Foto Nacho Guerrero
La crisis del alcohol
Por Guadalupe Guerrero
Enrique no acertaba en su carrera de abogado, hacía trece años que había dejado la Facultad y hasta la fecha aún no litigaba. Su trabajo en el periódico estaba en peligro, desde hacía tres días tomaba. A Laura le incomodaba y ya empezaba a cansarse. Toda su relación, incluyendo el noviazgo, de la noche a la mañana comenzaba de manera caótica a descomponerse, desgastando sus fuerzas.
También quería beber, por entenderlo estaba dispuesta a cualquier cosa. Convencida de que bebiendo era la única forma de lograrlo, se acercó a donde él estaba sentado, y tomando la copa servida que hacía unos instantes anodinamente y de manera torpe había puesto en la mesa, la llevó hasta su boca y bebió el primer sorbo de su vida.
La mirada de su marido fue más que suficiente para comunicar lo que en realidad pensaba, era como si lo oyera decir: “Deja” lleno de cariño, de soledad: “deja que no te hace bien”; “deja que vamos a dañarnos”; “deja que podemos tronar”; “deja que no podemos, que no debemos amarnos”. Jamás antes su mirada le llenó de tanto desencanto que no podía definir.
¿Qué sería aquello que Laura buscaba de él?
¿Por qué de pronto ella tan marital, tan elocuente para departir socialmente en el círculo de periodistas donde ambos se movían se propinaba esos golpes?
¿Acaso no bastaba con que él fuera un alcohólico para que ahora la vida le entregara en un mar desbordante que solo Dios sabía de sus mareas una mujer ebria, una borracha, sí, una mujer que deseaba seguirlo hasta el final si fuera necesario? Perderse con él, tronar sin importarle la chamba, el diario, el estúpido prestigio de que únicamente ellos eran capaces de reportear las más inhóspitas regiones del trabajo político. ¡Qué sino era ese!
Laura terminó de pasar el abrazante trago.
―Ay, cabrón. Qué feo sabe ―gritó.
Para mayor respuesta, Enrique dejó escapar de sus labios casi mortales una sonrisa, recargando su débil espalda en el sillón, demolido por el día, y luego, como si hablara en ruso, dijo, con el fuego que solamente él daba a las palabras:
―Por solidaridad. Por solidaridad.
Casi a punto de vomitar, insistió enfáticamente, intentando ponerse de pie, hasta que la borrachera lo tumbó al piso. Incorporándose lentamente de espaldas al muñido sofá, le apuntó con un dedo, esforzándose en alzar el brazo:
―Por solidaridad es que lo haces ―exclamó de nuevo.
Laura lo miró atónita. Se acercó a él sin hallar qué decirle. Enrique abrió un ojo fingiendo cordura, sin lograrlo. Volvió a decir en el lenguaje que solamente los borrachos después de haber bebido bastante pueden tener:
―Por soli/ dari/ dad.
“Exacto” murmuró de nuevo, en voz muy baja.
Laura no estaba acostumbrada a beber. Pero era más importante su compañero que cualquier otra razón habida. En el trabajo estaba cansada de los rumores infundados de que su marido andaba con una fotógrafa. No. No creía en los chismes burdos, producto del subdesarrollo cultural. Inquieta juntó sus manos y de nuevo dirigió la mirada a la copa.
Entre ella y Enrique no existía distancia, de eso estaba segura. Todo lo sabían el uno del otro.
Sin que ella se diera cuenta, Enrique abrió otra vez el mismo ojo y le miró las nalgas. Ninguna mujer antes le había gustado tanto como ella.
Pero a Laura lo que le molestaba era la gran distancia que existía entre el acto de beber y la copa, y, con todo y todo, dio los primeros pasos hacia el vicio: se acercó, tomó decidida el cristal y dio un trago profundo sin chistar. Sintió que en aquel abismo de hielo y alcohol que había entre ella y la copa solamente quedaba un infierno que pasaba desde la garganta hasta su plexo solar.
Febrero 1990