La Madrina
Un cuento de vampiros del Chihuahua del siglo XIX
Por Iñaki Garrido Frizzi
Ora que la sangre también tiene buen sabor, aunque eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa…
Juan Rulfo, El llano en llamas
Aquí estoy sentado en la banca del parque que queda cerca del cementerio, donde muchos esperan a que pase el trolebús. El trolebús siempre tarda un rato, se viene rodando por la vía como un carro de ferrocarril sin máquina, rechinando como muelle de carreta; a mí me asusta un poco ese aparato que no sé ni como se mueve si no trae caballos ni motor ni nada que lo venga jalando. Dice la Tola que funciona con electricidad, como las bombillas de las calles, o la máquina que hace sonar mi madrina a veces en la noche, que suelta una música que se oye como si viniera de muy lejos, suavecita y llena de brincos y soniditos como de grillo o cigarra, y un canto muy triste, muy triste, en un idioma que no me sé.
A unas cuadras de aquí esta nuestra casa, es vieja pero no de las más viejas; por fuera se ve solo un muro muy alto, pareciera que es de dos pisos, pero no, solo tiene un techo alto, y tiene una puerta y nada más, sin ventanas ni nada. Esa puerta es de madera gruesa y muy antigua, ni parece puerta sino la tapa de algo que no debería abrirse, cómo un veneno o un frasco lleno de arañas. Tiene tres entradas, la principal que todo mundo conoce, una entrada por la calle de atrás, esa da a un patio dónde se guarda la carreta y el caballo, en realidad son dos casas y por una puerta se pasa de la casa del caballo a nuestra casa, pero es como de secreto. La madrina me habla poco, pero me ha contado que la puerta principal vino con ella de Europa, desde el pueblo donde nació y vivió por muchos años, “cientos de años”, dice, y se ríe, se ríe porque sabe que yo no sé qué es un ciento, solo sé que es mucho tiempo.
Estoy parado cerca de la banca y veo reunirse a la gente, aún es temprano, hay bastantes personas. No me gustan las personas de la ciudad. Son empleados, no son de los trabajadores más pobres, ni del personal que vive en las casonas de la gente rica, son gente que se ocupa durante el día cerca del centro y regresa en la noche a sus casas a las afueras. Hoy veo pocas muchachas, me preocupa un poco, no puedo regresar con mi madrina sin una señorita para la noche de la luna llena. Yo sé que no está bien lo que hace mi madrina con las muchachas, pero no tengo de otra: la madrina me tiene cómo atrancado y yo no puedo hacer más que su voluntad.
Hasta que conocí a mi madrina yo vivía en la calle, a medias de la caridad de la gente y a medias de hacer recados en algunos negocios, había encontrado un huequito en la barda de lo que quedaba del panteón de Nuestra Señora de la Regla y, cómo estoy todo esmirriado, como lagartija, me colaba por allí, a guarecerme del aire, sobre todo, y a veces de las lluvias cuando llegaba la temporada. Entraba tarde al camposanto para no toparme con algún velador y me escondía dentro de alguna de las criptas. Cómo me gustaba dormir allí, el suelo podía estar duro y frío pero con una manta que me había cocido de costales de ixtle y pedazos de tela gruesa, de la que se usa para trapear, me calentaba lo suficiente. Y allí adentro, en esas casitas tan elegantes que los ricos construyen para sus difuntos, me sentía cómo todo un caballero. Yo sé lo que es un caballero, claro que sí, soy simple pero no ignorante, es más, tengo recuerdos de hace mucho tiempo, de que fui a la escuela, de que estudiaba mucho… pero luego enfermé o me pasó algo, no importa, mejor voy a pensar en mi madrina.
A mi madrina no le digo nunca Madrina en su presencia, dice que debo llamarla Freifra Bunsou (o algo así que yo no puedo pronunciar) porque ella es de la nobleza, vino de muy lejos, hace mucho. Que no somos familia, que no sea igualado, y otras cosas. Si se enoja en serio, hasta habla en su propia lengua que es filosa y cortante como las siluetas de los mausoleos del panteón en la noche. Pero lo que menos me gusta de que hable así es que me asusta mucho. Yo estoy acostumbrado a que me griten, eso hasta me da risa una risa que me guardo y dejo que solo se escuche en mi cabeza, pero la Madrina no grita, más bien susurra muy feo, suena cómo a silbido de serpiente o bufido de gato, pero, aunque parece que habla quedito, su coraje te llena la cabeza y da pavor, el cuerpo como que se enfría todo, los oídos zumban, uno no puede hacer nada más que hincarse de rodillas y pedir disculpas mientras se zangolotea uno sin control.
La gente sigue pasando, no sé cuánto llevo aquí, pero ya terminó el atardecer y dos o tres estrellas se pueden ver arriba de los techos, la luna esta poco más de tres cuartos de gorda y se está volviendo urgente encontrar a una muchacha, quizá no hoy, pero tiene que ser antes del viernes, porque no basta con llevar a la muchacha a la casa, se necesitan unos días para prepararla y que esté lista para la cena con mi Madrina, si no, apenas y sirve de algo haberse robado a la pobre jovencita y la Tola y la Madrina me golpearán y me quitarán la comida por unos días, y puede que hasta me encadenan en el sótano.
A la madrina la conocí en el panteón. Un día comencé a tener unos sueños horribles, estaba en la cripta y se me subían cientos de animales, y yo quieto, quieto por si no fuera a ser que eran alacranes, o arañas y me fueran a morder, y mientras tanto había algo que corría por las paredes y se subía al techo, pero no era un bicho, era cómo una mujer pero estaba en los huesos, descarnada cómo guajolote desplumado y se movía así a brincos y sin sentido cómo gallina descabezada, y así se la pasaba acercándose y alejándose toda la noche con una cara cómo de perro sarnoso la vieja esa, como unos huesos cubiertos de pellejos, hasta que me despertaba.
Y yo juraba que no iba a regresar más a San Felipe, pero llegaba la noche y, o hacía mucho frío o llegaban las lluvias o me andaban persiguiendo los gendarmes quizá por diversión, quizá para llevarme a matar indios con el ejército y me tenía que esconder. Y cada vez que dormía en el panteón tenía esa pesadilla, siempre.
Pero una mañana saliendo por el hueco en la reja se detuvo un carro frente a mí, una carroza pequeña de un solo caballo. Me gustan mucho los caballos, a veces Tona me deja ayudarla a alimentar y cepillar al caballito que es una yegua muy tranquila. El carro era negro, con las ventanas tapadas con unas cortinas pesadas de color rojo muy vivo, cómo la amapola o los frijoles colorines; me parecía una araña con la panza roja que si te pican te dejan tirado unos días y a un niño hasta lo andan matando.
Y se abrió la puerta y allí estaba la Madrina, al fondo, con un vestido muy elegante de color verde, muy bella, alta, blanca pero blanca cómo leche o cómo cáscara de huevo, con las venas azules, azules, parecía que era transparente de como se podía seguir cada una de las venas por su cuello, sus hombros, su cara. Cuando me habló, noté sus ojos, parecían cómo los del coyote que cuando es de noche brillan si les pega luz. Redondos, parecen dos espejitos en la cara del coyote, pero los de la Madrina brillaban aunque no les pegara ninguna luz.
Se veía muy hermosa, pero no olía bien; de adentro de la carroza salía un olor cómo a humedad, cómo al lodo que lleva mucho tiempo atorado cuando deja de llover y los charcos se van secando, cuando son de puro lodo aguado y todos los ajolotes y otros animalitos y plantas que crecían allí agonizan y se desprende un olor pegajoso y sucio como a muerte chiquita, así olía la Madrina, con su vestido tan elegante, su peinado de varias trenzas arregladas debajo de un sombrerito muy chistoso todo arrugado, que parecía una flor como clavel o crisantemo. Aun así de simpática y bonita que se veía, estaba apestosa.
“Hola Melitón, mi nombre es Freifrau Herja Bünsow, y estoy buscando un mozo que ayude en mi casa”. Siempre me acuerdo, porque la primera vez que escuchas a la Madrina hablar nunca se te vuelve a olvidar, se escucha como si te hablara al oído, no importa si está lejos o cerca, siempre se escucha como si te hablara pegada a tu nuca.
Claro que no sabía que decir, soy simple, y había pasado una noche lleno de pesadillas, andaba apurado para estar fuera del panteón antes de que pasara por allí un velador o el enterrador, todo medio encuerado con un calzón que tenía agujeros en las nalgas y tapándome como podía con mi cobija de jergas y costales, sucio, desaseado, y viene esta señora en su carroza de rotita, hermosa, con su vestido elegante y entallado y esos hombros y ese cuello tan pálidos, con su carita de señora elegante tersa, bonita con esos ojos negros gigantes y que despedían una luz cómo de animal del monte ¿Cómo se le va a ocurrir a un pelado como yo qué decir?
“¿Tienes hambre?” Me soltó su chofer desde su asiento. Era la Tona, pero en ese momento creí que era un hombre, porque ella es grande y tosca, viste de uniforme como cualquier chofer, nunca la he visto de vestido y nunca se le nota ni su busto ni nada de mujer, solo en su cara no puede ocultar una barbilla algo delgada, y otros detalles, le gusta usar el cabello largo aunque casi nunca usa trenzas o peinados, generalmente o lo lleva suelto o lo lleva en un molote que sostiene con un alfiler grande que me da miedo, y que no se nota porque siempre lleva sombrero.
“Si aceptas, te vamos a dar ropa y un sueldo, el trabajo incluye un cuarto y comida, eso sí, no hay día de descanso” y también me dijo “Pero tienes que quitarte eso”. Era una medallita del Santa Rita de Casia, creo que un regalo de mi madre, pero, como ya dije, tuve otra vida que no recuerdo bien. Me dolía mucho dejar la medallita pero mencionaron que me darían de comer.
“¿Tendrán frijoles y pollo?” Pregunté, y me sentí un poco tonto por responder tan rápido, pero es que yo he vivido malcomido desde hace años, por eso, aunque estoy grandote, soy todo esmirriado, porque casi toda la vida viví de puras sobras.
“Pero claro que te daremos frijoles, y pollo, y otras cositas más, mi animalito, comerás bien, dormirás bajo un techo, vestirás como el sirviente de una casa decente, solo tienes que venir conmigo, pero sin esa medallita”.
Y eso fue todo. Tomé la medalla y la medio escondí entre las rocas de la barda del panteón por si un día me corrían de mi nuevo trabajo regresar por ella. Así me fui con la señora Bunsou, lo único que me costó trabajo fue entrar a su carroza con ese olor a pantano y animalitos muriendo, entre más cerca estaba de ella, más feo olía, pero yo tenía mucha hambre. Primero me quise ir sentado arriba al lado de la Tona, pero no me dejaron, ahora ya entendí por qué, soy medio simple e ignorante, pero soy tan mañoso como cualquiera que tenga que vivir en la calle, así apestoso y sucio me llevó una señora de alcurnia en su carro porque no querían que nadie me viera, nadie sabe que vivo en la casa de la Madrina, y si le cuento a alguien la Madrina ya me dijo que la próxima vez hará conmigo lo que hace con las señoritas que le llevó “Al fin tú también eres virgen, o no” eso me dijo Tona el día que me explicaron todas las reglas que debía seguir. Le dio mucha risa, pero la Madrina no se río, la volteo a ver muy seria, y Tona se dejó de reír, además estoy seguro de que la cara que puso fue de miedo, fue solo un momento, pero miraba de lado y agachada igualito que un perro al que le da una cueriza su amo. Cuando vi a una mujerzota como Tona hacerse así de chiquita, aunque fue por un segundo, entendí que, aunque me dieran de comer, mi vida ahora estaba en peligro.
Ahora sí ya es de noche y no pasa alguna muchacha que me pueda llevar a la casa, me empiezo a preocupar y siento entre las orejas una molestia muy fuerte, cómo se siente cuando la Madrina habla enojada que parecen gruñidos de animal, y aullidos de gente loca todo junto, pero quedo, muy quedo, como si lo estuviera diciendo solo para mí. Me estoy empezando a sentir mal y las veo, son tres muchachas jóvenes y bonitas, llenitas y saludables, sonrientes, llenas de vida como un morral llenándose de frutillas en el verano. La Madrina me ha hecho cosas con los años, me ha cambiado un poco, ahora tengo un olfato como de perro y sé que una de las muchachas es justo como las quiere la Madrina para sus cosas. Necesito que se separe de sus amigas y se aleje un poco, me han dado un frasquito con algo que huele feo, a como huele despertarse de una pesadilla, hay que echar unas gotas en un pañuelo y acercarse a la muchacha y taparle la boca y la nariz. No es difícil, con que no esté cerca nadie más basta, y hay que apretar hasta que se ponga suavecita, no más, así es fácil llevarlas de la cintura cerquita caminando solas como si no supieran a donde van hasta que lleguemos al cementerio y de allí irnos por el túnel hasta la casa, nadie pregunta nada si van caminando así, todas dóciles junto a mí, creerán que soy el padre o quizá hasta su novio, pero nadie dice nada.
Pero estas tres muchachas no se separan y siguen juntas riendo y platicando y haciendo ruido cómo gallinitas alocadas, se ven bien felices y jóvenes y bonitas, por un lado quisiera que se fueran juntas en el tranvía y perderlas de vista para no tener que llevar a nadie con la Madrina, pero por otro lado, si no llevo ninguna muchacha para antes de la luna llena debo ir con la Tona a que me azote cómo si fuera un perro malcriado hasta que me quedo medio muerto, solo me ha pasado una vez, una nada más y con una vez basta.
Es que realmente no me gusta llevarle las muchachas a la Ferifrau. En el patio de la casa hay como una pila grande de piedra, una cosa cubierta de palabras que no se leer pero dan miedo sin que haga falta saber lo que dicen; yo intento moverme siempre por entre las habitaciones para evitar el patio y esa pila maldita; el comedor, la cocina, el cuarto de Tona, un cuarto de alacena, un dormitorio muy elegante y arreglado dónde se quedan las jovencitas hasta la luna llena y finalmente dónde duermo yo. Estas habitaciones rodean el patio, en la mía hay una puerta que da a un cómo sótano, por un lado el sótano tiene una puerta que te lleva al túnel, del túnel a la cripta, de la cripta a la calle, de allí al parque y allí espero a que pase una muchacha; por el otro lado el sótano tiene una puerta que lleva a la habitación de la Madrina, allí no entra nadie, ni siquiera la Tona.
Aunque la habitación elegante se cierra con unos candados nunca he visto a alguna de las muchachas que intente escapar, se pasan esos días como dormidas muy tranquilas hablando quedito, por las noches las visita la Madrina, pone la música en su aparato y les habla por horas mientras las sostiene y juega con su cabello, me dan escalofríos por que pareciera que ella es una niña jugando con las señoritas que son sus muñecas; las peina, las abraza, le cuenta historias en su idioma, y ellas están todas dóciles con una expresión como una sonrisa vacía y se dejan hacer y mimar cómo si fueran animalitos de compañía, y así por algunas noches hasta que llega la luna llena.
Nunca he visto qué sucede con las señoritas, esa noche yo duermo en la casa de atrás, el solar dónde está la carreta y un techito para el caballo, que da a la otra calle; me encierran allí con mi cena, alcohol y una bacinica y ponen el candado a la puerta. Afuera se oyen ruidos que vienen del patio, pero no es mucho, una conversación muy suave, casi como si alguien estuviera cantando, pero no se escucha una voz, es como si toda la casa temblara como la olla cuando el agua ya está hirviendo, o como hacen los gatos cuando están felices y quedándose dormidos, pero este gato hace temblar mi cuarto como cuando suenan las campanas el domingo.
Al siguiente día Tona se levanta muy temprano y arregla todo, yo no puedo salir hasta que ella ha terminado, de la Madrina no sabemos nada durante los siguientes días, se encierra en su cuarto y no sale nada de allí, ni un sonido ni nada, es como si se hubiera muerto y la hubieran enterrado.
El patio en realidad es bonito, excepto por la pila de piedra, está lleno de plantas verdes de hojas grandes que cuando es de noche reflejan las estrellas y la luna, y tiene muchas enredaderas, estas si tienen flores, hay rosas chiquitas de color blanco que crecen todo el año y otras flores grandes que parecen campanas y parecen estar allí para escuchar lo que sucede en el patio.
Cuando Tona ha terminado de preparar todo, paso al patio y allí está la señorita que le llevé a la madrina, hecha bola como un gatito, parece que está dormida con su carita tranquila, a veces hasta parece que se ven contentas, o quizá eso me imagino yo para no sentirme tan mal, están desnudas pero envueltas en un paño grande de algodón blanco, y ellas se ven más blancas. Están limpias, hasta huelen a recién bañadas con el cabello arreglado en trenzas, la Tona se esfuerza por que se vean bonitas. “No te puedes imaginar que hermoso es lo que sucede realmente” dice La Tona, yo no le creo que sea hermoso, creo que ella y la Madrina están locas, o ella está loca y la madrina es el diablo porque la Madrina puede hacer cosas que no tienen explicación como meterse en mi cabeza con sus susurros, y hacer que yo pueda oler si una muchacha es virgen, o que esté entre toda esa gente en el parque y parece que no me ven aún cuando soy tan grande y tan torpe. Pero lo que haga Freifrau no es hermoso, porque las muchachas siempre están abiertas del cuello, cómo si las hubiera mordido un perro grande, lo tienen arrancado y roto, y aunque sus caras estén tranquilas yo sé que a nadie le gusta que le quiten la vida.
Luego tengo que ayudar a Tona a llevar a la muchacha hasta la cripta, y en la noche la llevaremos en el carro lejos de la ciudad y yo la enterraré en el cerro, entre las gobernadoras y los huizaches, y me sentiré muy triste por ellas, pero el miedo puede más.
Ya voy camino a casa, y voy muy asustado porque las muchachas nunca se separaron, ni cuando llegó el tranvía. Aún hay tiempo, pero de seguro me va a castigar la madrina, ya queda muy poco tiempo. No creo que me mande golpear aún, pero me dejará sin cena, o sin mi mezcal, o me dejará toda la noche en el túnel sin poder entrar a mi cuarto y escucharé sus susurros toda la noche rompiéndome las orejas cómo si me rasguñara por dentro la cabeza, aunque hable quedito.
En eso escucho un alboroto, he estado caminando como a una cuadra de la calle por la que va el tranvía, ha habido un accidente, el tranvía chocó con un carro de mulas y todo mundo se ha tenido que bajar. Supongo que tendrán que caminar a otra parada del tranvía, por donde pasa una de las rutas secundarias; solo hay dos rutas principales, pero hay algunas rutas cortas que se desprenden como arroyitos de un río. Decido caminar hacia el accidente, quizá solamente para tener una excusa para llegar un poco más tarde a la casa. Estoy a una cuadra ya de las vías, aún con tanta gente se puede ver una mula en el suelo recostada, pero intentando levantarse, hace unos ruidos horribles y veo que tiene las patas rotas, no entiendo que nadie la haya matado ya, todo me huele a sangre y los berridos del animal me aturden como si me dieran bofetones, pero en eso me llega otro olor; es dulce y fresco, es puro y liviano como cuando ha acabado de llover y el aroma no viene del accidente sino a mis espaldas. Volteo y allá va la muchacha con su vestidito modesto y limpio, camina como una palomita y lleva el cabello en unas trenzas largas que se ha enrollado en la cabeza; estoy casi seguro de que le ayuda a alguien a cuidar sus niños o hace otro servicio de confianza en alguna casa de gente de dinero, porque se ve que es dulce e inteligente. Va sola. Va de regreso, quizá a pedir en el hogar dónde trabaja que le hagan el favor de que el cochero la lleve a casa, no sé, pero ha decidido no ir por la calle de la vía del trolebús, y por el camino que va pasará a solo unos metros del cementerio. Me regreso para ir tras de ella, me siento cómo un gato siguiendo una palomita inocente que recién aprendió a volar, me siento mal por ella, pero me siento bien porque la Madrina estará contenta, no me van a castigar, y tendré mi cena de pollo y frijoles, con tortillas, chiles tostados, y quizá hasta un pedazo de queso y atole de maíz, me siento mal por ella un momento, pero se me pasará más tarde, siempre se me pasa.
Iñaki Garrido Frizzi es licenciado en filosofía por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Es profesor, fotógrafo y pintor.