Rubén Rey. Jesús Chávez Marín

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Rubén Rey

 

 

Por Jesús Chávez Marín

 

 

Es poco frecuente que alguien se llame Rubén Rey, ese nombre más parece un seudónimo, pero así se llamaba el joven que se presentó al sencillo examen de ortografía que acostumbro hacerles a los candidatos que responden a la convocatoria para hacer su servicio social en la editorial pública donde trabajo como jefe (es un decir) de producción editorial.

Pasó el examen con facilidad, con rapidez. Su talante de muchacho muy serio y hasta algo solemne contrastaba con los textos ingeniosos y descarados, algunos al filo de la vulgaridad, que suele publicar en su blog de Facebook, donde yo habría de leerlo de vez en cuando, algunos meses después.

―¿Estudió usted letras?

―No. Ciencias de la comunicación. Pero quiero ser escritor.

―¿Por qué?

―No sabría muy bien decirle por qué. Desde chico leía mucho y pensé que también podría haber escrito los libros que me gustaban, y hacerlos hasta más divertidos.

Todo esto lo decía con firmeza y hasta con un leve toque presumido.

Desde el primer día desplegó magníficas habilidades en el manejo de estas nuevas tecnologías de la información. Tenía una rara habilidad para concentrarse en el trabajo y a la vez interrumpirse cada vez que le daba la gana para escribir mensajes en su teléfono celular; hacer una que otra llamada a sus amigos, muerto de risa; abrir una libreta donde escribía notas de todo tipo en las páginas siguientes, en medio, al reverso; mirar fotos que ponía en la pantalla, algunas muy exóticas y una que otra pornográfica, y luego volvía al trabajo, que básicamente era la corrección de ortografía y de redacción del libro que yo le había asignado como la parte inicial de un oficio de editor.

También poco a poco nos fuimos haciendo amigos. Le pedí que dejara su actitud respetuosa, que me había parecido un tanto artificial y hasta algo burlona, como la que suele ser típica en la conversación entre un joven de su época y los adultos que por alguna razón se ve obligado a frecuentar, y nos tratáramos como colegas. Todos los días desayunábamos juntos en alguna de las fondas del barrio, a veces solo un par de burritos o una torta, otras ya más en forma en algún restaurante. Poco a poco su actitud hermética y desconfiada fue cediendo hacia una conversación más cómoda, en la que empezaron a fluir los recuerdos, algunas discretas confidencias, las preguntas y la confianza.

Le pareció muy raro que yo no usara la computadora más que como una máquina de escribir, que solamente abriera un solo programa, el de word, y nada supera de poner imágenes, ni diccionarios, es más, casi ningún tipo de recursos como subrayados o tablas. Lo que ya de plano le pareció rarísimo es que no tuviera yo un teléfono celular ni usara el internet, a pesar de que la editorial tenía una buena conexión.

A pesar de mi tozuda resistencia, me fue planteando sugerencias muy prácticas que me deslumbraban. Sin hacerme sentir la ignorancia en que vivía, yo que era todo un editor de los de antes, con tantos años de experiencia, que corregía a punta de pluma roja sobre el papel impreso poniendo señales ortotipográficas que luego una secretaria aplicaba al original electrónico; con su refinada discreción se fue convirtiendo en un joven profesor para mí, a la vez que con sus preguntas de tipo literario y algunas hasta personales, me fue también estableciendo como una especie de maestro suyo, elegido.

 

Diciembre 2013

 

 

 

 

Jesús Chávez Marín es editor de E M

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