Quetzalcóatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 01

Quetzalcoatl. Nueva versión de la leyenda de Ce Ácatl Topiltzin. Episodio 01

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

Eran cuidadosos de las cosas de dios;
solo un dios tenían;
lo tenían por único dios;
lo invocaban,
le hacían súplicas;
su nombre era Quetzalcóatl.
Y eran tan respetuosos de las cosas de dios,
que todo lo que les decía el sacerdote
Quetzalcóatl
lo cumplían, no lo deformaban.
Él les decía, les inculcaba:
—Ese dios único,
Quetzalcóatl es su nombre.
nada exige,
sino serpientes, sino mariposas
que vosotros debéis ofrecerle,
que vosotros debéis sacrificarle.
 
(Códice Matritense de la Academia de la Historia traducido y transcrito por Miguel León Portilla)[1]

 

 

Prefacio

Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, fue el gentil dios-sacerdote tolteca que abolió los sacrificios humanos y que cayó en desgracia cuando enfrentó las tentaciones mundanas del pulque y el sexo incestuoso.[2] Quetzalcóatl anunció, antes de abandonar Tula, su retorno por el Oriente. Muchos historiadores creen que esta leyenda facilitó la conquista de Tenochtitlan por Hernán Cortés quien fuera identificado por los aztecas con el dios.[3] Laurette Sejourné declara que la leyenda ayudó a los conquistadores españoles a obtener la traición de los jefes de las provincias conquistadas en su favor y contribuye a explicar como fue posible que “un puñado de invasores españoles fueran prontamente apoyados por decenas de miles de guerreros nativos”.[4] Román Piña Chan analiza el proceso psico-teológico por el cual los aztecas arribaron a la concepción de una imagen de Quetzalcóatl que pudiera después ser identificable con la del conquistador español.[5] Vicente Riva Palacio explica cómo los eventos astronómicos relacionados a los ciclos del planeta Venus son metafóricamente representados por la leyenda de Quetzalcóatl.[6] Miguel León Portilla elabora sobre las diferencias para distinguir entre el dios primigenio Quetzalcóatl y su tocayo Cé Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el sacerdote tolteca en el cual se basa la profecía del retorno de Quetzalcóatl.[7] Juan Dubernard Chauveau publicó un índice de las referencias a Quetzalcóatl en la literatura.[8]

Mi novela se apoya principalmente en las tradiciones aztecas y a las narraciones derivadas de ellas. No digo que esta versión sea la más apegada a la verdad, pero sí tratará de ser la más bellamente escrita y la que más justicia haga al equivalente tolteca ‒de cierta manera‒ del  Amenhotep egipcio. Me parece interesante que algunas de las otras versiones atribuyan a Huémac, el ultimo rey tolteca, algunas de las cosas que el presente relato atribuye a Topiltzin.

 

 

 

Episodio 01

 

El cenzontle ‒pájaro de cuatrocientas voces‒ había comenzado a cantar por los campos y las callejuelas que serpenteaban detrás de los edificios monumentales de la ciudad. Su canto de madrugada anunciaba la inminente llegada del invierno. Los más bravíos ejemplares tomaban posiciones en lo alto de los templos y las casas, actitud retadora para otros pájaros, los gatos y aun para algún trasnochador o madrugador tolteca que se descuidase. Tal vez esto último, que los cenzontles puedan atacar a los seres humanos, sea tan solo una fantasía, cosas que los viejos cuentan, contaban así. Lo que es cierto, pues lo ve uno todos los días, es que el cenzontle se  enfrenta y derrota en batallas campales a pájaros mucho más grandes que él, como el negro chanátl, las palomitas torcazas y las de alas blancas. Lo vemos tal como lo vieron los toltecas en su tiempo y como lo veremos mañana: el grácil cenzontle macho de alas rayadas lanzándose en picada desde su dominante altura para atestar un certero picotazo a aquellos identificados como enemigos.

            Volviendo a los gatos, Tlacomixtli,[9] el gato favorito del príncipe guerrero sacerdote Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl había perdido un ojo, víctima de la rauda embestida de uno de estos fieros pajarillos.

            Esta versión de la historia de Ce Ácatl Topiltzin ‒que, debemos reconocerlo, es tan solo una de tantas‒ comienza con la historia de un gato tuerto y un pájaro de cuatrocientas voces.

Tlacomixtli era un tanto ritualista, todas las mañanas, una vez concluídas sus andanzas nocturnas, llegaba al palacio del príncipe por la parte de atrás, como viniendo de los callejones. Al llegar a la pared, y pegadito a esta, se iba siempre por el lado derecho hasta la esquina, usando el pasadizo entre el templo mayor y el palacio, justo por donde ya se comenzaban los toltecas a colocar los famosos atlantes de Tula. Llegaba hasta el frente de los edificios, es decir hasta la base de la escalinata que descendía desde la cámara superior del palacio hasta la Plaza Mayor. Una vez ahí, sin alejarse mucho de la escalera, daba tres o cuatro vueltas como dirigiéndose al centro de la plaza. Tal vez miraba los pináculos de templos y edificios para mantenerse alerta y no ser sorprendido por una repetida agresión de su encarnizado enemigo el cenzontle. Al dar la última vuelta tomaba impulso y trepaba por la escalera principal con una velocidad impresionante. Una vez en lo alto, se detenía y miraba la plaza que a esa hora generalmente estaba vacía. Solo entonces entraba al palacio.

Aquella mañana, Ce Ácatl escuchaba el canto de los cenzontles con mucha atención. Desde temprano había estado observando a dos machos efectuando una extraña danza: los pájaros salían disparados hacia arriba, verticalmente, y luego aleteaban y gorgeaban de una manera peculiar. El príncipe bien sabía que la danza era en realidad una disputa por los favores de la hembra que debía estar esperando entre los arbustos al triunfador de la justa.

Con su mano delicada, de uñas crecidas y cuidadas, el príncipe acariciaba ‒como alisándola‒ su barba que, aunque no siendo muy tupida, claramente le distinguía de la mayoría de sus vasallos, los toltecas ordinarios de aquel tiempo, que eran casi todos lampiños. Esta particularidad, su barba, como ya veremos, tuvo un significado especial mucho tiempo después.

            Volviendo al pájaro de cuatrocientas voces, alguna vez el príncipe sacerdote creyó que sus trinos, pitidos y arpegios le habían comunicado algo que los escribas no registrarían en el negro y el rojo de los códices. Era como si uno entre tantos diferentes cantos del pajarillo le hubiera revelado un secreto cuyo origen guardaría consigo por siempre. Basándonos en alguna de las crípticas declaraciones que el príncipe hacía de cuando en cuando, sospechamos que de alguna forma lo que el cenzontle le había dejado saber algo tenía que ver con la teoría del príncipe respecto a que había un solo Dios. Ese era tal vez su secreto, pero no podremos nunca estar seguros de que eso fue. Al respecto, en una crónica ahora perdida se decía que el príncipe había llegado a la noción de que un solo dios existía meditando que las cuatrocientas voces del cenzontle no requerían de cuatrocientos pájaros sino de solo uno, así los dioses que se multiplicaban en los templos y en los hogares deberían provenir como los cantos del cenzontle de una sola fuente.

            Pero tal revelación ha continuado siendo un secreto. Lo más cercano que estuvo Ce Ácatl de revelar fue lo que el pájaro de cuatrocientas voces le había revelado: que había un solo Dios. Fue cuando en aquella ocasión en que dijo:

—Oid (refiriendose a un complejo arpegio emitido por un gran macho desde lo alto del frontispicio del palacio real): ese es un mensaje de vida, de alegría. Hay un Dios que hizo a ese pájaro y su canto.

            Muchísimos años después, Netzahualcóyotl ‒el rey poeta que algunos cronistas han alegado que también era monoteísta‒ exultaría el canto del pájaro de cuatrocientas voces en su poesía.

Amo el canto del cenzontle- pájaro de cuatrocientas voces

Amo el color del jade

y el  enervante perfume de las flores

pero amo más a mi hermano el hombre.

Debemos de considerar que algunos de los ancianos del consejo abrigaban serias dudas respecto a adherirse al monoteísmo propuesto por el príncipe: «siempre hemos tenido muchos dioses, por qué cambiar ahora». Tlacaéletl, cuyo nombre era el mismo de aquel consejero de tres Huey Tlatoani o emperadores aztecas ‒y que al menos por lo que nos dejan saber los documentos sobrevivientes no tuvo más relación con este primer Tlacaéletl que la de ser su tocayo‒, se preocupaba de las repercusiones políticas que tendría el eliminar varias docenas de dioses. Huitzitótec e Ixtacahuiztli, los dirigentes militares, por el contrario, veían en aquello alguna ventaja como el hecho de desbancar a Tezcatlipoca de su lugar preferencial y con ello disminuir el poder de los tepocas, un grupo cada vez más estorboso y fanático.

            Por su parte, el grupo de tres consejeros, ‒los más jóvenes y cercanos al príncipe, que cuando comenzó a promover esta idea contaría con escasos veintitrés años‒ apoyaban la purga de los dioses con pasión. Ellos contemplaban el mundo con una visión más profunda: «no necesita uno sino pensar en la idea de Dios para descubrir que no puede haber varios dioses.» Que a Cé Ácatl le hubiera llegado la inspiración o, como relata el párrafo anterior el cenzontle se lo había revelado, era irrelevante para este grupo que apoyaba la idea monoteística derivada de principios filosóficos: Dios tenía que ser el más fuerte, el más sabio, el más poderoso. Dios tenía que ser y estar antes que las cosas y de hecho ser el creador de todas ellas. Por lo tanto Dios debería ser Uno y solamente Uno.

            Quedaba por verse que diría el grueso del pueblo tolteca; pero cuando la inspiración del príncipe sacerdote les fue expuesta, ya estaban listos para oirla. La razón popular era otra: la carga impuesta por el culto de más de un centenar de dioses era excesiva.

Y algo que vino como secuencia a la inspiración, fue el nombre de Dios. Un osado joven se atrevió a preguntar al príncipe:

—Y ¿Cómo se llama ese único dios?

—Quetzalcóatl por supuesto —respondió Cé Ácatl

—Como tú.

—Como yo.

            Cuando Ce Ácatl proclamó sus ideas monoteístas, no solo los pájaros se dirigían al príncipe guerrero sacerdote. Lo hacía también la voz popular: algunos clamaban a él:

—Hijo de Mixcóatl, conductor del pueblo, quien nos trajo a Tula.

            Otros iban más allá,

—Tú Quetzalcóatl, quien nos condujiste por el desierto hasta llegar a esta ciudad sagrada.

            Anotaremos que para el tiempo en que Ce Ácatl proclamó que no había sino un solo Dios, no era extraño que las gentes ya llamaran al príncipe llanamente Quetzalcóatl. Y sí, hasta en algunas proclamas oficiales se le atribuía al propio Ce Ácatl no solo la hazaña de haber conducido a su pueblo hasta la ciudad sagrada, sino también el haber enseñado las artes y las artesanías al pueblo tolteca. Entre dichas artes, por supuesto, destacaba la alfarería: los codices ‒ahora perdidos‒ declaraban que el príncipe sacerdote había “enseñado al barro a mentir»,[10] es decir, convirtiéndose en vasijas, bateas, adornos, idolillos y otros artefactos. Otros le atribuían haber desarrollado también la difícil técnica para labrar las perfectas hojas de navaja, puntas de flechas y lanzas y las navajas de las macanas… todas de cristalina obsidiana. Esto último era importante y no se podia omitir en las loas oficiales a Topiltzin, ya que los artesanos toltecas perfeccionaron este arte a nivel de que algunos objetos hechos de obsidiana merecieron calificativos como “imposible” o “increíble”. Y, por no dejar de decirlo, la magnífica arquitectura de Tula también se le atribuía a Ce Ácatl-Quetzalcóatl.

            Ce Ácatl, sin embargo, estaba plenamente consciente de que no había sido él ‒ni su padre‒ quien había dirigido a las tribus norteñas, después conocidas como toltecas, en su peregrinación hacia Tula, eso debió de haber sucedido muchos años, probablemente generaciones, antes. La gente no cuestionaba el relato que hacía a Ce Acátl el vengador de su padre que había derrotado en campal batalla a su tío Apanecatl. Y se decía también que había traído los huesos de su padre, Mixcóatl, al palacio real; otros decían que los había sepultado en el Citlatépetl.[11] Tampoco dudaban de la improbable circunstancia de que Ce Ácatl había nacido ocho años después de la muerte de su padre.

            Pero como era de esperar, todos recordaban aquel día en que las tropas toltecas triunfantes volvían a Tula de la hasta entonces más prolongada ‒y probablemente la más exitosa‒ campaña de cuantas se habían emprendido en el norte. Frente a todos venía Huitzitotec, el supremo regente militar, a su derecha Ixtacahuiztli, capitán mayor y sorprendentemente a su izquierda marchaba ufano aquel jovencito de escasos diez y siete años, Ce Ácatl. El pueblo aclamaba a la columna de guerreros que aparecía desfilando lentamente desde la calle central que se abría a la plaza mayor, no traían como lo hacían de sus incursiones al sur, papagayos y frutas tropicales, pero si un abundante número de prisioneros y prisioneras, los primeros destinados a trabajos forzados y muchos de ellos a ser sacrificados a los dioses y las segundas, ellas, a trabajos domésticos, particularmente servicios a la nobleza militar que ya se formaba. Detrás de los prisioneros venían los tepocas, jóvenes guerreros consagrados al dios Tezcatlipoca.

Huitzitótec e Ixtacahuiztli, sólidos baluartes y dirigentes del ejército promulgaron ese día algo que ya se veía venir. El regente militar avanzó hasta colocarse tan solo a unos pasos del primer escalón del palacio. Levantó entonces su brazo derecho apuntando hacia el cielo, luego bajándolo lo dirigió hacia Ce Ácatl y como indicándole que subiera por la escalera, se dirigió a la tropa y pueblo ahí reunido:

—Pueblo Tolteca. Está con nosotros el príncipe Ce Ácatl.

Ce Ácatl, ya para entonces en lo alto frente a la puerta principal del palacio, volteó y alzando los brazos aceptó saludando la estruendosa ovación y gritería que se sucedió. Los consejeros especulaban en sus cabezas si había sido esta tan intensa como la brindada a los tepocas.

            El gesto de los dirigentes militares oficializaba el hecho de que el palacio era la vivienda del príncipe. No que nadie lo objetara, pero debía ser proclamado así y este había sido el momento propicio para hacerlo. Ce Ácatl era mediante esta sencilla ceremonia declarado monarca de los toltecas. Así lo reconocieron los gritos de algunos aduladores entre la multitud ahí reunida:

—¡Salve hijo de Mixcóatl! ¡Rendimos homenaje a nuestro príncipe y héroe! ¡Salve Ce Ácatl! ¡Larga vida a nuestro soberano!

—¡Salve, salve! —coreaba la multitud.

            Huitzitótec e Ixtacahuiztli a duras penas podían ocultar su satisfacción. Y era que al sentar a Ce Ácatl en el trono su poder, antes confinado a lo militar, se extendía ahora sobre toda aquella sociedad en formación, automáticamente ellos mismos se convertían en los consejeros de un poderoso monarca y señores de horca y cuchillo sobre todos los toltecas.

Ce Ácatl tan pronto como la parada concluyó corrió a saludar a sus abuelos.

̶ Ve como te quiere la gente.

Una muchacha, que ayudaba en sus menesteres a los abuelos, exclamó de pronto:

̶ Ya suben a unos al teocali. Ya suenan los cuernos y los caracoles. Ya le extraen el palpitante corazón a uno de los cautivos.

            Si alguien hubiera podido leer el rostro del príncipe al oir esa última aclamación habría notado que algo estaba entrando en ebullición en su mente: la prohibicion de los sacrificios humanos.

 

[1]  LEÓN PORTILLA M. Quetzalcóatl. En Historia de México. Salvat Mexicana de Editores, S.A. México 1978: III: 641)
[2]  Anónimo 1558 [codex Cuauhtitlán]: ff 6, 7 [en GARIBAY AM. La literatura de los aztecas. : J. Mortiz, México 1964:29-32.
[3]  Cfr. LEÓN PORTILLA M. 1978 c 1023-1038; FUENTES MARES J. Cortés el hombre. Grijalbo, México 1981:51-63; ORTIZ DE MONTELLANO B. Aztec medicine, health and nutrition. Rutgers University Press, New Brunswick 1990:11
[4]  SEJOURNE L.  Burning water: thought and religion in ancient Mexico. Shambhala 1978:44; Cfr. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ L. El noroeste novohispano en la época colonial. Instituto de Investigaciones Antropológicas. UNAM/Porrúa, México 1993:120-134.
[5]  PIÑA CHAN R. Quetzalcóatl. 1984, 1996.
[6]   RIVA PALACIO V. México a través de los siglos. México 1889 I:100 et seq.
[7]  LEÓN PORTILLA M. Tula y la toltecáyotl y Quetzalcóatl. En Historia de México. Salvat Mexicana de Editores, S.A. México 1978: III. Cfr. CHAVERO A y RIVA PALACIO V. México a través de los siglos. México 1889 III:236-237, 241 y 249; MÓNACO 1993.
[8]   DUBERNARD JC. 1983:60-67.
[9] «gato montés«
[10] De una traducción de León Portilla de “El alfarero” del Códice Florentino. Aparece en varios lugares en que se presenta el arte prehispánico.
[11] Cerro de la Estrella.

 

 

 

Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

Deja un comentario