Chilango
Por Jaime González Crispín
Rebeca:
Gonzalo mi primo cree saberlo todo nomás porque es chilango. Esta mañana pasó a casa para saludarme, yo estaba bajo mi bocho, por el rumbo del motor, con la mitad superior del cuerpo abajo del auto y la otra fuera.
En la polvosa cochera, mal cubierta con un hule rojo con logotipo de un partido político, revisaba una insistente lágrima de aceite que caía de quién sabe dónde. Cruzamos saludos. Tendido sobre un hule, de espalda, por entre el guardafangos y la defensa trasera, pude ver retazos de su rostro redondo, sus cejas pobladas, sus labios gruesos; su cabeza de poco pelo ubicada sobre su masa corporal de insulto.
Se ofreció a ayudarme, pero me negué, aunque agradecí. Desde su nivel me explicó a detalle y sin que se lo pidiera, la manera correcta de cómo hacer un cambio de aceite. Se siguió explicando cómo cambiar balatas, y hasta la forma de revisar y reparar una transmisión.
—Sólo voy a revisar una gotera —expliqué fastidiado.
Muy cerca de mi cara vi sus zapatos bostonianos, de dos colores, desgastados a rabiar y cuarteados por las innumerables boleadas con crema de El Oso; vi lienzos de las perneras de su pantalón terlenka, mal planchadas; el campo de flores amarillas en fondo blanco de su camisa y su ancha corbata de barquitos, a la Tín Tan.
—¿Vas al juzgado? —pregunté.
—Voy a ver una hembra.
Mi primo sabelotodo se acuclilló y me dio un catálogo de precauciones: que lentes por si cae tierra; que aguas con las mangueras; no confíes en el gato hidráulico, ponle un tablón. Así es mi primo, enfadoso, lengua larga y pretensiosamente sabio.
—¿No se te hace tarde? —lo corté.
—Bueno, primo, chíngate tú solo.
Y se fue, dejando tras de sí su aroma barato de Jóquey club.
Seguí en mi búsqueda.
Y sí que me cargó la chingada, como dijo el chilango. El gato hidráulico falló, y no previne.
Ahora estaba bajo el auto, con apenas unos rayos de sol que me llegaban a la cara por entre el motor y su tapa levantada. Veía tubos de escape y los largueros de fierro; mangueras y ductos que llevarían aire frío o caliente a sabía Dios dónde. Mi pecho me exigió más oxígeno, pero no podía dárselo por el acero que oprimía mi esternón.
Moví, poco a poco, mi cabeza que solo podía estar cara arriba. Olía aceites, líquidos, grasas; sentía rugoso el hule que me servía de tapete. Mi esposa no estaba en casa y nuestro hijo andaba en la escuela. “Estoy jodido”, pensé. A poco fui girando mi cabeza, con dificultad, hasta ponerla de lado, con mi oreja untada contra el hule, en el piso.
Entonces lo vi. Ahí estaba, quieto. Iba y venía, en zigzag. Lo vi caminando hacia mí, ciego, vacilante, sin brújula. Avanzaba, para terror mío, hacia donde yo estaba, pero luego retrocedía, para mi descanso. Iba como buscando algo. Sus patas rozaban sobre el hule negro, lo oía y lo veía; era un enorme, enorme alacrán, o así me lo parecía por el miedo. Sus patas rasguñaban, inciertas; cola y lanceta se levantaban amenazadoras, aunque luego lo veía arrastrándose, llevando como cabús de ferrocarril su carga de muerte. Sus tenazas giraban a un lado, al otro, como si oliera, como si viera en qué rumbo estaba la esponja que recibiría su líquido mortal. Yo estaba sudando; mi cuerpo enjuto y sin chiste se contrajo más, a pesar del espacio limitado; mi rostro, trémulo. Me dio por rezar aquello de “San Jorge bendito, amarra tus animalitos con un cordón bendito”.
Veía la lanceta del alacrán que me anticipaba que, si no moría por asfixia, dado el hierro que me oprimía, sí por su ponzoña.
La alimaña avanzó con gran dificultad por la alfombra arrugada en que estaba convertido el hule negro, en mi busca.
—¡Chilango!, ¡primo Gonzalo, hermanoooo! —grité.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.