Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 3: Los sacerdotes hablan

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Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 3: Los sacerdotes hablan

 

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

 

Al abolirse los sacrificios humanos, Cuauhxicalli[1] sumo sacerdote, con Ce Calli, conocido como Piztli, y Ce Cuetzpallin, apodado Azioc, sus auxiliaries, eran los últimos sacerdotes propiamente dichos que quedaban. Al lado del altar, ahora vacío, que antes ocupara el cuerpo yaciente de aquellos cuyos pechos habrían de ser abiertos en sacrificio, los dos auxiliares se miraban uno al otro incesantemente. Como que aquello de descabezar culebras, pichicuates, cuando no algunas cascabeles y coralillos, resultaba muy aburrido comparado con sus antiguas labores consistentes en extraer corazones palpitantes de las víctimas sacrificiales humanas. Aun más aburrido les parecía ir al jardín botánico y meter en aquellas jaulitas hechas de popotillo las mariposas que, atraídas por la miel, habían caído en las trampas. Era un poco menos aburrido ir a la sierra a capturar mariposas monarca. Pero así era ahora, con sacrificios solamente de ofidios y mariposas.

—Caray como extraño los viejos tiempos…—la costra de sangre seca adherida a las paredes del templo y a sus propias humanidades ya había desaparecido.

—¿Y el sacerdote Quetzalcóatl? ¿Ya nunca vendrá al templo? Preguntó Azioc sin dejar de mirar la culebra multicolor que preparaba para el sacrificio.

—¡Calla insensato! Bien que sabes que sus labores de gobernante de la ciudad y el imperio lo mantienen ocupado… muy ocupado.

—Pues bien que vino el día dedicado a Quetzalcóatl. Y vistió los antiguos ornamentos de Ehécatl, Dios del Viento, con todo y su gran gorro cónico. Y las esclavas pasaron horas pintando sobre su torso las rayas del ocelótl.

            Ce Cuetzpallin evocaría entonces aquel día en que Ce Ácatl había usado la navaja sacrificial por vez primera y última, tal cual lo hemos relatado arriba:

—Ya se veía venir, desde el principio, que algo iba a hacer respecto a los sacrificios. Aquel día creo que vomitó atrás de la pirámide.

—¿Crees que no podía ver sangre? Hay gente así, el puro olor les revuelve el estómago.

—No digas tonterías, el príncipe era ya un guerrero consumado. Su macana había ya hecho con muchos chichimecas lo que nosotros hacemos con esas pobres víboras que matamos.

            —Sacrificamos, dirás.

—Sacrificamos todos los días.

—Entonces, ¿cómo es que se le revolvió el estómago? ¿O es que hay algo más detrás de su cambio?

            Los dos sacerdotes especularon entonces respecto a que días después de que Topiltzin se iniciara como sacerdote el regente militar Hutzitotec cayó gravemente enfermo y que requirieron a Topiltzin estar constantemente a su lado. Esto, al menos al tiempo en que sucedió, hizo que fuera excusado de practicar los sacrificios. Más aun, cuando el líder de los ejércitos toltecas murió, y Ce Ácatl Topiltzin fue elevado a ese puesto, algo se estaba gestando desde la cabeza y los aposentos del príncipe. Primero sus guardias y voceros comenzaron a llamarlo «príncipe sacerdote», a veces «sumo sacerdote». Nunca empleaban el título de «regente militar» con el que se acostumbraba distinguir a su antecesor. Pronto hubo edictos firmados por Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl y también pronto muchos se referirían a él como Quetzalcóatl o el Sacerdote Quetzalcóatl sin hacer más mención de su nombre humano primitivo.

            Los dos jóvenes sacerdotes no se habían percatado de que desde un rincón, detrás de lo que fue la piedra sacrificial, Cuauhxicalli los había estado escuchando. Era este el sacerdote más viejo y distinguido del templo principal de Tula y miembro del consejo de Ce Ácatl. Interpelandolos dijo:

—Parece que no piensan ustedes. El príncipe Quetzalcóatl ha decidido conservar los sacrificios de serpientes, mariposas y pájaros para que gente como nosotros conservemos nuestros trabajos y posiciones. ¡Y ustedes se quejan de lo tedioso que esto resulta! ¡Malagradecidos!

            De hecho los jóvenes sacerdotes no podían penetrar en los pensamientos del viejo Cuauhxicalli. Sabía este que la supresión de los sacrificios humanos era realmente la expresión menor del profundo cambio teológico que a él sí lo intimidaba. Ya no había muchos dioses, solo uno y cómo al sacerdote mismo se le debía llamar Quetzalcóatl. Y no era solo que temiera a los partidarios del politeísmo, o a los seguidores de alguno de los dioses en particular, temía más a los dioses mismos, particularmente a Tezcatlipoca. Sabía muy bien que a un dios tan poderoso y arraigado en las creencias populares no se le podía eliminar tan solo por un edicto.

 

Unos días después el viejo sacerdote advirtió desde la cumbre de la pirámide allende la terminación de la escalera la presencia de un extraño sujeto. Gritó a su auxiliar más cercano:

—Oye Pitzli, tráeme a aquel vendedor. Acá arriba.

El muchacho respondió bromeando

—¡Ea pues, lo vamos a sacrificar!

—No hombre, que ya no se puede. ¡Bueno fuera! Tú no más tráelo.

            Con la agilidad que da la práctica en subir y bajar todos los días las escaleras de la pirámide, Piztli estaba ya de vuelta con el anciano vendedor.

—Y tú ¿qué vendes?

—El más selecto chiltepín de los barrancos de la sierra del norte. De inigualable calidad.

—¿Y ese espejo?— refiriéndose a un pequeño espejo de obsidiana que llevaba atado a su tobillo izquierdo. El viejo sacerdote sabía bien que aquel era el símbolo de Tezcatlipoca, pero pretendió de momento ignorar ese significado. El vendedor de chiltepín dijo:

—Es un amuleto que me protege de las serpientes

Casi como si se hubiese orquestado así, una serpiente de cascabel de las que aguardaban ser sacrificadas hizo sonar sus cascabeles al otro lado del altar.

—¿No será el símbolo de un poderoso dios?

—Dices como de Tezcatlipoca

—Pudiera ser, ¿por qué lo preguntas?

—De hecho por eso te he hecho subir aquí, desde aquí advertí el espejo.

—¡Mira tú!

—¿Que tienes que ver tú con Tezcatlipoca?

—Me es simpático

—Pero, tú no pretendes ser el dios.

—Oh. No tanto como otros pretenden ser Quetzalcóatl… u otros dioses.

            —¿Qué quieres decir?

—Nada, nada. Solo contestaba tus preguntas. ¿No quieres pues comprar chiltepín? De veras que está buenísimo. Y ya te platiqué bastante, merezco que me compres.

—Antes dime cómo te llamas.

—Iewanake.

—Un nombre norteño, ¡chichimeca sin duda!

—Así es, es lo que soy yo. Un viejo que viene del norte.

—Creí que venías del este.

—No, del norte.

—¿Que piensas de los sacrificios humanos?

—Son buenos cuando el dios tiene sed.

—Sabes que se acabaron, que ya no los hay?

—Ten por seguro que volverán. Pues ¿qué no eres tú un sacerdote que vive de hacerlos?

Habiendo logrado sacar muy poco al viejo vendedor, el sumo sacerdote le indicó a los otros dos que lo acompañaran a la plaza, y por no dejar le dijo:

—Déjame dos cuartillas de chiltepín. Páguenle del fondo de limosnas.

            Aun se rascaba la cabeza intentando dilucidar algo sobre la identidad del vendedor de chiltepín cuando el tañer de unos tamborcitos y el sonido del caracol de guerra llamó su atención. Una conmoción abajo en la plaza. Mirando más atentamente pudo dilucidar que se aproximaba una escolta militar y detrás de ella pelotones de guerreros con atuendo de campaña alzándo sus lanzas, arcos y macanas al aire y ahuyando como celebrando una gran victoria. El vendedor de chiles se movió rápidamente a un lado de la plaza para evitar ser arrollado por la escolta que se movía al frente del contingente a gran velocidad dirigiéndose hacia el templo mayor, que era precisamente de donde él venía.

La procesión se detuvo. De entre sus filas salió un guerrero ricamente vestido. Desde lo alto, Cuauhxicalli tardó en distinguir las características de su atuendo. Eran las escamas de la serpiente y las plumas del quetzal. El señor Quetzalcóal personificado. Su porte atlético hacía la visión aun más impresionante. El guerrero se movía con la velocidad y elegancia de un felino. Rápidamente dejó atrás la escolta y como flotando se desplazó escaleras arriba. Los caracoles sonaban con insistencia, así lo hacían también los tamborcillos y un teponaxtle. Mientras del frente de la procesión se había desprendido el señor Quetzalcóatl, de las calle de acceso a la plaza salían más y más guerreros que se sumaban a la procesión y ya llenaban gran parte de la explanada.

El elegante guerrero ascendió hasta el teocali que ocupaba el vértice de la pirámide y en donde se encontraban los tres sacerdotes. Saludo con una reverencia al viejo sacerdote:

—Dios te dé salud reverenciado padre.

—Y a ti, querido Topiltzin. ¿Cómo estás?

—Magníficamente. Hemos derrotado una vez más a los chichimecas y los hemos hecho retroceder hasta cincuenta leguas de la capital. Tenemos un colchón de paz alrededor que nos permitirá florecer más como ciudad la cual adorará a un solo dios, sin sacrificios humanos.

 

[1] Probablemente un apodo pues Cuauhxicalli era propiamente el nombre de un vaso sacrificial  usado por los aztecas, —y probablemente antes por los toltecas— para depositar los corazones de las víctimas sacrificiales.

 

 

 

Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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