Foto Pedro Chacón
Camino a mi locura
Por Jaime González Crispín
Es mediodía, o algo así.
Estoy en la parte más alta del estadio, en la primera fila de asientos, recargado apenas en el barandal de tubos puesto para evitar la caída de algún cuerdo o algún loco, que me permite ver parte del estacionamiento donde no se encuentra un solo auto.
Me doy cuenta de que estoy en la parte más alta del cono que forma el estadio, tomo conciencia de eso. No hay nadie más, no hay nadie. Busco, barriendo con la mirada cada parte que conforma este enorme embudo de cemento. Por la vista me doy cuenta de que se trata de un estadio del fútbol americano, pues hasta allá abajo veo las líneas marcadas con el número de yardas en cada una. Veo también los palos que forman una H, para los goles de campo.
Estoy solo. No hay nadie más.
Comienzo el descenso, quiero llegar al pasto sintético del campo de fútbol donde seguramente habrá una o más puertas de acceso o salida. Busco algún emblema que me diga de qué estadio, de qué equipo, de cuál ciudad se trata. No, no hay ni un lienzo, ni un banderín o escudo que lo delate. Es, sí, un estadio con señalamientos en números y letras grandes que orientan al público para ocupar sus asientos de primera, de segunda o exclusivos. Hay gradas con sobrado color rojo, otras de amarillo, blancas, azules y demás colores. Los tubos pasamanos son blancos, aunque también los hay rojos.
Pero no hay un solo humano aparte de mí. Nadie.
En mi descenso lento, busco algún guardia, alguien que venda salchichas, cerveza, refrescos o cualquiera de esos productos propios para la venta en un estadio. Nadie. Sigo bajando solo, oteando a todos lados en busca de alguien con quién hablar.
Al fin llego y piso el campo, pero no hay árbitros de camisas rayadas en blanco y negro, ni chicas bailando a los costados de la cancha. No hay prensa, ni televisión, ni equipos secundarios o titulares. El estadio está solo. No hay nadie más que yo.
Busco las salidas, ubicadas por lo general en los ángulos rectos que forma la cancha. Piso por la yarda 30, voy por la 20, por la 10, pero no hay nada, ni siquiera un balón ovoide.
Veo al fin una puerta que da a un túnel largo, oscuro. No hay ambulancias, ni patrullas de la policía, ni guardias. Vacío. Antes de dejar la superficie del campo de fútbol, veo muy acomodado, a mi derecha, un mantel doblado, muy bien cuidado puesto sobre el pasto. Es el mantel amarillo con blancos bordes tejidos, ahora lo reconozco, propiedad de mi hermana Laura. Me detengo, lo veo y dudo en llevarlo conmigo para entregárselo a ella, pero no lo hago, lo dejo ahí mismo, y me enfilo hacia el túnel. Voy apresurado, salgo y alcanzo el área de comercio de venta de souvenirs y antojitos. Llego al área del estacionamiento, enorme, grandísimo, pero sin un solo auto.
No hay nada, nadie.
No sé qué ciudad sea, ni a qué equipo pertenece el estadio.
Estoy solo y muy angustiado.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.