El César
Por José Alejandro García Hernández
Aprendí sobre jerarquías y ejercicio del Poder a mis diez años. Mis primos y yo jugábamos a “El César”, donde aquel gobernante elegía a sus súbditos y repartía sus papeles. Nunca me había tocado ser El César, puesto que no era el mayor, ni el más fuerte ni el más inteligente; pero siempre fui bastante operativo: cosa que me ordenaban, la hacía… o sea, un esclavo.
El esclavo servía al soldado, el soldado al centurión, el centurión al concejal y el concejal al César. Era una jerarquía sencilla con reglas simples: si no cumples, te degradas, y si ya no podías bajar… a los leones, es decir, a los perros del patio. No te comían, pero sí se te echaban encima. No era un final fatal, pero su significado iba más allá de eso: la deshonra de ser arrojado a los leones.
No recuerdo si alguna vez había subido de nivel, pero lo que sí recuerdo fue un intento de conspiración. El concejal me preguntó si estaba conforme con mi vida, le dije que sí; después siguió inquiriendo y quiso saber si me levantaría en contra del César. Habré sido tonto, pero fui sabio al conocer que una expresión así me costaría la vida. Respondí que no, obviamente. Después me preguntó si me gustaría que el César cambiara un poquito su forma de gobernar, a lo que, cayendo en el juego capcioso del concejal, respondí que sí.
Me encontraba cortando flores para entregar mi tributo al César cuando llegó el concejal junto con el soldado y el centurión. Ordenó que me aprehendieran y me llevaran ante el César, dejando las flores en el suelo y siendo pisadas despectivamente por el soldado. El concejal expuso al César que yo me encontraba inconforme con su gobierno y que había incitado un levantamiento en su contra. Me despojaron de mis vestimentas y me arrojaron a los leones. Así terminó aquella jornada.
Otro día, finalmente mis primos me dieron la oportunidad de ser el César. Era el momento de ejercer un gobierno de paz y convivencia. Repartí los roles, y, en venganza, puse al anterior concejal como esclavo. Era la oportunidad para ajustar la balanza de la justicia. Un día salí a caminar por el pasto donde cultivaba las flores, recordé mis experiencias pasadas como esclavo cuando recogía tributos. Me agaché para recoger y oler aquella flor amarilla y disfrutar los frutos de un trabajo de mucho tiempo y esfuerzo. El día era bueno.
Sobre mi dorso sentí la punta de una rama, que, después supe, era un puñal. El concejal me había dicho, mientras me amagaba por la espalda, que me encontraba en un golpe de Estado, y que el esclavo sería el nuevo César. Llegaron los demás, y el esclavo tomó mi corona formada con ramitas y la colocó sobre su cabeza. Me echaron una última vez a los leones.