Yo, Tobit
Por Jaime González Crispín
Yo, Tobit, seguí los caminos de la verdad y de la justicia todos los días de mi vida. Hice muchas limosnas a mis hermanos y a mis compatriotas deportados conmigo a Nínive, en el país de los Asirios. Cuando era joven y vivía en mi país, en la tierra de Israel, toda la tribu de mi antepasado Neftalí se había separado de la casa de David y de Jerusalén, la ciudad elegida entre todas las tribus de Israel para ofrecer sacrificios, donde se había edificado y consagrado para todas las generaciones futuras el Templo en el que habita Dios. Mis hermanos y la familia de Neftalí ofrecían sacrificios sobre las montañas de Galilea al ternero que Jeroboám, rey de Israel, había hecho en Dan.
Muchas veces yo era el único que iba en peregrinación a Jerusalén, conforme a la prescripción que obliga para siempre a todo Israel. Me apresuraba a llevar las primicias de los frutos y de los animales, el diezmo del ganado y las primicias de la esquila de las ovejas. Entregaba todo eso a los sacerdotes, hijos de Aarón, para los sacrificios del altar. A los levitas que cumplían sus funciones en Jerusalén les entregaba el diezmo del vino y del trigo, del olivo, de las granadas y de los otros frutos. Cambiaba por dinero el segundo diezmo e iba a gastarlo cada año en Jerusalén. El tercer diezmo lo daba a los huérfanos, a las viudas y a los prosélitos que vivían con los israelitas: lo repartía cada tres años y lo comíamos siguiendo las prescripciones de la Ley de Moisés y las instrucciones de Débora, madre de nuestro antepasado Ananiel, porque mi padre había muerto, dejándome huérfano. Cuando me hice hombre, me casé con una mujer de la descendencia de nuestros padres que se llamaba Ana, y de ella tuve un hijo, al que llamé Tobías.
El destierro
Después que me deportaron a Asiria y fui llevado cautivo, llegué a Nínive. Todos mis hermanos y mis compatriotas comían de los manjares de los paganos, pero yo me cuidaba muy bien de comer esos manjares. Y como me acordaba de mi Dios de todo corazón, el Altísimo me concedió el favor de Salmanasar, y llegué a ser el encargado de sus compras. Yo iba a Media y hacía las compras, hasta que él murió. En una ocasión, dejé en casa de Gabael, hermano de Gabrí, en el país de los Medos, unas bolsas con diez talentos de plata.
Al morir Salmanasar, reinó en lugar de él su hijo Senaquerib. Entonces se interrumpieron las comunicaciones con Media, y ya no pude volver allí. En tiempos de Salmanasar yo hacía muchas limosnas a mis compatriotas. Daba mi pan a los hambrientos, vestía a los que estaban desnudos y enterraba a mis compatriotas, cuando veía que sus cadáveres eran arrojados por encima de las murallas de Nínive. También enterré a los que mandó matar Senaquerib cuando tuvo que huir de Judea, después del castigo que le infligió el Rey del Cielo por todas las blasfemias que había proferido. Lleno de cólera, Senaquerib mató a muchos israelitas: yo ocultaba sus cuerpos para enterrarlos, y aunque él los buscaba, no podía encontrarlos. Un ninivita informó al rey que era yo el que los enterraba clandestinamente. Cuando supe que el rey estaba informado de eso y que me buscaba para matarme, me escapé. Todos mis bienes fueron embargados y confiscados para el tesoro real: no me quedó nada, excepto mi esposa Ana y mi hijo Tobías.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.