Matemos al cura. Jaime González Crispín

Julio de Jaime

Matemos al cura

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

En resumidas cuentas, solo yo participé en la muerte del cura porque mis otros cómplices, niños también, se echaron para atrás; bueno, ni Álamo, y eso que fue el más ofendido, el de la idea y el plan.

El padre Rocha llegó a San Jorge Bendito a romper el ayuno de letras y rezos que vivíamos, pero también a que alguien lo matara. Vino montando una bicicleta, con un mochilón en la espalda en el que guardaba sus pertenencias. Era bajo, enjuto, moreno claro y con unos ojillos que se balanceaban al mismo ritmo que su lefia mano izquierda. Era lo que se llamaba un hombre feo.

Aficionado a tomar café, el padre organizó sus tareas de sembrar la fe entre los pocos habitantes del lugar; siempre con una taza alta llena de café, sostenida por su única mano entera, visitaba las casas llevando un falso ánimo en sus versículos preparados para enredar a quienes, de entrada, no creíamos ni en dioses ni en vírgenes ni en santos. Era un extraño que con sus cincuenta y tantos años andaba siempre buscando donde descargar la vejiga y en qué cocina llenar de nuevo su taza. La verdad, el padre Rocha estaba más cerca de la imagen de un bandido que de un religioso.

Simultáneo al arribo del padre Rocha, llegó al pueblo una mujer alta, delgada, morena y con cabello de estropajo: era la catequista.  Pronto, ambos se dieron la mano en eso de conseguir niños para aburrirnos con lecturas bíblicas. Sin nada qué hacer, acaso bañarnos de polvo, de sol, o en el río, los niños acudíamos obligados a las sesiones vespertinas con aquella mujer que de tan fea pensábamos que era hermana del cura.

Entre preguntas de dónde está Dios y respuestas de que está en el cielo en la tierra y en todo lugar, al padre le dio por lavarnos la cara, por limpiar de mocos nuestras verdes narices; a poco decidió que el pelo de nuestras cabezas se cortara igual, niños y niñas, y nos peluquearon parejo, sin atender diferencias de sexo. Cantando “Vamos niños al sagrario, que Jesús llorando está…” el padre dio con nuestras largas y sucias uñas y claro, procedió.

Recuerdo que un día nos puso en remojo, a medio río, las niñas allá, los niños acá, y con piedra pómez, jabón lejía y un duro estropajo de lechuguilla, él con los niños, ella con las chiquillas, hicieron que nuestros tobillos, rodillas, codos, piernas y demás, perdieran la mugre que untada por años llevábamos en la piel. Otra tarde, el padre descubrió los piojos que se desgranaban de nuestras cabezas. Nos puso en labor simultánea, mientras rezábamos, a espulgar con las propias manos la cabeza del otro. Álamo fue el que más se sintió agraviado cuando una tarde le quitaron de la cabeza noventa y ocho piojos. Los fuimos contando. Al principio la cuenta parecía algo ordinaria y hasta de juego; solo cuando se acercó a la centena empezamos a asombrarnos, coreando la cuenta. Ninguno de nosotros había superado la marca de los sesenta y dos. La cuenta de parásitos hubiera alcanzado la centena, de no haber sido por el repentino ataque de tos asmática que sacudió, recurrente y salvadora, a Álamo.

 Álamo, que en realidad se llamaba Andrés, pero le decimos así por su padre, don Juan Alameda, padecía de asma. Con el coraje de haber sido exhibido por sus casi cien piojos, Álamo propuso que matáramos al cura. Los que lo oímos y luego le secundamos, lo tomamos como un juego, y no como otra cosa. Reclutó a varios niños que, igual, habíamos sufrido algún agravio por parte de los feos. Primero en la arena, en el río, con una vara de sauce, Álamo nos marcó la secuencia que deberíamos seguir, paso a paso, para asesinar al cura. Dibujaba los cuerpos de cada uno, la posición, la forma de desplazarnos y el equipo de ataque a emplear. Con flechas dibujaba la trayectoria de cada uno, señalaba el tiempo, la posición y la actitud que deberíamos mostrar. Así jugábamos.

La tarde que Álamo llevó a la clase del río dos pequeñas hachas, tres cortos palos con puntas de metal, dos mazos de hule comprimido y varias cuerdas, supimos que estaba hablando en serio. Un día nos platicó cómo entrar al curato por la puerta de atrás, la forma de levantar el aldabón-cerrojo del viejo portón, y cruzar el corredor de los Santos en desgracia para, sin problemas, llegar al dormitorio del padre Rocha.

 Álamo, hijo único, vivía bajo la fuerte influencia de su padre, bombero jubilado quien moría en el pueblo gracias a una pensión de hambre que el gobierno le había asignado. Con exageración el señor Alameda contaba al hijo cosas de bomberos que, tierra fértil, el chico se las apropiaba e inflaba más. Su casa, pobre como muchas, contaba con un sinfín de viejos trebejos de Estación de bomberos, caducos los más, juguetes favoritos de Álamo.

Al paso de los días, al cura le dio por meterse, apoyado por la fea, en asuntos propios de las niñas. Fue la mujer fue quien les explicó las cosas de la menstruación y de cómo implementar pequeñas almohadillas para esos días. A los hombres, el padre nos obligó a la circuncisión salvaje, cada uno, con su mano derecha, con los dedos índice y pulgar, un jalón de pene, hacia atrás, y no lloren, mocosos del demonio.

Álamo dispuso que hiciéramos una visita, de noche, al lugar del asesinato, aprovechando la ausencia repentina y temporal del cura. Aceptamos. Entramos por la puerta de atrás del curato, burlamos el cerrojo, atravesamos el largo patio de los santos de papel maché, mancos, cojos, escarapelados, que se mantenían en pie, recargados unos con otros. Ya en la recámara del religioso, dimos con la alta taza del café de limosna del cura, y Matías, el gordo, la llenó con sus orines; recorrimos la habitación sin tocar nada, sin mover un papel, ni una pluma, hasta reconocerla, escuchando en voz baja a Álamo quien nos explicaba y convertía al lugar como la futura escena de un crimen. En esas estábamos cuando pudimos ver cómo la monja fea entraba al sitio, recorriendo el mismo camino que nosotros, hasta llegar a la recámara del futuro muerto. Como pudimos nos escondimos, unos bajo el camastro, otros en un viejo guardarropa. La fea se adentró, se recostó en la cama, sollozó quedo, reclamando algo. Dijo luego parte de unas oraciones y, persignándose, salió desandando el camino. Apenas acabó de salir la mujer, el fuerte acceso de tos asmático que siempre le caía a Álamo en momentos de apremio, llenó la habitación. Todos le tapábamos la boca, mentalmente. Nadie nos descubrió, por suerte. Salimos.

Alameda dijo, pasados unos días, que la muerte del cura sería apenas volviera de donde andaba. Tuvimos luego, en el río, sesiones de uso de las hachas del bombero jubilado, de los pequeños palos con que tundiríamos al religioso. Una y otra vez realizamos las rutinas que Álamo nos ordenaba.

Pero Ana fue la primera en desistir; un día abandonó la sesión sin explicar nada. El gordo Matías hizo lo propio y, sin más, igual tomó camino hacia el caserío. Quedamos solo tres niños asesinos convencidos, o casi. Álamo nos arengó pero no fue suficiente, Uba, otra vengadora, no se reportó al día siguiente. Quedamos dos.

 ─Solo con que no rajen ─dijo Álamo.

Y continuamos con una nueva estrategia, ante las bajas en el batallón.

Todo estaba listo.

Supimos del regreso del Cura.

Muy temprano, oscura la mañana, sigilosos acudimos a esconder nuestro arsenal en las cabezas huecas de los santos en desuso, en sus cuerpos rotos, en la antesala del sitio del crimen. Una a una, dos hachas y dos cortos palos con punta de latón hallaron su lugar en los huecos de los cuerpos de aquellos santos de cartón piedra, esperando la noche para consumar el hecho. Una última sesión de repaso no estaría mal, determinó Álamo, y nos fuimos al río de prácticas. Por la noche, ya tarde, nos apersonamos para la ejecución del plan. Todo iba bien.

La última visita que tuvo el padre Rocha fue de la fea. Tardaron. Se oían sus risas, se hacían cosquillas, jugaban, luego discutieron a voces altas. Esperamos pacientes hasta que la monja salió, corriendo y llorando.

Yo le pregunté a Álamo que qué tan grande era su coraje contra el padre Rocha. Entonces me contó que, al igual que a él, el cura la había estado espulgando a su madre, a escondidas, en todos los rincones del cuerpo donde se crían los piojos. Y aunque, dijo, aquello agradaba a su madre, a él no le parecía, y pensaba que a su padre ausente tampoco, y se lo diría ahora que volviera. Yo no le entendí mucho, pero, en fin, la suerte estaba echada. Entramos al pasillo oscuro de los santos mochos, buscamos las armas, pero solo dimos con los palos cortos con puntas de lámina. Entramos a donde el cura ya dormía. Y cuando íbamos a dar inicio a la masacre, muy oportuna se presentó el asma desafinada de Álamo. Él cubrió su boca con una mano y sobó su pecho con la otra, dejando su arma en cualquier lado; salió hasta alcanzar la calle, ahogándose, y dejándome solo, el muy… asmático.

Entonces, como todo asesino entrenado, procedí. Me encaminé hasta el camastro para golpear el cuerpo dormido del padre. Estaba quieto, solo cubierto por un grueso sarape y la total oscuridad del entorno. Yo no veía nada porque estaba muy oscuro; descargué, de cualquier modo, con ojos cerrados, sin piedad ni puntería, tembloroso y orinado de pavor, los tres golpes que había yo prometido aplicar. Uno. Dos. Tres. Salí exhausto, por tan tenebrosa tarea.

Todo estaba consumado.

Al día siguiente el pueblo se llenó de policías y de rumores. Se llevaron presa a la fea, acusada y confesa de la muerte del cura. Se decía que era su amante que, igual que otras del pueblo, se acostaba con el cura. Cosas que yo entonces no entendí bien a bien. A don Juan, el papá de Álamo, lo detuvieron por lo de las hachuelas hallado dentro de los santos tristes, pero no pasó nada. Oficialmente al cura lo habían envenenado, que algo le puso la fea en la taza del café, dijeron los policías.

Así fueron las cosas.

A Álamo ya ni lo he vuelto a procurar, no sea que me vaya a pegar los piojos.

O el asma. O lo rajón.

 

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ojosparaleer.blogspot.com

 

 

 

 

Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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