Trazos. Jaime González Crispín

julio de Jaime

Trazos

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Abandonados desde niños, los dos muchachos crecieron uno a lado del otro, sin madre que los protegiera ni padre que los orientara. Ella muerta hacía años; él, vagando sin más brújula que su vicio.

Los muchachos tenían, sin embargo, la fortuna de contar uno con el otro, y eso era suficiente. El mayor de ellos pegado a las muletas que le heredó la poliomielitis; el otro, montuno y casi mudo, llevaba la casa con su precario pago de la empacadora de pescado. Cada mañana el menor preparaba el desayuno, con más fe que despensa. Cuando salía para recorrer a pie la distancia hasta su trabajo, solía dar un fuerte grito desde el patio exterior que el hermano, aun en cama, tomaba como despedida.

Lo que al impelido de las piernas le faltaba de movimiento le sobraba de habilidad con los dedos. Provisto de papel y lápices de colores descargaba sus emociones dibujando atardeceres, días soleados y noches nevadas, igual que mariposas sobre flores y bodegones con frutas. Cada trazo era una pincelada de luz; cada espacio, cada línea carga un sentimiento reservado solo para los ojos de ambos.

Por la tarde, cuando el menor llegaba ajado y sin ánimo, el mayor ya había hecho lo posible por adelantar los alimentos. Después de comer, ambos cantaban coplas que la madre muerta les había enseñado. Más tarde, a la sombra de los árboles que circundan la casa, los hermanos platicaban sin palabras.

Un buen día el joven dibujante pensó que plasmar un caballo percherón, el que su hermano siempre deseaba, debería ser un buen ejercicio en el papel. Dio principio a la creación: cada uno de sus cuartos, cada casco, el lomo, crin, cabeza y montura: quedó tan bien dibujado que solo faltaba el soplo divino.

Por la mañana, al salir camino a su trabajo, el joven no solo gritó, sino que brincó y hasta bailó; fue feliz, hasta donde lo aguarda el hermano. Entonces lo vieron juntos: el caballo, tal cual había sido pintado, estaba ahí, listo para ser montado.

Para la hora de regreso, el joven pintor dispuso en el comedor sendas rebanadas de sandía, en un platón pintado por la mañana y que, en reiterado milagro, sirvieron de complemento alimenticio, junto con otras delicias, igualmente trazadas por el inválido y alcanzadas por el prodigio. Después de la comida, el menor fue puesto al día sobre lo que al hermano le estaba pasando.

Al paso de los días los portentos se sucedieron: primero en el papel, luego en la realidad. Empero, la sensatez del pintor no se arrebataba ni se salía de contro. Cada vez, con sencillez y tino, el chico pintaba las cosas que a su humilde juicio necesitaban: otro comedor, una nueva sala, unas ovejas en su respectivo corral, un jardín florido, y así.

Un día, acosado por la nostalgia y el deseo de ver a su padre, el muchacho trazó, línea tras línea, el cuerpo completo del padre ausente. Al día siguiente, muy temprano, el progenitor tocó la puerta mostrando falso arrepentimiento. Lloró con ellos, suplicó perdón, y pronto se instaló en casa. La honradez y el amor de hijo le descubrieron el secreto al padre. Entonces las sugerencias paternas se fueron adueñando de la voluntad del chico. Presionado solo se plasmaba viandas y botellas de vino, cuadros llenos de frivolidad que cambiaron el orden de las cosas.

Una tarde en que el padre, borracho, arengó a gritos al muchacho por no dibujar cazos repletos de monedas, el joven del lápiz milagroso tomó una decisión: uno a uno dispuso de los cromos de milagro; los ordenó en el rústico caballete y, uno tras otro, fueron destruidos, perdiendo línea y color. Con enfado a veces y otras con llanto, el pintor fue destruyendo, borrando cada uno de los cuadros de ventura.

A medida que esto sucedía, las cosas iban desapareciendo, volviendo la vida a su estado normal. Llegado el turno al retrato del padre, con seria decisión, línea tras línea aquel hombre cuya llegada había convertido en infierno lo que antes estaba bañado de paz, se esfumaba. El padre, entre las virutas del vino, apenas advertía cómo su cuerpo se desvanecía.

Por la tarde, a la llegada del hermano menor, trepado aun en su percherón salvado, miró el entorno notando las ausencias. Apenas bajó del animal corrió a abrazar a su hermano. Más tarde, después de comer, en el patio, bajo las sombras de los árboles, cantaban los versos heredados de la madre y platicaban con sus ojos muchas historias, sin decir palabra.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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