Ana Luisa. Gustavo Hirales Morán

Foto Pedro Chacón

Ana Luisa

 

 

Por Gustavo Hirales Morán

 

 

De ella conservo nítido el recuerdo

de cuando fue a visitarnos a la cárcel

(la famosa prisión de Topo Chico)

una tarde de otoño.

Ya empezaba a hacer frío,

fue por ese tiempo.

Andaba noviando con alguno

de los compañeros

que habían salido antes,

pero su mirada desdecía un poco

esa suposición.

Conservo claro ese recuerdo.

Arropada en su suéter color

marrón oscuro,

su frescura su humor

su cabello negro

su seriedad y al mismo tiempo

ni tan seria del todo.

Era linda y joven

y entusiasta y desde lejos se veía

cómo amaba la vida.

Y cómo la vida misma se esforzaba

por corresponderle

pese a venir de donde ella venía:

el subsuelo y los desgarramientos.

Y las casas de seguridad

y las desmesuras y la paranoia,

y la violencia dizque partera

de la historia.

Los fierros y los rojos entresijos

y de nuevo la desmesura

y la paranoia

de la clandestinidad.

De todo lo que ella era

y lo que venía cargando

lo que más me atraía era su risa.

Alegre como de kínder o

parvada de pájaros.

La sutil coquetería de su mirada.

La comisura de sus labios.

No voy a decir tampoco

que la amé “desde

el momento de conocerla”,

porque no sería cierto.

Ni políticamente correcto.

Yo estaba casado y ella

se acababa de divorciar.

Lo único que me es permitido afirmar

a estas alturas del naufragio

es que tuve una visión.

La visión de Ana Luisa y la libertad.

Como si fueran juntas como si

ambas fueran parte de una canción

a la vida y una promesa de futura

reconciliación con la vida y con

(¡escríbelo!) la felicidad.

Luego nos perdimos la pista.

Años después la encontré

en Mazatlán.

Se había casado de nuevo

y estaba esperando un bebé.

Tengo un recuerdo borroso

de esa visita.

El calor sofocante y los mosquitos

no me dejaron dormir.

Su casa cerca de la playa y también que

en ese momento de la vida no la quería.

En absoluto, no me gustaba para nada

esa “pinche Ana Luisa”.

Los años fueron y algunos

ya no regresaron.

De nuevo quiso la suerte que

nos volviéramos a encontrar.

Nuevecitos los dos.

Libres como el viento, sin ataduras,

listos para happy together volar.

Todo iba viento en popa.

Debí sospecharlo: era

demasiado bonito para ser verdad.

Y su nombre, no lo olviden,

seguía siendo Guerra; Flores, sí, también,

pero primero Guerra).

Intercambiamos rosas rojas y

gladiolas tal vez

y casetes de soft-rock.

Por eso y alguna otra razón,

llegué a pensar que en ella

había encontrado a alguien a quien

pudiera mi “alma gemela” llamar.

Nos veíamos en el De Efe.

De manita sudada.

Un día mejor nos citamos en Mazatlán.

Eso fue allá por la primavera del 96

paseamos por el malecón

fuimos a restoranes en la playa

como novios o algo así pero

el huevo de la serpiente ya había

sido empollado:

Mientras tomábamos

cerveza y comíamos

almejas del Pacífico y tacos Gobernador

ella empezó a decirme

sin venir mucho a cuento

que sus columnistas favoritos eran,

ajá, nada menos que

los que yo no podía soportar.

 Casi tiro las viandas

sobre el blanco mantel.

Tuvimos una agria discusión

pero no tan agria como cuando

la conversación saltó

hacia las remembranzas de la

vieja organización subversiva

a la que ambos pertenecimos

y acerca de cómo gustaba

solventar las disputas internas

el gran jefe Oséas

al que ella todavía consideraba

el último renovador del marxismo

y de algún modo guía de vida moral.

Y aunque después nos fuimos

a bailar al antro donde tocaban

oldies ya sabes:

Hotel California, Ruby Tuesday

ese tipo de rolas

el encanto se había roto

“como un jarrón de porcelana”.

Todavía fuimos al hotel donde

me hospedaba, pero

ya no mirábamos como antes.

De algún modo nos volvimos

Extraños.

Aquello, nuestro asunto, de repente

ya no tenía que ver con el amor

ni con el deseo.

Se instaló entre nosotros una muda

hostilidad y mejor

cada quien agarró su patada.

Al otro día me llevó al aeropuerto.

En el trayecto no hablamos,

yo iba pensando: pero si esta mujer

fue alta funcionaria de la universidad,

¿cómo me sale ahora con estas cosas,

este radicalismo de corte tropical?

Yo tomaría mi avión al país

de nunca jamás.

Nos perdimos otra vez la pista.

Después me enteré de su

enfermedad que

no debía ser tan grave,

quise pensar.

Pero sí era grave.

Ella llena de vida.

Sombras en el puerto y

lluvia triste lluvia

sobre Mazatlán.

Alcancé a verla una vez más,

no es borroso el recuerdo.

Era una fiesta y bailamos como

si nada raro hubiera pasado

entre nosotros, pero era tarde.

Mi “cómo estás” vergonzante.

Sabía bien cómo estaba.

Su “ahí la llevo” poco convincente.

Todo se estaba desmoronando.

Ella seguía peleando

por su vida pero no pudo ser.

Y así hasta que me enteré por

amigos cercanos

de su triste final.

Sé que no hubo nada,

o quiero creer que no hubo

nada en mi conducta hacia

la dulce Ana Luisa

que pudiera reprocharme.

Y sin embargo

cuando pienso en ella

me recrimino:

¿Por qué no la quisiste un poco más?

 

 

 

Gustavo Hirales Morán, escritor mexicano, ha publicado La Liga 23 de Septiembre, orígenes y naufragioMemoria de la guerra de los justos, El complot de Aburto, Camino a Acteal, Chiapas, otra mirada y Siempre de nuevo. Escribe también periodismo en El Nacional y Unomásuno, Nexos y Etcétera.

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