Ella misma
Por Guadalupe Guerrero
El tumulto del hogar la hacía buscar el silencio para no olvidarse de quién era. A solas reía y hablaba.
Esa mañana caminando por la banqueta, aguantando un zigzagueo mental y una carcajada; con las amarras de una camisa de fuerza, recordando escenas de encierro, aturdida por el pasado, obsesionada en él, escéptica del presente, de la más elemental de las felicidades: La de saberse con derecho al trabajo, la libre explotación de su propia fuerza.
Vivía acostumbrada el no rotundo en sus demandas afectivas, siempre insatisfechas que eran lo mismo que su desempleo, su falta de ingresos para reproducir su vida y dejar esa existencia marginal a la que con tanto placer se acomodaba. ¿Acaso no hay nada más grande para el hombre creativo que verse remunerado justamente en su oficio? Además eran inauditos los motivos por los cuales se le rechazaba; algunas veces porque pensaba, y esta cualidad era menospreciada en el género femenino. Otras, porque su forma de vestir no iba acorde con la moda. No es que fuera suigéneris, la razón era más sencilla: No iba de acuerdo con la uniformidad, estaba en contra del estereotipo, de sus limitados determinismos, las esquemáticas formas y figuras de las magazines.
Su gusto desafanado de la vanguardia no tenía que ver con aquellas mujeres bellamente adornadas o vestidas pero vacías de la mente, agriadas por su feminismo, instaladas en una postura trivial, por decir algo: medieval, poco saludable. Ese lado de fragilidad tan peligroso en la mujer ella no lo tenía. Sí en cambio cierta fuerza bruta, equiparada a la del macho. Pues ya bastantes desprecios le habían hecho.
Quiero decir más acerca de su forma de vestir: el patrón en su ropa era el de cualquier paria o anarquista consumado. De tal mezcla, ella resultaba una garrienta al máximo, pero con caché: terca en le verde seco y de crinolina cuando se trataba de usar faldas largas. Parecía el tronco maduro de un árbol de nueces por donde cualquier sagaz ardillón treparía contento.
Marzo 1990