Consideraciones sobre la cultura y el humanismo
Por Gaspar Gumaro Orozco
Nosotros que vimos nacer la Escuela de Filosofía y Letras, bajo signos tan adversos, y la acompañamos en su renacimiento en el seno de la Universidad, nos sentimos facultados para decir que en ustedes la sociedad recoge un precioso fruto.
Las generaciones de la universidad son su vida espiritual, y cada generación es un renacimiento. En verdad, solo hemos contribuido a agrandar el horizonte de los ideales universitarios.
Hemos querido afirmar lo que en un principio fue solo un llamado, una vocación. Esperamos haber podido convertir esa vocación en norma de vida. Porque vocación humanística es vocación de humanidad, de vida, latente y presente. Y así como damos sustancia a la vida viviéndola, debemos dar presencia a las humanidades, viviendo como hombres.
Hemos desarrollado esfuerzo en la ardua tarea de ser hombres.
Nuestra época, más que ninguna, ha acumulado montañas de saber acerca del hombre, pero ha descuidado al hombre mismo. Esto ha traído confusión a los asuntos humanos, ya de suyo inciertos, y el hombre viene a ser tantas parcialidades como urgencias y solicitaciones tiene cada época.
Y así la idea del hombre está en crisis, nuestra marcha espiritual es titubeante. Por eso mismo, y en consecuencia, estamos obligados con el poder que nos da la cultura a reconstruir esa imagen única del hombre de hoy.
A los que laboramos en el vasto reino de las humanidades nos compete la tareas de reintegrar hombre y cultura, y dar una razón suficiente de por qué se vive y se lucha.
A aquellos que, sujetos a un pequeño fragmento de la realidad, desfallecen al no encontrar sentido a su esfuerzo, por la limitación de su horizonte, debemos decirles: tu tarea no es inútil, tu esfuerzo tiene sentido, helo aquí, dignificar al hombre, la vida toda de la humanidad.
Estamos obligados a dirigir los esfuerzos desperdigados de los hombres hacia esta meta: la dignidad. Esta es nuestra responsabilidad indeclinable: dotar de sentido los asuntos humanos.
La filosofía encara y resuelve los problemas vitales razonando, y por medio de conceptos encuadra al hombre en la realidad. La literatura imagina, intuye, propone y resuelve las interrogantes vitales por medio de imágenes preñadas de sentido. Ambas pretenden ligar el significado de las existencias particulares a la vida universal, el objeto concreto a la relación simbólica y el momento fugaz con la eternidad.
Es cierto que, para algunas personas, el ordenar y dar sentido a la realidad en su dimensión humana suena vacío. Olvidan que sus ideas políticas o morales, y todas las manifestaciones de la vida afectiva, más allá del simple existir, derivan del ininterrumpido proceso creador que han mantenido por cientos de años en ebullición unos cuantos que no se han conformado con solamente existir.
Se cree, tal vez de buena fe, que la filosofía y las letras son despreocupaciones de ociosos, personas despistadas que viven encerradas en una esfera neumática, flotando a la deriva en un aire enrarecido, persiguiendo nebulosas en las que nada puede distinguirse, y donde todos los gatos son pardos. Es cierto que un edificio de ladrillo levantado en el espacio nos parece más sólido y más seguro que un edificio de imágenes o conceptos que el espíritu ha levantado en el tiempo; no se piensa que, cuando los ladrillos sean polvo otra vez, el edificio mental permanecerá erguido en el tiempo.
Porque donde el hombre común ve en cada objeto y en cada fenómeno algo individual, y en cada hombre un ser humano particular, el obrero del espíritu ve lo individual y concreto en función a lo universal, y en cada destino el transcurso de la humanidad, e imagina y crea una realidad más alta, un edificio donde el hombre dignificado vaya a habitar.
Debemos deslindar ese mundo mejor, que el hombre futuro señoreará. Debemos construir ese mundo sustituyendo un orden dado por otro más perfecto según una visión determinada. Visión que la dará el pensamiento obrando sobre las cosas. Valéry nos dice: “El espíritu se caracteriza por una potencia de transformación”, y siendo nosotros, los universitarios, depositarios por excelencia de dicha potencia, no podemos rehuir la responsabilidad que nos señala: transformar.
Hacer de la Universidad un laboratorio humano, el fiel de la balanza que coteje los hechos actuales, y la distancia que nos separe de la aspiración propuesta. Esto es política. Pero política del espíritu, como quiere Valéry y como lo señala: “Toda política implica siempre una idea del hombre y del espíritu, una representación del mundo”.
Hay quien mira con ojos desorbitados la actitud de los jóvenes universitarios de hoy, y vaticina tremendos males para el mundo caduco en que vivimos, a raíz de esta actitud. Pero lo que la juventud hace es tan solo retomar un ideal expresado desde hace mucho, y jamás puesto en acción, esto es, hacer a la Universidad la directora, la detentadora del poder espiritual que debe dirigir a un nación. Esta aspiración se concreta en la decidida actitud de llevar la dignidad a los hombres, a todos los hombres.
Y he aquí que el universitario se ha convertido en político, en político del espíritu. Quiere llevar su potencia de transformación a la sociedad. ¿Acaso los ideales de justicia y dignidad no son aspiraciones espirituales? ¿Se olvida tan fácilmente a nuestro padre Don Quijote que los llevó por el mundo? Son un deber ser al que se pretende empujar la realidad presente que es, pero que en la confrontación con la más alta idealidad resulta imperfecta. El joven universitario deviene en político porque quiere llevar su aspiración a la polis, a la sociedad. Detenta un poder espiritual y quiere ponerlo al servicio de los demás. Aquel poder que definiera Ortega y Gasset en 1936 y que hasta ahora la Universidad pretende asumir.
Si se tiene un poder de transformación, que es dinámico y por tanto se pondrá en marcha. Y está en marcha. Pero ¿cómo conciliar la fogosidad y la experiencia? Los jóvenes oyen un tambor lejano que los demás no escuchan. De aquí la diversidad de ritmos vitales.
La justificación está en si su aspiración es alta y honrados sus medios. La explicación de los excesos está en su propia juventud.
Nuestros instrumentos son el pensamiento y la palabra, pero estos sin la acción no valen nada. Hamlet piensa y monologa demasiado, y demasiado poco actúa. Pero tampoco se crea que porque una hormiga nos da su lección en silencio, sea este el ideal del hombre. Es el de la hormiga tan solo. ¿Dónde está la justa media? He aquí nuestra tarea. Encontrarla es encontrarnos a nosotros mismos y en nosotros encontrar la media de los demás. Baste señalar la dificultad y lo azaroso del esfuerzo Goethe lo sabía cuando dijo: “Pensar es muy fácil, obrar es difícil. Obrar según el propio pensamiento es lo más difícil que existe en el mundo”. Don Quijote lo confirma. Por otra parte, es ingenuo pretender que los esquemas del pensamiento coincidan punto por punto con la realidad. Que nuestro microcosmos esté siempre ajustado al macrocosmos.
La vida sigue y nuestra condición temporal nos obliga a hacernos y deshacernos en un proceso creador ininterrumpido. Crear es transformar, edificar, planear. Es una acción sobre la realidad, la de aquí y ahora. Es, en una palabra, obrar sobre la vida. Si damos sustancia a la vida viviéndola, damos presencia al espíritu si permitimos que en nosotros se prolongue. La vida vital es frágil y si tenemos que vivir, lo mejor es hacerlo plenamente, sin regateos.
Si a la plenitud de la vida hemos contribuido en algo, creemos haber cumplido nuestra misión en lo que esencialmente importa.
Así esperamos.
Gaspar Gumaro Orozco (1938–1997) nació en San Buenaventura, Chihuahua. Estudió leyes y fue un gran literato. A principios de los años sesentas del siglo pasado fundó, junto con Federico Ferro Gay, la Escuela de Filosofía y Letras, hoy facultad de la Universidad Autónoma de Chihuahua, y durante 13 años fue su primer director. Escribió los libros El ángel y el centauro, El camino de la flor y del puñal, Facetas y Labrando el laberinto. Fundó también la revista literaria Finisterre y la Red de bibliotecas del estado de Chihuahua.