrico, y mi día laboral comienza.
A medida que me acomodo en mi escritorio y comienzo a abordar las tareas del día, siento una mezcla de gratitud y desafío. El viaje de regreso al trabajo, desde el despertar hasta la llegada a la oficina, ha sido un recordatorio de la belleza de la rutina, de la importancia de cada momento y de la forma en que la vida cotidiana se entrelaza con experiencias extraordinarias. La introspección sobre este regreso revela no solo el ritmo de la vida diaria, sino también la manera en que cada experiencia, por pequeña que sea, contribuye al gran tapiz de la existencia.
19 julio 2024
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