Muerte de Lezama (en vísperas)
Por Jesús J. Barquet
(poema iniciado en La Habana en febrero
de 1976: Lezama muere seis meses después)
Saquen ya el ataúd y acudan los dolientes.
W.H. Auden
Común decir que tiene usted
conciencia de su destino,
del escriba final que guiará su barca,
de su seguro paso y del encarnado
juncal que en sus orillas
le asignó el ojo lunar por justa residencia.
De Trocadero a Prado,
con sigiloso rumor,
un lento carretón rumbo al silencio.
Nefasta sería
una parada a destiempo: las estrellas
no lograrían llegar con su certeza nocturna,
con su perenne música la superior esfera,
con su murmullo el viento. Una vez más
la tierra desolada.
Pero atenuará el porvenir los bandazos
de su actual desventura:
el sol que raja, el mar que nutre,
el mástil de un país hacia la ruina,
el sinsonte y las palmas que cuchichean
respirando una flor, y la flauta que “sigue
la cintura en el sueño”, y su voz que tuvimos
y tendremos: todo
el apogeo del verbo en broncínea anunciación
frente a las ramplonas teñiduras de Oporto, todo
fajado por Dios sobre cestas que flotan en diverso caudal
contra la ingratitud y el olvido
de un decoro hoy en día muy escaso.
Como espada de gloria para el herrero,
su palabra ‒eso que otros en vicio desviaron‒
se ha vuelto un asiduo buril que nos inscribe
con jadeo de orfebre en la nación.
De tanto presagiarlo su madre,
se transfiguró usted en un roble
de corceles férreos en que estrenan
la dignidad un rubor,
el colibrí un revuelo de latidos,
la cascada un remanso antes de desplomarse
y la patria un estilo suyo de morir
que acudirá sin falta a resguardarnos.
Ahora que se detiene su mano sobre el papel,
avanza por Prado hacia el mar ‒henchidos
de salud los maderos‒ el lento carretón…
y usted empieza.