Las Barrancas. Patricia Ramírez García

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Las Barrancas

 

 

Por Patricia Ramírez García

 

 

Este año es mi cumple número 50 y debe ser inolvidable. Mis amigas han celebrado con estripers y en granjas con alberca, yo decidí celebrar con un trekking a la Sierra Tarahumara. Estoy asustada y obligo a mi mente a pensar que es emoción y no miedo. No he dejado de entrenar durante todo el año, pero la constancia no ha sido mi fuerte en los últimos meses.

El trekking se llama Ruta Apache y dura cinco días recorriendo la Barranca de Tararecua, una de las siete barrancas que conforman el sistema montañoso de las Barrancas del Cobre; las más conocidas son la Sinforosa, la de Urique, Batopilas, la Candameña y el Cañón del Cobre, sin embargo esta es la menos transitada, no hay mucha infraestructura ni comunidades, lo que la hace  más segura y libre del narco dominio.

Solo cuatro amigos nos hemos decidido a ir, los cuatro subimos los cerros de Chihuahua con regularidad. Fabián es quien ha contactado al guía, él hizo este mismo sendero el año pasado y ahora lo quiere repetir. Confía en mí, o tal vez solo es demasiado optimista. Es nuestro informante de primera mano y al que bombardeamos con nuestras dudas.

Comenzamos a entrenar con peso unas dos semanas antes de partir: primero el Colorado, luego el cerro Grande y terminamos en el Caballo. El Pescadito al último para relajar los músculos y descansar, ya no hay más que hacer, lo logrado o no ya no importa. No ganaré más condición física en estos últimos días, solo queda descansar, visualizar el triunfo y controlar la ansiedad que antecede a la partida.

Lanier se lastimó la espalda en el primer entrenamiento con peso. Yo no he encontrado las mejores botas para el viaje, me he dado cuenta en un entrenamiento por la ruta Zetas-Colibrí porque me salió una ampolla gigante arriba del talón izquierdo y me ha dolido horrible la planta del pie. Mayola sigue buscando unas buenas calcetas para trekking. El único que parece tener todo resuelto es Fabián.

Las dudas siempre me asaltan. En la cima del Grande, con la ciudad encendida de fondo y tratando de normalizar la respiración, me sorprendo pensando que no lo lograré. He dicho en voz alta que necesito cambiar el chip y creer más en mí. Ya logré subir una alta montaña, he desafiado la Viga y el Mohinora y la barranca no será la excepción, me dije para aliviar la ansiedad. Mayola y Fabián me dan ánimos, parece que ellos saben mejor que yo que lo lograré. Un día leí que si tus metas o sueños no te daban miedo entonces no eran lo suficientemente grandes. Según esta referencia puedo asegurar que este sueño es lo suficientemente grande para mí.

El día llegó: 13 de julio. Caminé de la casa de mis papas, donde dejé resguardado a Zeus, mi compañero perruno, hasta la entrada del fraccionamiento. Sentí la mochila más ligera en comparación de los días de entrenamiento. Siempre tengo la sensación de que olvido algo o no traiga lo suficiente, o lo adecuado. Mis pensamientos de autosabotaje pararon cuando vi llegar a Fabián que pasó por mí a las seis de la mañana.

Llegamos a la casa de Lanier, nuestro punto de reunión. Mayola llegó antes. Nos acomodamos en la camioneta, los patas largas de 1.85 y 1.90 al frente, Mayola y yo atrás. Emocionados y ansiosos partimos rumbo a Creel. Manejamos de corrido hasta La Junta, donde desayunamos: yo un montado gigante de asadero con frijoles, Lanier, Mayola y Fabián tacos de asada y barbacoa.

Aun no tengo las palabras precisas para describir lo que fue esta expedición, tal vez retadora, hermosa, desafiante, cansadísima, abrumadora, bella, sublime, potenciadora de almas. Tal vez son adecuados todos estos calificativos y seguramente me quedaré corta. Fue una ruta que me llevo a conocer y a pasar los límites de mi resistencia física y mental; tal vez gracias a ello encontré la perfecta conexión con lo divino expresado en la vasta naturaleza. Yo decía algunos mantras, soy fuerte, soy imparable, soy invencible, mi cuerpo es potente y poderoso. Los pronunciaba en voz alta a manera de chiste para hacer reír a mis compañeros al iniciar la ruta del día, y cuando el cansancio acechaba las repetía en silencio.

Secretamente deseaba que esas palabras calaran hondo en mi psique y que el coco wash fuera tan efectivo que me permitieran no colapsar y seguir en movimiento hasta que mi cuerpo me sacara de las entrañas de la tierra, de esos cañones tan profundos y solitarios que la tierra creó al partirse en grietas tan hermosas como insondables. Todo mi sistema funcionaba en modo supervivencia deseando salir no digamos ilesa sino con vida de esa locura que duraría cinco días. Bueno tal vez y visto a la distancia exagero un poco.

Pero ¿qué humano puede salir ileso de algo así? Si te esfuerzas por salir de tu zona de confort, si te arriesgas a ir a donde nada es fácil y todo esfuerzo vale la pena tan solo para contemplar y alimentar la mirada, y cuando sabes que esta se ha fundido por instantes con algo superior que no quieres ni sabes nombrar, ¿crees que serán pocos los humanos que lograrán comprender la belleza que miraron no solo tus ojos sino todo tu ser? ¿Habrá quien entienda el llanto en tus ojos al saber que triunfaste temporalmente sobre miedos irracionales, dudas ante lo incierto e inseguridades sobre tu capacidad física? Nadie puede ser el mismo después de tal comunión, o al menos no por un tiempo en lo que la adrenalina baja, los músculos se relajan y la mente comienza a pedir más dopamina que solo podrá ser satisfecha con otra locura.

No, no soy la misma que se fue. En el trajín de los días acumulados esta verdad va perdiendo fuerza, por eso escribo, para recordar, para que el olvido y el tedio de la rutina no apaguen el fuego ganado, para compartir que los miedos, dudas e inseguridades no nos determinan.

 

La ruta está diseñada para que el cuerpo se vaya adaptando de a poco al esfuerzo que se requerirá para la travesía.

En Creel, junto a los guías hemos hecho una revisión de lo que traemos en las mochilas para no llevar peso de más. Yo he dejado unos leggins, un traje de baño de manga larga, mi desodorante que era nuevo y otra playera, para dar espacio a la comid: atún, pasta, frijoles, unas nueces garrapiñadas, sobres de avena y un chocolate.

Partimos de un lugar cercano a Baquerachi para llegar al fondo de la barranca a las aguas termales de Ekarine. Esta es nuestra primera parada.

Cargamos la mochila y nos tomamos la foto de partida, en círculo Eduardo nos dijo que a partir de este momento seríamos un equipo. En ese momento nos alcanzó la lluvia y tuvimos que hacer nuestro primer movimiento para colocarnos los impermeables, tanto a nosotros como a las mochilas. La lluvia nos acompañó de manera intermitente durante este primer día.

Fue una bajada pronunciada, no nos llevó más de cinco horas llegar al primer campamento. Es uno de los tramos más sencillos y la recompensa es reconfortante con un río de aguas tibias. Hay un ojito de agua caliente que brota al lado de una gran piedra que llena una pileta con agua cristalina que desborda el agua hasta el cauce del río Urique generando corrientes tibias en algunas zonas del río. El sol aún hacía estragos, pero los cuatro estábamos felices, las luciérnagas revoloteaban cerca de nosotros y de la superficie del agua.

Montamos por primera vez el campamento desafiando algunos hormigueros. Lalo y Alejandro, nuestros guías, comenzaron a buscar leña para preparar la fogata mientras nosotros éramos sirenitas en la pileta. La dispusieron al pie de una gran roca que la protegía del viento y de la lluvia, a un costado de la pileta. Bajamos a explorar un poco en el río, el agua estaba helada con toques tibios en la unión de los arroyuelos de agua termal que se desbordaba de la pileta y se unían al caudal.

Las algas que se quedan entre mis piernas no son nada agradables y la sensación de no ver que hay en el fondo no me encanta. Aun así me relajé, intenté disfrutar el estar rodeada y bañada por la naturaleza. Al salir sentí un golpe helado en la piel, el sol ya se había ocultado pero la comida aún no estaba lista. Entre resbalones y guardando el equilibrio con mi bastón de trekking regresamos a la pileta de agua calientita. Había dejado mi camisa de traje de baño en Creel, según Eduardo traía demasiada ropa, ni siquiera me traje el desodorante, él dijo que todos íbamos a oler mal. Me metí con mi blusa verde que se inflaba cada vez que me sumergía en el agua, en vez de una sirenita parecía una ballena chapoteando. Finalmente la lumbre estaba lista, papas asadas, cebollitas y una carne asada nos aguardaban. Yo comí doble ración de papas y solo una probada de carne, no quería darle oportunidad a mi estómago de constiparse. Para mis amigos ese fue el mejor corte de carne, suave y jugoso, asado solamente con sal y tomillo.

Eduardo es biólogo, domina el nombre de cada especie de árbol, animales e insertos que nos vamos topando en el camino, puede diferencia a un pájaro y otro por su canto. Con mi cansancio a cuestas y mi dificultad para retener nombres  los he olvidado todos. Él ayuda al registro y conservación de la fauna de la zona colocando cámaras infrarrojos durante sus jornadas como guía. Pude ver la colocación de una: al contrario de lo que muchos creemos de que los animales no toman las veredas y prefieren andar en la maleza no es del todo cierta, así que la cámara quedó en un pino a la orilla de la vereda, a una altura de no más arriba de mi rodilla. A pesar de no haber sido una caminata tan larga o pesada, estaba cansada, mi cuerpo y mi mente aún ponían resistencia.

Nos fuimos temprano a recostar. Mi compañera Mayola y yo compartimos tienda, no descansé bien, pero aun así, a las siete ya estaba en pie. Alex se había dado un último chapuzón en la pileta mientras Mayola y yo lo tomamos todo con calma hasta que finalmente levantamos la tienda. Desayuno de café y galletas para empezar, yo no comí galletas, las chokis no me gustan y me quería reservar para los deliciosos chilaquiles que estaban preparando los guías. Eran totopos crujientes preparados con una salsa que ellos llevaban, y queso fresco de Creel. Estuvieron ricos, los comí tranquilamente mirando el río, pensé que no me los terminaría porque se elevaban como una alta montaña sobre mi plato, pero por suerte lo logré. Necesitaba de toda mi energía.

Ese día nos tocaba subir hacia la comunidad de Rowerachi, en lo alto de la barranca. Caminamos un tramo por el río hasta llegar a otro pequeño manantial de agua termal; el sol estaba fuerte, tome rápidamente el agua que me hacía falta sin quítame la mochila y seguí caminando hasta un punto con una piedra gigante a la orilla del río que daba una gran sombra. Me detuve junto a Eduardo que miraba tranquilamente el río, esperamos casi en silencio hasta que los demás se acercaron.

La  subida no fue fácil, tardé en encontrar el ritmo y los primeros indicios del vértigo se hicieron presentes, estaba alto y pasamos por un  tramo de piedra donde se desdibuja el camino. El peso de la mochila y el fondo sin final visible llevaron a mi mente a un lugar oscuro donde solo veía cómo la nada me succionaba, tengo que parar y permitir que mi cuerpo libere estrés a través de las lágrimas, solo atine a decirle a Mayola con mi precario aliento que estábamos demasiado alto. Tome aire hasta regular la respiración, me recompuse y seguí escalando por la roca hasta una falsa cumbre, ahí había un montículo de piedras donde nos sentamos alrededor. Nos explicó Eduardo que los rarámuris que pasan por ahí colocan una piedra simbolizando y esperando dejar atrás pesos innecesarios, aligerando la carga. Tal vez la piedra que deposité ahí fue demasiado pequeña, hubiera sido mejor idea esforzarme por conseguir una de buen tamaño en vez de solo tomar la piedra diminuta a un lado mío. La verdad estaba viendo el horizonte, con algo de hambre, tomando el agua con suero que me había preparado y la mochila que hoy pesaba más porque fue mi turno de cagar la tienda de campaña.

Finalmente llegamos a la cima. Solo nos separa de la comunidad una barricada de madera. A lo lejos se escuchan los tambores, están celebrando un yumare: ceremonia rarámuri en torno a la cosecha y siembra del maíz.

Nos detuvimos ahí un momento observando la planicie y la vista que nos brindaba el mirador, las nubes están cargadas y las montañas a lo lejos se ven azules.

Nos recibieron unos perros con ladridos chillones acompañándonos hasta la puerta de madera y malla que protegía la explanada de la cabaña donde pasaríamos la segunda noche.

La Cabaña está ubicada al pie del cañón, entre roca y oyamel; el mirador es espectacular, una ventana al vacío de tonos azul y verdes mostrándonos qué tan alto habíamos subido desde las profundidades.

Y como si nos estuviera esperando, al terminar de instalarnos la lluvia comenzó a caer.

Sentía que moriría de cansancio, me dolía todo el cuerpo. A un lado mío estaba el sleeping de Alex, lo tomé prestado y lo extendí en la explanada para tumbar mi dolorido cuerpecito. Mayola infló el suyo y se dispuso a descansar, Fabián y Lanier hicieron lo mismo después de tender en el porche su ropa mojada.

El agua se filtraba entre el techo y la tela de gallinero que cercaba el porche de la entrada. La cabaña tiene una estufa y tres camas. Eduardo y Alex calentaron agua para té de manzanilla que me supo a gloria, la comida fue quesadillas partidas en pedacitos para que todos comiéramos a la vez. Después me enteré por Alex de que habían olvidado llevar tamales, que era lo que estaba programado para comer ese día.

Mientras descansamos había un desfile de rarámuris que se acercaron a saludar, algunos más alegres y borrachos que otros por causa del tesgüino y la fiesta que tienen en la comunidad.

Esa noche cenamos chacales, platillo típico de granos de elote con pedazos de queso fresco, muy rico. Los maíces duros tardan en cocerse una eternidad cuando lo que quieres es comer e irte a dormir. Aquí era el punto de no retorno, si sentíamos que ya no podíamos o no queríamos seguir adelante con la aventura, era el último lugar donde podríamos conseguir a un precio razonable transporte de regreso a Creel. Me voltearon a ver como esperando que yo me echara para atrás, pero dije firmemente que sí estaba muy cansada, pero no como para hacerme a un lado. Hubo una muestra de afirmación de todos y fue un okey, no se hable más del asunto.

La vida es sencilla en estas circunstancias, todo se resume a caminar, comer y dormir, ni siquiera fisgonear un poco en el cel porque la batería es limitada aunque traigas pila externa, la luz de la lámpara también hay que administrarla. Eduardo nos permitió a Mayola y a mí que durmiéramos en las camas de la cabaña, extendí mi cobija porque no lleve el sleeping y me metí dentro por si las arañitas. Después de un par de horas el calor era sofocante, de poco me fui descobijando, después me quité la chamarra y por último las calcetas, la cama era dura y sentía que se me reventaba la cintura. Veía a Mayola dormida sin ningún movimiento aparente, yo me puse mis tapones y finalmente descansé.

Al día siguiente despertamos poco después de las cinco, los guías prendieron fuego para calentar agua, nuestro glorioso desayuno sería sobrecitos de avena, dos por persona. Solo tome uno y medio, doble ración de agua con leche en polvo.

El amanecer fue bello, soleado. Nos despedimos de los perritos y comenzamos la caminata, tardamos un poco en salir: todos se toman su tiempo, yo alcancé a estirar y sentarme un rato y finalmente terminé recostada en la cama esperando a que todos estuvieran ya a punto de colocarse las mochilas. Si hay algo que pudiéramos mejorar de esta experiencia serían nuestros tiempos de salida, siempre demoramos mucho en salir. Ese tercer día rompimos récord: nos levantamos a las 5, Eduardo esperaba salir a las 6 y terminamos saliendo a las 8.

Caminamos por la cresta un par de horas sobre la tierra caliza bordeando el filo de la barranca hasta llegar al punto de no retorno, el lugar donde comenzamos a descender.

A los pocos metros encontramos unas pinturas rupestres en muy buen estado, son de difícil acceso y nadie las ha intervenido, tienen un par de palos atravesados, no para su protección sino para amarrar en ellos a las chivas. Este día vimos el valle de la comunidad, sus siembras, nos cruzamos con personas con sus burros. A media montaña llegamos a la cueva donde habita una familia rarámuri. El paisaje era pardo y rocoso, la tierra estaba suelta y la vereda se desdibuja en tramos. La puerta de la cueva estaba cubierta con unas telas y sentada en unas rocas al costado estaba una jovencita que nos miraba con sus ojitos lindos y su sonrisa que le pronunciaba los cachetes, su color cobrizo y su vestido colorido sentada frente a su mamá. Ellas estaban separando las hojas de sotol deshebrando y preparando paquetitos que luego venderán en el poblado más cercano, llamado San Luis. Parece que les divierte vernos tan cansados, les hemos de parecer extraterrestres si tenemos que caminar con esa mochila a cuestas, ellos siempre viajan ligeros.

Nos sentamos en una tabla colocada fuera del corral de las chivas, yo ya no me quiero mover, tengo sed, mi agua sabe horrible, una mezcla de microdyn y suero. Mayola me dio dos pastillas efervescentes sabor durazno con zinc y magnesio, es lo único que me ha permitido beber de corrido el medio litro que me quedaba. Eduardo le pregunta a la señora que si tiene algunos guares pequeños para vender. No son tan pequeños, y aunque no pesan y están muy bonitos yo no compré. Mayola sí compró uno y Fabián. Fue difícil acomodarlos en las mochilas.

Le he pasado la tienda de campaña a Mayola, el día de ayer acoramos cargarla por turnos. Dos kilos sí que hacen una diferencia. Aquí compramos el agua más cara del planeta: un garrafa por cien pesos, agua turbia color café de manantial que, aunque sea de manantial, sí la piensas dos veces antes de beberla. En fin, más vale eso a nada, una gotita de microdyn y ya está.

Llevábamos veinte minutos caminando cuando Mayola se dio cuenta de que no traía su celular, lo había dejado ahí donde se puso a reacomodar su mochila y acomodar el guare. Luego de una breve discusión con el guía sobre quién se regresaría por él, y habiendo ganado la batalla, Mayola iba por él. Solo alcanzó a dar unos pasos cuando el señor de la cueva nos alcanzó para regresarnos el celular. Bendito él, llegó caminando ligero y con una gran sonrisa.

Seguimos bajando. Parecía una cuesta interminable, se podía ver un hilo de agua al fondo. Bajamos a paso lento y con mucho cuidado, yo iba frenando con mi pie izquierdo hasta el punto en que me salió una ampolla en el costado. Traté de no hacerle mucho caso y de seguir, pasaron horas antes de que se comenzará a escuchar el sonido del agua avanzando sobre las rocas pero no se veía el final de la bajada. Se oye el río tan cerca, lo puedes escuchar y sigues caminando, pero parece que no avanzas.

Ocho horas después llegamos a la orilla del río. Montamos el campamento, los demás se fueron inmediatamente al río, yo me senté en un montículo de piedras al lado de Eduardo. Me duelen los pies, me ha sorprendido ver mis pies al quitarme los zapatos y las calcetas completamente arrugados y húmedos como si tuviera horas remojándolos en el agua. Me recompuse un poco y me fui al río mientras estaba la comida, un ligero chapuzón en el agua fría, una ligera llovizna me reanimó. La comida de hoy: burritos de frijoles que comí apresuradamente. Luego cayó una la tormenta, nos refugiamos en la tienda, el calor era terrible pero estaba tan cansada que no me importó, Mayola sacó energía de algún lado y logró enrollar las cortinas de la tienda para que entrara el aire.

Permanecimos ahí un buen rato hasta que paró y ya estábamos recuperados para explorar, queríamos ir a una cascada que pudimos ver desde que bajábamos, caminamos un buen rato y me senté ahí a disfrutar la brisa del agua en mi piel. Regresamos antes de que nos volviera a caer la tormenta, cenamos una bolsita de atún y a dormir. Creo fue el día en que mejor dormí en todo el viaje.

Al cuarto día despertamos a las 6, mis pies habían vuelto a la normalidad, lisitos y secos, pero exclamé un quejido con una de las palabras más temidas: “ampolla”. Me salió en un costado del pie izquierdo de tanto frenar en la bajada. Como si de una emergencia se tratara, Mayola buscó a Eduardo para darle la noticia y este a Alex para que me la curaran. Afortunadamente la ampolla no reventó y Alex me enseñó a cubrirla primero con microporo en forma de x, después con cinta blanca alrededor de todo el pie. Eso tendría que ser suficiente. Me puse calcetas, zapatos y estaba lista para levantar el campamento.

Había que ganarle al sol, por lo que no desayunamos. Aun así tardamos una eternidad, tan solo para dar unos cuantos pasos al río y tener que parar para quitarnos los zapatos y atravesarlo.

Comenzamos a subir yo me sentía feliz y descansada, había encontrado un cierto ritmo al caminar, el día anterior no había sufrido de vértigo y mi cuerpo parecía que había sucumbido ante el peso de la mochila y ya no oponía resistencia a ser un burro de carga.

Nuestro desayuno sería unas horas después bajo el cobijo de una cueva y el bebedero para las cabras. Un plato de granola con puños de nueces y falsa leche en polvo. Sentía la boca seca, comía un poco de granola y necesitaba tres o cuatro cucharadas de leche para poder tragarla, desistí a la mitad del plato. Saqué mi ropa mojada de la mochila y la puse a secar en los arbustos y troncos, todos hicimos lo mismo. A Alex se le cayó encima una taza de agua caliente, no pasó a mayores; Mayola se recostó, se había acomodado muy bien en una roca con el bajo sleeping de Alex; Fabián Lanier y yo quedamos del otro lado de la cueva, yo no pude. Ni dormir.

 De postre comí un chocolate con almendras que había cargado durante cuatro días, se había derretido y vuelto a tomar forma numerosas veces. Al llegar lo sumergí en el agua fresca en el bebedero para que se solidificara un poco. Me lo merecía, un par de horas antes pensé que moriría desbarrancada. El tramo anterior había sido difícil, piedra muy suelta sin un camino marcado y sumamente empinado, llegamos a un punto donde ya no había paso, había caído una roca gigante que era complicado sortearla, así que el guía dijo: Hay que regresar e intentarlo por abajo.

Comencé a bajar detrás de Fabián, mi cuerpo quedaba de frente al vacío, aunque intentara ponerme de costado, sentía el peso de la mochila echándome hacia delante. Después de brincar unas rocas logré acomodar mi cuerpo lateralmente y así seguir bajando, tuve que dar un salto para avanzar y la tierra no me sostuvo, resbalé por el costado derecho y alcancé a sujetarme de una roca, el miedo irracional y feroz al cual me refiero como  vértigo regresó, veía el bastón atorado en la piedra, quise alcanzarlo para apoyarme pero la piedra comenzó a caer al precipicio junto conmigo, mi pensamiento fue que caería junto con la roca hasta el infinito, solo apreté mis ojos y las lágrimas afloraron, podía escuchar a lo lejos la voz de Mayola pidiendo que respirara, que estaban ahí para apoyarme, Alex bajo cuidadosamente y se puso debajo mío apuntalando mis pies con los suyos, solo atine a decir: necesito respirar. Conté cinco segundos normalizando mi respiración, abrí los ojos y vi a Alex, me incorporé lentamente por un costado mientras él jaló hacia arriba la mochila facilitando que me incorporara completamente, subí un poco y me sentí a salvo. Pude ver a Lanier a lo lejos observando asustado todo el movimiento y a Fabián un poco más adelante esperando que todo estuviera bien. Alex rescato mi bastón y pudimos seguir avanzando, ya faltaba poco para salir de ese paso y comenzar a subir por la sierra de enfrente.

 

Después de un buen descanso armé nuevamente la mochila, la ropa, la toalla y las sandalias habían secado completamente, he perdido la noción del tiempo, pero creo eran más o menos la una de la tarde, el sol daba de frente con todo su esplendor. Seguíamos subiendo, y aunque intentaba no hacerle caso la ampolla en mi pie, comenzaba a molestar. Caminábamos de forma continua unos cuarenta minutos y luego parábamos a descansar, pero la pendiente no terminaba y se hacía cada vez más empinada, Mayola y yo habíamos dividido la tienda en dos paquetes, eso de cambiar por turnos no nos había resultado, así que la dividimos en pesos iguales: ya no había peso que pudiera quitar de mi mochila.

Seguimos avanzando, podía ver a lo lejos unas nubes, parecía que nunca nos alcanzarían, pero de repente comenzó a llover. Paramos a poner las cubiertas a las mochilas, todos empezaron a correr: Yo me resistí, no quería correr con el peso de la mochila, todos me rebasaron, me quede atrás con Eduardo, apreté el paso, pero él me dijo: esto es apenas el comienzo, hay que apurarnos para llegar a la cueva, ya falta poco. Entonces comencé a correr, apenas alcanzamos a entrar en una de las cuevas, pero el agua nos daba de frente, Eduardo dijo: vamos a movernos. Nos fuimos a una de las cuevas anteriores, era el corral de las cabras, el olor era fuertísimo y estaba bombardeada de excremento, pero era más profunda, eso impedía que el agua entrara. En un momento el agua se convirtió en granizo, me senté en la tierra a recobrar el aire. En ese punto mi olor no era nada agradable y bien se podía mezclar con el olor a chiva. Eduardo se burló de mí, recordó que yo quería cargar un desodorante cuando salimos tres días antes desde Creel: ves no lo necesitabas, me dijo con su sonrisa.

Nos dispusimos a salir de la cueva, había que seguir avanzando, había que bajar nuevamente la mochila para pasar una tranca que estaba muy alta para brincar, pero muy al raz de suelo para pasar con la mochila. Al cruzar al otro lado había que volver a colocarse la mochila en la espalda. En ese momento me desesperé un poco, siempre batallo para ajustarla en la cintura, no encuentro los cordones o se me atoran, siento que me roba energía cada vez que tengo que hacer esa maniobra y que además me lleva tiempo.

Cuando comencé a batallar me desesperé y dije ya, así, no me había percatado de que Eduardo estaba atento viendo y esperando a que yo estuviera lista. Y me dijo tranquilo: hay tiempo. Son de esos pequeños momentos en los que agradeces que el grupo esté ahí paciente brindándote la seguridad y tranquilidad para realizar aquello que necesitas hacer. Un detalle pequeñito que hace una gran diferencia.

Me sentía agobiada, la lluvia no paraba pero tenía muchísimo calor, avanzamos un tramo y tuvimos que regresar por que no era la vereda correcta. Yo iba distraída pensando en que la rodilla me comenzaba a doler, no debí haber corrido con el peso en la espalda.

El paisaje de era hermoso y atemorizante al mismo tiempo, podía ver las barrancas en su magnitud, al fondo estaba  la barranca de Urique, más verde que el resto de las barrancas. Comencé a sentir que el vértigo me inundaba nuevamente cuando se me torció el tobillo y caí al suelo.

Atrás de mí venían Mayola y Eduardo, él salió corriendo para detener a Alex mientras Mayola se acercó para ver qué me había pasado: me dolían el tobillo y la rodilla, venía distraída, sabía que no debí correr. Mayola me ayudó a sacar de la parte de atrás de la mochila una pomada y unos Naproxeno, me unté en el tobillo y en la rodilla mientras procuraba recobrar la calma y la respiración, Eduardo no decía nada, tal vez pensaba en que me tendrían que sacar de ahí cargando, ya les había ocurrido en los viajes anteriores, por eso se han vuelto más selectivos en escoger a quienes realizan esta travesía.

 Mis compañeros tomaron una parte de mi equipaje, Eduardo mi bolsa transparente con artículos de limpieza, Fabián mi parte de la tienda de campaña, Lanier mi chamarra, Mayola mi bajo sleeping y Alex una botella de agua. Me aguanté la vergüenza y me sentí muy agradecida. Eduardo y Alex me ayudaron a incorporarme y Seguí caminando más despacio con mucho cuidado, apoyando el tobillo, atrás nos quedamos Eduardo y yo. Él hacía pequeñas pausas para distraerme y mostrarme el paisaje de su tramo preferido muy bello. Fue mi parte favorita y no pude tomar ninguna fotografía: cuando caí, Mayola me guardo el celular en la parte de atrás de la mochila y no quise parar a sacarlo. Seguimos caminando, la lluvia iba y venía hasta que finalmente llegamos a una cueva. Originalmente no era donde íbamos a acampar, la meta era llegar hasta el río, pero en caso de que al día siguiente amaneciera muy mal mi tobillo, era más fácil salir desde ahí.

La cueva estaba al pie de la barranca con una saliente a manera de banca justo a la orilla del sendero. Mayola y yo montamos nuestra tienda junto a una barricada de roca donde el sendero se ensanchaba un poco, tratamos de nivelar para no rodar hacia un lado. En seguida estaba la tienda de Alex, luego la de Lanier y al final la de Fabián. Eduardo se instalará más abajo, donde el camino vuelve a ensanchar.

Aquí para ir a desahogar el cuerpo hay que ir camino arriba hasta donde esta una curva que impide que los demás te vean desde el campamento y encaramarse en las piedras pegados a la pared de roca, hasta eso es super difícil con un pie adolorido y el cansancio acumulado. Trataba de inspirarme cuando a la mitad del proceso vi en una de las pequeñas salientes que se ven de frente al campamento una pequeña silueta de humano moviéndose, no alcanzo a ver bien de lejos y no distingo si es hombre o mujer, pero se ha sentado justo mirando hacia donde estoy, no hay grandes rocas donde me pueda esconder así que trato de ignorar y proseguir con mi tarea. Justo en ese momento la lluvia arrecia y tanto esa sombra como yo comenzamos a caminar apretando el paso para encontrar nuestros respectivos refugios.

La lluvia que desde hacía una horas había estado intermitente volvió a parar y la comida del día apareció: pasta de conchitas en caldo de tomate con queso fresco, la vista era espectacular con ese cielo gris azulado que de repente oscureció todo y luego permitía pasar los últimos rayos del sol mientras que un desfile de cabras intentaban pasar por el camino obstruido por humanos teniendo que tomar una ruta improvisada un poco abajo en el barranco, seguidas minutos después por un cuerpo regordete que sostenía en sus manos unas pajillas de sotol que iba entrelazando al ritmo de su caminata para dar vida a un huare.

Reconocí su vestimenta colorida en tonos amarillos, naranjas y azules que antes había visto mientras la inspiración llegaba: era una rarámuri con sonrisa dibujada que se paró frente a mí preguntando que desde dónde veníamos, y así como llego se fue, diciendo que se le iban las cabras, que tenía que regresarlas.

Recordé que aún traía una lata de atún que tocaba en la comida del día anterior y que no había comido, la abrí agregué el contenido a esas conchitas, fue una comida de gloria, tenía tanta hambre, tal vez fue la comida que más disfrute y el momento en que más agradecida estuve con el paisaje.  Frente a mí estaba un gran maguey con su tronco lleno de flor, payusas frescas. Esta flor es comestible, en la estación del tren en el mirador de las Barrancas del Cobre venden gorditas de flor de maguey, yo no sabía su nombre hasta que Eduardo me lo dijo y decidí que las probaría el día que llegáramos a la estación.

El agua se agotó y casi todos se quedaron con algo de hambre, así que los chicos fueron en expedición por agua a un bebedero de cabras que se llena con agua de manantial unos metros más abajo, mientras Mayola y yo aprovechamos para cambiarnos al aire libre. Ahí estaba yo con mis nenas al aire tratando de ponerme la única playera limpia que protegía a capa y espada cada día, la que defendí de no ser dejada atrás junto a mi desodorante y traje de baño, mi pijama. Era un placer cada noche ponerme algo seco y limpio, si no del todo al menos sin ese olor a sudor rancio de días. Después de cuatro días hubo tiempo de desenredar mi cabello, limpiar mi cara e hidratar mis labios sin prisa observando al fondo el atardecer. Mayola y  yo estábamos sin hablar mucho, solo disfrutando el momento, hasta que la chica de las cabras paso de regreso apabullándolas para que regresaran a su lugar atravesando nuevamente por debajo del campamento. Dijo que era de San Luis, el poblado más cercano, y que por la temporada se quedaba ahí para que sus cabras pastaran, la temporada pasada no lo hizo y casi perdió a todo su rebaño, ahora vino sola y se queda en la cueva que está unos metros más abajo, ya casi termina de tejer su huare mientras se despide, porque se le han adelantado las cabras. Los chicos llegaron y cocinaron más pasta, yo no volví a comer.

Nos acostamos temprano.

Al día siguiente, nuestro quinto y último día, nos despertaremos a las tres de la mañana para salir a ruta a más tardar a las cuatro. Fue una noche de pesadilla, las cabras no dejaron de deambular por debajo del campamento por un lado de las tiendas, dejando su firma olorosa por todos lados, en algunas ocasiones obedeciendo a los gritos de su dueña, otras ignorándolos; sus sonidos y pisadas se mezclaban arrítmicamente con los ronquidos de Alex, era una sinfonía no deseada que de tiempo en tiempo escuchaba cuando mis propios ronquidos me asustaban. El desnivel del sendero hacía que me inclinara ligeramente hacia las rocas que me separaban del precipicio, mi mente lo sabía y despertaba agitada al soñar que daba un paso al vacío.

La alarma del celular sonó. La última noche que la barranca me regaló fue un cielo perfecto, claro y lleno de estrellas. Esta vez no tardamos tanto en salir.

Unos metros más abajo estaba nuestra amiga la dueña de las cabras acostada sobre la saliente de la cueva, vestida y sin nada cubriéndola. Medio abrió los ojos cuando sintió nuestras linternas revoloteando por el camino, tenía su cueva dividida en dos, en el segundo espacio tenía un anafre y algunos utensilios y bolsas colgadas. Mi linterna se quedó sin batería y Lanier me presto una de mano que yo medio acomodé con una liga en mi cabeza, más adelante Alex también se quedó sin linterna teniendo que apoyarse con la luz de Lanier. Avanzamos a buen paso y casi a las ocho de la mañana llegamos al río. Nuestro desayuno fueron Zucaritas con leche en polvo, era una bomba de azúcar, hacía tanto que no las comía, pero aun así no logré acabar la bolsa.

Procuramos desayunar rápido, Alex quedó dormido sobre una piedra, es admirable su capacidad de dormir en cualquier posición y superficie. Eduardo no comió nada. A partir de ese momento comenzamos a subir, yo tendría mi último ataque de pánico: comencé a respirar mal y me sentía muy ansiosa hasta que reconocí que necesitaba parar. Alex le silbó al equipo de adelante, Lanier y yo nos colocamos sobre la orilla del cerro recargando la espalda con la mochila sobre una piedra para descansar los hombros. Recuerdo una mariposa amarilla que revoloteó muy cerca de Lanier casi posándose en su hombro por unos minutos. Él se recompuso y siguió caminando yo me tomé un poco más de tiempo hasta que normalice mi respiración y me hice otro cocowash, fueron solo unos minutos y después alcanzamos al resto del equipo unos metros más arriba.

No paramos hasta que Mayola se cayó y se raspó una rodilla, estábamos entre pinos al pie de las ruinas de una choza. Según Eduardo esos son vestigios de apaches. Yo me acosté sobre la hojarasca mientras Alex curaba la herida de Mayola.

Tuvimos una última parada larga a los pies de un manzano viejo y frondoso lleno de pequeños frutos, de aquí en adelante la subida se vuelve más empinada, procuramos caminar media hora y descansar un poco. El sol ha cobrado intensidad, el cansancio y el hambre se dejan sentir, pero finalmente estamos todos juntos ya en la cima de la barranca, la satisfacción es grande y la emoción mucha, aún nos falta senderear por las barrancas para llegar hasta el mirador donde nos espera la camioneta. El paisaje va develando nuestra meta a lo lejos y al igual que el tercer día bajando, cuando veíamos el hilo del río la meta se hacía increíblemente lejana, pero el ánimo está arriba y el camino tiene una pendiente ligera. Todos apretamos el paso para llegar a la hora señalada. Después de nueve horas de caminata intensa arribamos a la camioneta a la una de la tarde. La recompensa por haber concluido el trekking fue una medalla tallada en madera por un artesano rarámuri. Cada una tenía un animal diferente, la mía es una mariposa frágil, fuerte y libre.

 

 

 

Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México y publica relatos en redes sociales.

1 comentario en «Las Barrancas. Patricia Ramírez García»

  1. Simplemente gracias, gracias, gracias por compartir en este foro. Y en mi caso en verdad dejarme “ver y sentir” tan extraordinaria aventura. Espero te hayas recuperado de las “heridas de batalla” que por lo que leo valieron la pena. Eres una extraordinaria narradora y sin duda una hermosa mariposa. Saludos.

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