La historia de Ion Tech. Fructuoso Irigoyen Rascón

Foto Pedro Chacón

La historia de Ion Tech

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

Debía de encontrar al chairman del comité del cual me habían nombrado miembro. El email decía que nos veríamos a las tres de la tarde en unas mesitas dispuestas a la entrada del edificio B del Centro Mundial de Convenciones de Atlanta, Georgia. Una vez allí, noté que un muchacho pequeñito y con rasgos orientales estaba parado enseguida de mí y tuve la clara impresión de que me estaba escoltando. Claro que yo para nada necesitaba de una escolta. Cuando concluí, sin duda alguna, que algo se traía conmigo decidí abordarlo.

—¿Quién eres? ¿cómo te llamas?

—Ion Tech.

—Extraño nombre ¿de dónde salió?

La mirada del pequeño hombre de ojos oblicuos pareció desprenderse y elevarse hasta una nube pasajera, detenerse en una punta de esta, saltando sobre ella y acelerando impresionantemente para describir una larguísima parábola y aterrizar luego en una tierra lejana, una tierra llena de templos y pagodas.

—De una tierra lejana —respondió en voz baja, casi inaudible.

—Llena de templos y pagodas. — agregué.

—¿Cómo lo supiste? — preguntó intrigado.

—Cuando tu mirada que se fue como lanzada por una catapulta y volvió como un relámpago a tus ojos, advertí en ellos el reflejo difuso de templos y pagodas.

—¿Viste las escaleras de las pagodas?

—No. Las imágenes eran borrosas.

—En las balaustradas, a cada lado, están los luchadores; más arriba, los elefantes, los leones, luego los grifos y casi al llegar a lo más alto los dioses védicos.

—Ya veo ¿entonces eres nepalés? ¿hablas del templo Nyatapola en Bakhtapur?.

—No sé, nunca he estado allí.

—Pero.

—Tal vez mi nombre vino de allí— interrumpió—Pero yo nací aquí. Aquí mismo.

No me quedó pues duda que Ion era nativo de Atlanta, Georgia de los Estados Unidos de América.

—Alguien me dijo que 10 luchadores tienen la fuerza de un elefante; diez elefantes la de un león; diez leones la de un grifo; diez grifos la de un dios védico y diez de ellos la del dios principal dentro del templo.

—¿De veras? ¿Es Lakshmi o Durga el dios? es decir la diosa principal.

—De veras. —respondí a la primera pregunta. —Creo que sí. —a la segunda.

—Un día de estos visitaré la tierra de mi nombre.

            Su mirada había ya retornado completamente. Ahora ya podía verme directamente a los ojos y hacerlo sin pestañear.

—Pero ¿sabes de donde son tus padres?

—Hoy ya son de la tierra de Dios. Vinieron de un país lejano.

—De allá ¿a dónde tu mirada fue hace un rato?

—No lo sé con certeza.

            Era evidente que Ion Tech no hablaría más por lo cual decidí cambiar de tema.

—¿Y qué haces aquí?

—Vigilo la entrada al edificio B. Doy cuentas de quien entra y quien sale.

—¿Por ejemplo yo?

—Si, Fructuoso, 1/23/49.

—¿Cómo sabes eso? —pregunté asombrado.

—Me dijeron que vendrías y cómo eres.

—¿Cómo?

—Sí. Uno noventa y seis, en silla de ruedas: amputado debajo de la rodilla, pierna izquierda, puede o no traer prótesis.

—¿Y te dijeron también la razón por la cual tuve que venir?

—Hay una charla, una conferencia y tú eres uno de los que va a hablar.

—¿Sabes de qué voy a hablar?

—Está aquí—dijo sacando un papel doblado en 16 o 32 partes. Extendiéndolo leyó: “Psicodinámica y visión del mundo.”

—¿Entiendes eso?

—Lo de psicodinámica no. En cuanto a lo de visión del mundo, tengo una idea, una visión del mundo: la mía propia.

—Dime un poco de ella.

—Dicen los filósofos de las tierras de donde tú vienes que: «todo ser es bueno». Yo no creo eso, los seres no son buenos o malos: seres humanos que creemos buenos pueden de pronto hacer cosas muy malas e individuos perversos son capaces de ser ocasionalmente bondadosos.

—Creo que los filósofos de mi tierra se refieren a la esencia del ser.

—Lo que define al ser, es lo que el ser hace: si hace el bien, es bueno. Si hace el mal, es malo. Un recién nacido no es bueno, ni es malo. Ya se decidirá después.

            Aunque su reflexión pareciese un tanto primitiva de hecho era sintónica con la empleada en los clásicos debates escolásticos auspiciados por los jesuitas en el bachillerato, y comenzaba por lo tanto a divertirme. Por ello, decidí presentarle alguna objeción ontológica.

—Los recién nacidos dices. Ellos nacen, respiran, comen, duermen y comienzan a ver, a conocer el mundo que los rodea. Todas son acciones y todas son buenas. Los recién nacidos son todos buenos, pues.

—Me preguntabas sobre mi visión del mundo. Para mí, todas esas acciones no son buenas ni malas. Falta la voluntad, el fin o intención para definirlas como buenas o malas.

            Ion Tech cayó entonces en la cuenta de que un caballero vestido informalmente: portafolio bajo el brazo y zapatos de lona, se aproximaba a nosotros. Era el chairman. Con una gran sonrisa en la cara el recién llegado extendió su brazo libre para saludarme. Al estrechar su mano advertí de reojo que Ion Tech desplegaba de nuevo su papel, el mismo del cual había leído mis datos y luego miró rápidamente a mi chairman, a su reloj de pulso y a otro que colgaba sobre la pared lejana. Escribió algo en el papel, creo que la hora que recién había cotejado y cuidadosamente lo plegó de nuevo: mitad, cuarto, octavo, dieciséis, treinta y dos.

            El chairman y yo entramos al edificio B. Me explicaba que el comité no se activaría sino hasta que apareciera la convocatoria de las próximas elecciones y que por ello no habría reunión en esta convención. Charlamos un rato y después tomamos rumbos distintos. Salí del edificio B media hora después. Las mesitas todavía estaban ahí, pero ni huella de Ion Tech.

            Después de muchos mítines, juntas, lecturas, conferencias y entregas de premios, tratando de descansar un poco de ellas, vagaba sin rumbo a lo largo de los puestos que diversas compañías farmacéuticas, fabricantes de máquinas de estimulación magnética transcraneal y de terapia electroconvulsiva, libros técnicos, reclutadores de médicos para Australia y Nueva Zelanda, el Army y la Navy, tenían en la sección de exhibiciones. Fue entonces cuando di con la oficina de seguridad del congreso. Una señora atractiva, aunque ya entrada en carnes, me preguntó qué se me ofrecía.

—Uno de sus oficiales, de nombre Ion Tech ¿anda el por aquí?

            La dama tecleó en su computadora: “Tech, Ion”, una ruedita giratoria apareció en la pantalla, decía: “Buscando, buscando.”  Finalmente, la inteligente máquina declaró que no había logrado encontrar a Ion y que suspendía la búsqueda.

La mujer sentenció —No. Su amigo no trabaja para la asociación, ni para la policía de Atlanta, ni para la agencia que maneja el congreso.

            Me clavó una mirada castigadora. Le agradecí su esfuerzo, su tiempo. Avergonzado y con la cola entre las patas, me alejé del puesto.

            Había tanto que ver en el congreso que casi no volví a pensar en aquel extraño encuentro. Digo casi porque al día siguiente ya me iba. Había dejado ya el cuarto en el Hyatt Garden y depositado mi equipaje con el conserje del hotel cuando lo volví a ver o al menos me pareció verlo. Ahí en la calle, pasando la basílica rumbo a la entrada del Marriott. No tuve de momento la entera seguridad de que fuera él porque el hombrecillo escondía la cara detrás de unos lentes de sol y un sombrerito como de paja, probablemente de material plástico.

—Ion Tech —le grité. Me parece que me oyó, pues pareció apresurar el paso. Por mis circunstancias y el declive de la calle me conformé con verlo desaparecer en la distancia.

            Ya en el avión, medité en las incongruencias del encuentro con Ion. Me dijo que yo estaba allí para una charla sobre psicodinámica y visión del mundo. Efectivamente, el rimbombante título Psicodinámica y visión del mundo entre los tarahumaras de México, era el de una de mis conferencias. Pero sucedía que esa presentación la había llevado a cabo un año antes en Nueva York en el congreso de la Sociedad de Psicoanálisis y Psicoterapia Dinámica. ¿Cómo y por qué es que estaba en el papel de Ion? Obviamente el papel me identificaba como quien había sido el presentador de aquella plática en Nueva York, y no implicaba que la presentaría de nuevo en Atlanta.

            Podía tal vez interpretar que tuviera mis datos personales en su papel como la técnica que usan algunos sociópatas para intimidar a los demás. Recitar los datos personales de alguien es decirle: «Sé quién eres. Te puedo encontrar cuando yo quiera.» Pero, lo que no encajaba en tal suposición es que no había nada que pareciera ni remotamente intimidante en la persona de Ion. Nada que pudiera delatarlo como un individuo del tipo sociopático. El muchacho aquel parecía ser una buena persona. Que no hubiera ningún registro de él en la computadora del congreso era intrigante, pero tal omisión podría explicarse de muchas formas. De cualquier manera, el ser vigilado, escrutado, por un tipo de las características de Ion Tech, comparado con lo que sería serlo por alguien cuyo aspecto le dejara a uno saber que era un agente del secret service o de la Policía Judicial Federal, no era como para generar paranoia. Al menos, no por lo pronto.

            Cuando volví al valle del Rio Grande, ya en mi oficina en el hospital, me dispuse a revisar mis correos electrónicos. Y seguro, ahí estaba en mi inbox: De Ion Tech. El mensaje era escueto.

«Mis disculpas por haberlo incomodado en Atlanta. Fue una confusión. Lo siento mucho. Ion»

            ¿Cómo averiguó mi domicilio electrónico? Probablemente lo había obtenido de la misma fuente que le había informado de mi estatura y fecha de nacimiento. Ahora sí que me sentí espiado. Por un minuto decidí ignorar el mensaje y echar a Ion Tech con todo y sus templos y pagodas en el cofre del olvido. Pero aquello de la disculpa respecto a una confusión me picó la curiosidad y me dispuse a investigar de qué se trataba. Mi respuesta evitaría el tono amenazador reclamante de cómo se habían hecho Ion, o su organización, de mis datos personales. Así que escribí: «¿Confusión? ¿Cuál confusión? ¿Quién te dio mi e-mail

            Por más de una semana Ion Tech no respondió. Entonces, me llegó su e-mail: «Soy un simple gladiador. Nada puedo hacer contra elefantes, leones, grifos, y mucho menos contra los designios de los dioses védicos.» Podría mejor haber dicho: «No sé. A mí me mandaron. Solamente obedezco órdenes.» Pero eso hubiera hecho de él un guardia de campo de concentración nazi y si Ion no tenía el tipo de secret service agent o de policía judicial, menos lo tenía de oficial de la SS o de la Gestapo. Pensé entonces que tal vez las modernas agencias de seguridad, como muchas otras, ahora procuraban la diversidad étnica en sus contrataciones. De hecho, esto debería ayudar a sus agentes o espías a pasar inadvertidos. Decidí responderle: «¿Y quiénes son los dioses védicos?»

Ion replicó: «Los grandes dioses. Propiamente aspectos del único dios y llevan nombres como: Brahma, Vishnú, Shiva, Rama o Krishna. Muchos de los dioses védicos son solo los dioses, pero no se engañe son muy poderosos.»

            Por mi parte yo investigué: aunque hubo una trinidad compuesta por Indra, Suria y Agni, los otros múltiples dioses védicos se contaban entre los devas y los asuras. Los primeros demonizados. Encontré también que algunos de los dioses védicos como: Vishnú y Shiva fueron después transformados y elevados a los rangos más importantes en el hinduismo moderno. De hecho, descubrí también que los dioses védicos sí tienen nombres conocidos, los del templo Nyatapolla, por ejemplo: Baghini, la diosa tigresa; Singhini, la diosa leona. Los gladiadores son identificados con personajes que poseen nombres propios, por ejemplo: en el templo-pagoda los luchadores son identificados con la figura de Jaya mal Pata un famoso guerrero y luchador.

            De cualquier manera, la explicación dada por Ion parecía justa y no necesitaba ampliarse. Seguramente Ion conocía los nombres de los dioses solo que le había parecido prolijo el enumerarlos. Pudiera haber explorado más la cuestión, pero otros asuntos me hicieron relegarla y ya no continué comunicándome con él.

            Pensaba titular este capítulo Ion strikes back, como el famoso episodio de La guerra de las galaxias. Pero una vez más, la imagen de Ion no correspondía a un ataque, simplemente volvía a aparecer y como las veces anteriores dejaba conocer muy poco de sí mismo y permanecía como agazapado en un rincón, esta vez un rincón del espacio cibernético: iontech1965@hotmail.com.

«Lamento importunarle. Necesito su opinión profesional y usted es la única persona que conozco que hace lo que usted hace.»

            No pude resistir la tentación y respondí preguntando qué de que se trataba. él Contestó:

«Tengo un hijo, tiene 6 años, es muy vivaracho e inteligente, a veces demasiado travieso. Pero le pasa algo que me preocupa. De pronto está bien y se queda mirando al vacío, como que su alma no estuviera en su cuerpo. Si pasa uno la mano frente a sus ojos es como si no viera. Permanece así de cinco a diez minutos. Luego vuelve en sí. Le pregunta uno que, si qué le pasa y responde que no sabe. Es como si su mente estuviera en blanco ese tiempo. ¿Qué sugiere usted?»

            Aunque estuve tentado a preguntar si no parecía, como en su propio caso, que la mente del chiquillo anduviese viajando a tierras lejanas de templos y pagodas, después de meditarlo opté por darle una opinión profesional. En pocas palabras escribí que lo mejor sería consultar a un neurólogo pediátrico, ya que ellos disponen de medios diagnósticos que podrían determinar qué le pasa al niño. De cualquier forma, precisé, mi práctica era exclusivamente de adultos; yo no veía niños. Al terminar de escribir la recomendación, me pareció que mi respuesta era deficiente. Sentí como si le hubiera quedado mal a un amigo, como si hubiera evitado comprometerme.

            Así Ion Tech desapareció de mi vida, nunca supe más de él.

 

 

 

Fructuoso Irigoyen Rascón, autor del Cerocahui, una verdadera épica de la región, es médico con especialidad en psiquiatría, con una vasta y brillante práctica profesional. Es autor además de los libros Tarahumara Medicine: Ethnobotany and Healing among the Rarámuri of Mexico y Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores.

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