Es viernes, Santo. Es Viernes Santo, Good Friday. Hace frío y viento. Sergio Torres

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Foto Pedro Chacón

Es viernes, Santo. Es Viernes Santo, Good Friday. Hace frío y viento

 

 

Por Sergio Torres

 

 

Es viernes, Santo. Es Viernes Santo, Good Friday. Hace frío y viento. En la calle los autos circulan por un bulevar casi vacío. Hay un baldío frente al departamento donde vivo. El viento mueve el pasto. Algunos perros se aglomeran alrededor del bote de basura. Se oyen voces, hay un templo católico en la acera de enfrente. Es viernes santo, el Jesús de su fe muere hoy. Con esa muerte, todas las muertes permanentes se evitan, todos podemos alcanzar la salvación, la vida eterna.

Acá dentro, bebo un café que saqué de la prensa francesa después de tres minutos de esperar a que se asentaran las partículas flotantes del polvo mágico que me obsequiaron al comprar el dispositivo. Sorbo tras sorbo, la claridad mental se acerca. El sartén calienta el aceite. Dejo la taza un instante. Vierto cinco papas partidas en cubos de ocho milímetros sobre una cama de aceite, mantequilla y ajo calientes, tratando de formar una superficie uniforme de tal forma que cada cubo reciba calor y se cocine.

Vuelvo al café, a mirar afuera por la ventana. Un viernes santo murió la Nana Toña, doña Toñita, cuyas últimas palabras fueron «Me despiertas cuando esté la capirotada, Chuy» y se fue a dormir en santa paz. Como todas las recordaciones, es probable que esta no sea la más precisa.

Yo tenía 11 años y me mandaron a qué corriera a buscar a Luis, el doctor que tenía su consultorio en un local enseguida de la casa. Era la hora de la comida, se había ido a la casa, así que fui corriendo hacia allá, pero aún no llegaba, venía unos pasos detrás de mí, por otra calle. En casa del doctor me prestaron el teléfono y marqué para avisar que aún no llegaba Luis a su casa pero que ya venía y escuché la voz de la Chuyita, mi madre, diciéndome: Ya no es necesario, vente. Corrí las casi 5 cuadras en 20 segundos para ver qué había pasado ‒en aquellos entonces yo corría para llegar a cualquier lado, descalzo por gusto, en puro short cortito como los que usaban Hugo Sánchez o Larry Bird‒.

El aire dentro de la casa parecía haberse convertido en una masa sólida, nada se movía, nada olía a nada. De pronto el olor de la capirotada se volvió un paño mortuorio, envolviéndolo todo en un silencio aromático y silencioso. Llegaron de la funeraria, se llevaron el cuerpo y volvieron horas después con mi Nana en una caja con una ventanita. Ahí estaba ella, serena, con su inmaculadamente blanca cabellera, las múltiples arrugas y el vestido de domingo, con las manos cruzadas en el plexo solar, como entregándolo todo y dispuesta a recibir las bendiciones que el universo tiene para los santos.

Aquí, hoy, afuera, el viernes santo parece completamente ajeno a nada más que transcurrir, con la lentitud de horas de un domingo, con el dolor de una muerte reciente, con la esperanza de que más tarde, un otro día, despertemos de este valle de lágrimas ¿será que en la cima no se llora?

Sea como sea, afuera hace frío, el viento sopla frío, las nubes se acercan, grises, como ofreciendo aguanieve.

Es Viernes Santo y no hay capirotada.

 

 

 

 

Sergio Torres. Licenciado en Artes, músico desde la infancia, dibujante y compositor de canciones. Maestro de música por vocación.

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